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a la tradición, pero seguía teniendo recta la espalda y los brazos duros, y los azules ojos conservaban la vista clara y aguda. La tradición impelía a Bukama. Ceñido sobre la permanente acanaladura que le había marcado en la frente a lo largo de los años, un fino cordón de cuero trenzado le sujetaba el cabello hacia atrás. Pocos hombres llevaban actualmente el had
a que tenía el ceño fruncido. No recordaba haber visto otra expresión en su amigo y maestro ni siquiera cuando hacía un elogio. Bu
re en voz alta, y Bukama era uno de los que creían que sólo por pensarlo atraía sobre sí la atención del Oscuro. «El Oscuro y todos los Renegados están confinados en Shayol Ghul -recitó Lan el catecismo para sus adentros-, encer
ud. Cosa extraña en él. Le gustaba rezongar, pero siempre sobre cosas
darme hasta el final
segurarlo. Otra de sus lecciones había sido que la palabra de un hombre debía va
antes, aunque nadie lo sabía con certeza, salvo, quizá, las Aes Sedai de Tar Valon, mas, como ocurría tan a menudo con las mujeres de la Torre Blanca, no decían nada. Lo que las Aes Sedai sabían lo guardaban bajo llave, y dejaban caer algo, poquito a poquito, cuando querían y si les interesaba. Sin embargo, fuera de los límites de Tar Valon muchos hombres habían afirmado ver una pauta en todo aquello. Habían pasado mil años entre el Desmembramiento del Mundo y la Guerra de los Trollocs, o eso afirmaban los historiadores. Esas guerras habían destruido las naciones que existían por aquel entonces, y nadie dudaba de que la mano del Oscuro estaba detrás de todo, ni que estuviera
Hiciera o no tanto frío como aquel al que estaba acostumbrado, el helor
que despertar a una docena de hombres o puede
automático sacó parcialmente el arma de la vaina. Un débil roce de acero contra cuero indicó que Bukama había hecho otro tanto. Ninguno de los dos temía un ataque; los Aiel sólo montaban por una necesi
hombre lo precedía, arrastrado por el viento, y sólo los tearianos eran tan estúpidos para llevar perfume, como si los Aiel no tuviesen olfato. Además, nadie aparte de ellos llevaba esos cascos con una alta cresta en la parte superior y un reborde que dejaba en sombras el delgado rostro del hombre. Una única pluma, corta y blanca, en el casco señalaba qu
d -dijo el centin
sado una flecha Aiel en la garganta. Rakim se consideraba afortunado de estar vivo, y realmente lo era. Por desgracia, también creía que por haber burlado a la muerte
Mandr
ban un tanto raídas. Un poco de bordado estaba bien, pero los atavíos de algunos sureños parecían tapices. Seguramente el teariano llevaba debajo de la capa un peto dorado y una chaqueta de seda satinada con las
seiscientos de sus mesnaderos. -Meneó levemente la cabeza-. Aunque parezca extraño, se dirigen hacia el este, alejándose del río. Sea como sea, la nieve los retarda tanto como a nosotros, y lo