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La alegría del capitán Ribot by Armando Palacio Valdés
La alegría del capitán Ribot by Armando Palacio Valdés
EN Málaga no los guisan mal; en Vigo, todavia mejor; en Bilbao los he comido en más de una ocasión primorosamente ali?ados. Pero nada tienen que ver estos ni otros que me han servido en los diferentes puntos donde suelo hacer escala con los que guisa una se?ora Ramona en cierta tienda de vinos y comidas llamada El Cometa, situada en el muelle de Gijón. Por eso cuando esta inteligentísima mujer averigua que el Urano ha entrado en el puerto, ya está preparando sus cacerolas para recibirme.
Suelo ir solo por la noche, como un ser egoísta y voluptuoso que soy; me ponen la mesa en un rincón de la trastienda, y allí, a mis anchas, gozo placeres inefables y he pillado más de una indigestión.
Arribé el 9 de febrero, a las once de la ma?ana, y, como siempre, comí poco, preparándome con saludable abstinencia para la solemnidad de la noche. Dios no lo quiso. Poco antes de sonar la hora, un bárbaro marinero, al trasladar un farol, lo rompió, cayó la mecha encendida sobre una pipa de petróleo, se prendió fuego, acudimos a atajarlo, y con no poco trabajo, arrojando al agua esa y otras pipas, lo conseguimos. Se quemó la caseta del piloto, mucha jarcia y una parte de la obra muerta. En fin, la avería nos tuvo afanosos y en pie casi toda la noche. Y este fué el motivo de que no fuese a comer el plato de callos de la se?ora Ramona, como tuve a bien comunicárselo por medio del grumete, advirtiéndole al mismo tiempo que me aguardara sin falta aquella misma noche.
Eran las diez, poco más o menos. Contento y sigiloso bajé la escala del Urano, salté en el bote, y en cuatro paladas el marinero me hizo atracar al muelle, que estaba solitario y obscuro. Apenas se distinguían los cascos de los barcos y en ellos reinaba absoluto silencio. Sólo la silueta de los carabineros de ronda o la de algún paseante melancólico se destacaba borrosamente de las tinieblas. Pero aquella obscuridad, que los escasos faroles no bastaba a disipar, se alegraba de pronto por la ola de luz que salía de las dos puertas de El Cometa. Con el ansia de una mariposa me dirigí a ellas. En la tienda sólo había tres o cuatro parroquianos; los demás habían ido saliendo, unos espontáneamente, otros por las intimaciones cada vez más perentorias de la se?ora Ramona, que cerraba indefectiblemente a las diez y media.
Mi aparición fué saludada con una carcajada de esta mujer. Ignoro qué raro y misterioso cosquilleo producía en sus nervios mi presencia; pero puedo jurar que jamás me vió después de una ausencia más o menos larga sin que su abdomen dejase de experimentar violentas sacudidas de risa, que originaban ineludiblemente algunos golpes de tos, inflamaban sus mejillas y las transportaban del rojo grana al violeta. De todos modos, yo agradecía profundamente aquella carcajada y también los accesos de tos, considerándolos como prenda de inalterable amistad y de que podía contar en vida y en muerte con sus conocimientos culinarios. Era mi deber en tales ocasiones doblar el espinazo, sacudir la cabeza y reir estrepitosamente, hasta que la se?á Ramona se sosegase. Y lo cumplí religiosamente.
-?Ay, qué bien me salieron ayer, D. Julián!
-Y hoy ?por qué no?
-Porque ayer era ayer y hoy es hoy.
Ante esa razón invencible me puse serio y dejé escapar un suspiro. La se?á Ramona cayó de nuevo en un espasmo de risa, seguido del correspondiente ataque de tos asmática. Una vez que logró salir de él, terminó de lavar el vaso que tenía entre las manos y dijo a los tres o cuatro marineros que charlaban en un rincón:
-?Ea! despejar, que voy a echar la llave.
Uno de ellos se atrevió a responder:
-Aguárdese un momento, se?á Ramona. Saldremos cuando ese se?or.
La tabernera frunció el entrecejo y profirió con acento solemne:
-Este se?or viene a comer un guisado de callos y ya tiene la mesa preparada.
Entonces los parroquianos, sintiendo el peso de esta indicación y comprendiendo la gravedad de las circunstancias, no vacilaron en ponerse en pie, me contemplaron un instante con mezcla de respeto y admiración y se retiraron dando las buenas noches.
-Pues sí, don Julián, sí-exclamó la se?á Ramona, cuyo rostro se dilató nuevamente-; los de ayer levantaban la lengua en vilo.
Mi fisonomía debió de expresar la más profunda desesperación.
-Y los de hoy, ?no levantarán nada?-pregunté con acento afligido.
-Hoy... hoy... Usted lo verá.
Y alzó su mano carnosa de cierto modo propio para dejarme sumido en un piélago de dudas.
Mientras daba los últimos toques a su obra, preparé adecuadamente el estómago con ajenjo, meditando al mismo tiempo acerca de las últimas graves palabras que acababa de oir.
