mida-, y debiera usted, como persona de más experiencia, aconsejarme, llamarme la atención,
mí que al echar así la casa por la ventana, no preparaba usted una gran boda? Hay en París señoritas de la colonia americana, que apalean el oro... ¡Es preci
a insolencia, y conociendo que se le subía a la cabeza la ir
mo, revolviendo trabajosamente la lengua e
a nada conducen; al grano... ¿Me
ó un golpe de tos, ruidosa y como asmáti
los créditos... y se proceda... a la venta de... de las fincas hipotecadas... es imposible decir si el... ¡b
de labios-, que aún podrá suceder que
alculo que u
estéril lucidez, en detalles que le sorprendieron: un soberbio mueble de antesala tallado, un rico tapiz antiguo, una alfombra nueva y densa como vellón de cordero, un retrato, escuela de Pantoja, una lámpara de muy buen gusto. Parecía la entrada de
eparado una comida de sus platos predilectos; pero no estaba la Magdalena para tafetanes, ni Gastón para apreciar debidamente el
-respondió con un humorístico alarde cuando la vieja criada, llevándose
la noche se consagra a círculos, teatros y sociedades. Rendido, harto de dar tumbos en el alquilón, se recogió a las doce y media. Una gran desolación, un pesimismo mortal le agobiaban, poniéndole a dos dedos de la desesperación furiosa. Sin duda que al siguiente día le sería fácil encontrar en casa, amables y sonrientes, a sus noctámbulos amigos; pe
imón, mientras Gastón, inerte, yacía en la meridiana, esperando a que se retirase la criada para empezar
be? Su tía, la del convento... Que si había vuelto ya de Francia... y que desea
! -contestó
do de todos Gastón, un instinto le impulsaba a buscar arrimo y consuelo, a desear comunicarse con alguien que le com
ítu
omen
s religiosos anegados en betún, y que amueblaban canapés de paja con respaldo de lira, y braseros claveteados -un salón de principios del siglo-. Paseando febrilmente esperó Gastón a su tía. La portera le había dicho que doña Catalina -así se llamaba la Comendadora- estaba en el coro, y que tardaría cosa de unos veinte minutos. «No traigo prisa, gracias», contestó el mozo: pero, solo ya, medía el locutorio con rápidas pisadas. Desde que se había levantado y salido a la calle, batallaba con la idea de que todo lo de su
no sabía de dónde, tal vez de la tranquilidad del locutorio, del aristocrá
na de Landrey y Castro, con las tocas negras, el blanco escapulario, y, en el pecho la roja heráldica cruz. Adelantándose vivamente, Gastón corrió a abrazar a su tía, a sost
i pizca de frío en el locutorio: entrado el mes de mayo, la temperatura era suave y rad
elante -ex
tres pasillos y antesalas, hasta llegar a una carcomida puerta cuyo pi