?Estarían o no tan sazonados, picantes y aromáticos como mi imaginación me los representaba?
Pero cuando me senté a la mesa, cuando los vi delante y sentí en la nariz su tibio aroma penetrante, un rayo de luz inundó mi cerebro disipando el negro fantasma de la duda. Palpitó mi corazón con inexplicable dulzura y comprendí que los dioses me tenían aún reservados algunos instantes de dicha en este mundo.
La se?á Ramona adivinó la emoción que embargaba mi alma y sonrió con maternal benevolencia.
-?Qué es eso, se?á Ramona?-exclamé quedando inmóvil con el tenedor en el aire-, ?Ha oído usted?
-Sí, se?or; un grito.
-Han dicho ?socorro!
-En el muelle.
-?Otro grito!
Solté el tenedor y me lancé a la puerta, seguido de la tabernera. Cuando abrí sonaron en mis oídos lamentos desgarradores.
-?Mi madre!... ?Socorro!... ?Por Dios!... ?Se ahoga!
Bajé en dos saltos la rampa que me separaba del muelle y percibí la figura de una mujer que, agitando los brazos convulsivamente, exhalaba aquellos gritos lastimeros.
Comprendí lo que pasaba, y corriendo a ella pregunté:
-?Quién ha caído?
-?Mi madre!... ?Sálvela usted!... ?Sálvela usted!
-?Dónde?
-Aquí.
Y me ense?ó el estrecho espacio que quedaba entre un patache y el muelle.
Aunque estrecho, para saltar al barco era demasiado ancho. Tuve ánimo, no obstante, y me lancé, no a la cubierta, sino al aparejo, logrando quedar asido de un cable. Me dejé caer después a la cubierta, y tomando el primer cabo con que tropecé lo amarré apresuradamente a la obra muerta y me deslicé por él hasta el agua. Felizmente la mujer aún no se había sumergido, gracias a la ropa. Me acerqué a ella y le eché mano a lo primero que hallé, que fué la cabeza, y se la arranqué. Esto es, me quedé con una peluca en la mano. Volví a agarrarla, y esta vez lo hice por un brazo. Tiré de ella hasta acercarla al casco del barco. Sólo entonces se me ocurrió que era imposible salvarla sin auxilio de otra persona. ?Cómo subir a pulso por un cable teniendo ocupada una mano? Por fortuna, a los gritos que la hija había dado y a los que yo di también despertó la tripulación del patache, compuesta de cuatro marineros, y nos izaron fácilmente. Tendieron luego unas tablas y pudimos transportarla al muelle, y de allí a la botica más próxima, donde, al fin, recobró el conocimiento.
Mientras el farmacéutico la atendía, su hija, pálida y silenciosa, se inclinaba sobre ella con el rostro ba?ado en lágrimas. Era una joven de buena estatura, delgada, blanca, el cabello negro y ondeado; el conjunto de su persona, si no de suprema belleza, atractivo e interesante. Vestía con elegancia, y su madre lo mismo, por lo que vine a entender que se trataba de dos personas distinguidas de la población. Pero un curioso de los que habían acudido a la botica me dijo al oído que eran dos se?oras forasteras, y que sólo hacía algunos días que se hallaban en Gijón.
Cuando me hube cerciorado de que no estaba muerta ni herida de consideración, sintiendo que el frío del ba?o me penetraba y me hacía temblar, di las buenas noches para retirarme.
La joven alzó la cabeza, se dirigió a mí vivamente y, apretándome las manos con fuerza y clavando en los míos sus ojos húmedos, balbució con emoción:
-?Gracias, gracias, caballero! ?Nunca olvidaré!...
Le di a entender que aquel servicio nada valía, que cualquiera hubiera hecho otro tanto, porque en realidad así lo pensaba. El único sacrificio real que había hecho era el del guisado de callos; pero esto no lo dije, como es natural.
Cuando llegué al vapor y bajé a mi camarote me sentí tan mal que barrunté un catarro fuerte, si no una pulmonía. Pero me di prontamente una fricción enérgica con aguardiente de ca?a y me arropé tan bien en la cama, que al día siguiente desperté como si tal cosa, sano y ágil y de un humor excelente.
Entre todas sus obras, Palacio Valdés prefería Tristán o el pesimismo (1906), cuyo protagonista encarna el tipo humano que fracasa por el negativo concepto que tiene de la Humanidad. Tristán, influenciado por un pesimismo de época, decide saldar los excesos de su misantropía llevando su delirio hasta el límite. Mientras, Reynoso se ve obligado a tomar una importante decisión, para lo que ha de enfrentarse a su propio código ético, lejos de convenciones morales sociales o religiosas. Clara y Elena, respectivamente, serán las víctimas o beneficiarias de las resoluciones de ambos personajes, tan antagónicos. Valdés era un arquitecto de novelas naturalista, estilo derivada del realismo literario de finales del siglo XIX, en el que desarrolla la formación de carácter del hombre a través de planteamientos filosóficos y cristianos, mostrando una mano certera en la creación de personajes femeninos, algo así como Flauvert con Bovary, perteneciente también al realismo
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