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Chapter 3 No.3

Word Count: 11903    |    Released on: 06/12/2017

d en aquella viuda de Torrealta, que podía quejarse de que la hija del ?ilustre diplomático, de imperecedero recuerdo?, no era feliz, por

de la ma?ana á la noche, cambiando de asuntos cuando así lo exigía aquel que llamaba su empresario. ?Basta de chocharos: ahora moros.? Después los moros perdían su valor en el mercado y entraban en tanda los mosqueteros en gallardo duelo, los pastorcillos sonrosados á lo Wateau ó las damas de cabello empolvado, embarcándose en una góndola de oro al son de cítaras. Para refrescar el surtido, intercalaba una escena de sacristía con gran alarde de casullas bordadas é incensarios dorados, ó alguna bacana

, lo guardaba en Francfort un barón judío y banquero... El mercader se frotaba las manos, hablando al artista con aire protector. Su nombre iba creciendo gracias á él, que no pararía hasta crearle una reputación universal. Ya le escribían sus corresponsales pidiendo que s

nes, como consultor y fiel mandadero, al buen Cotoner, que pasaba la noche en el cuartucho que le servía de estudio en un barrio popular y el resto del día junto al joven matrimonio. Ella era la due?a del dinero: nunca había visto tantos billetes juntos. Cuando Renovales le entregaba el mazo de liras que le había dado su empresario, ella decía alegremente: ??Di

doras residentes en Roma, á ciertas viajeras aristocráticas de paso en la gran ciudad, que le habían sido presentadas en algú

opa. No había fiesta en las dos embajadas de Espa?a á la que no concurriese ?el ilustre pintor Renovales con su elegante esposa?, y por irradiación, estas invitaciones habíanse extendido á las embajadas de otros países. Pocas eran las noches sin fi

del trabajo, ya le esperaba Josefina á medio vestir y el

frac puesto.-Pero hombre, ?cómo te olvidas d

por su cuadro, y el artista, con la pechera cortada por la banda y un redondel brillante en el frac, p

bía casado para hacer carrera. Uno de sus visitantes más asiduos era el padre Recovero, procurador de cierta orden frailuna poderosa en Espa?a; una especie de embajador con capucha que gozaba de grandes influencias cerca del Papa. Cuando no iba por el estudio de Renovales, éste tenía la certeza de que se halla

xtraídas de las Catacumbas. Daba prisa al padre Recovero para que solucionase difíciles dispensas de casamiento, y se interesaba por otras peticiones de ciertas se?oras devotas, amigas de su madre. Las grandes fiestas de la Iglesia romana la entusiasmaban por su interés teatral, y agradecía mucho al campechano fraile que se acordase de ella, reservándole una buena localidad. No había recepción de peregrinos en San Pedro, con marcha triunfa

trabajaba él. Bastante sentía no poder acompa?arla más que en sus diversiones nocturnas. Durante el día confiábala á su fiel Cotoner, que iba con ella

ra popular, envuelto en su macferlán verdoso, que agitaba las mangas con aleteo de murciélago. Había comenzado en su país como paisajista, pero quiso pintar figuras, igualarse á los maestros, y cayó en Roma acompa?ando al obispo de su tierra, que le consideraba una gloria de campanario. Ya no se movió de la gran ciudad. Sus progresos fueron notables. Conocía los nombres y las historias de todos los artistas; nadie podía medirse con él en punto á saber el modo de vivir en Roma con economía y dónde se encontraban las cosas más baratas. No pasaba un espa?ol por la gran ciudad que él no lo visitase. Los hijos de los pintores célebres le miraba

oner, que llegaba al estudio de Renovales con

iquillo. Un Papa... el

pa cuando muriese el actual, para ir pintando retratos suyos, por docenas, con alguna anticipación. ?Qué triunfo lanzar la mercancía al día siguiente del Conclave! ?Una verdadera fort

peto porque eran ricos y servían indirectamente á su mísera industria de retratos. Toda su admiración era para Renovales. En los estudios de los otros artistas acogía las bromas mortificantes con su sonrisa plácida de eterno agradador; per

stas sobre un maniquí. Sentía cierta repugnancia por los modelos, y en vano intentaba Renovales convencerla de su necesidad. él tenía talento para pintar cosas hermosas sin apelar al auxilio de aquellos tíos ordinarios, y sobre todo, de las mujeres, unas hemb

bios y fingió no verla, oyendo con aire distraído á Renovales, que explicaba esta innovación. Estaba pintando una bacanal y le era imposible pasar adelante sin modelo. Era una necesidad: la carne no podía hacerse de

a tarde. Rió oyendo al famoso Cotoner; fueron después de la comida á un teatro, y al llegar la hora de dormir, el pintor ya no se acordaba d

ado su pecho por estremecimientos de angustia, moviendo los pies con una rabie

uiero!-gemía con a

á otro sin saber qué hacer, intentando apartar sus manos de sus ojos, ced

Qué es lo que no qui

lviéndose en el lecho, agitand

... No lo consiento, no se?or; no lo c

eza del tocador, mostrando sus músculos de atleta: la ofrecía agua, llegando, en su aturdimiento, á echar mano de los frascos de esencias, como si pudie

e me dejes. Veo que n

má. El pintor la ponía en ridículo... Y todas estas quejas incoherentes, sin explicar el motivo de su enfado, se prolongaron mucho tiempo, hasta que el artista columbró la causa. ?Era la modelo... la mujer desnuda? Sí, esto era; ella no consentía en un estud

or los gritos y lloros de su esposa, no pudo re

delo?... Descansa, hija: no ent

spetaba sus preocupaciones. Podía llamarla burguesa, alma vulgar; pero así quería ser, como había sido siempre. Además, ?qué necesidad tenía de pintar hembras desnudas? ?No sabía hacer otras cosas? Le aconsejaba que pintase ni?os, con pellico y abarcas, tocando la gaita, rizados y mofletudos como el ni?o Jesús; viejas campesinas de rostro arrugado y cobrizo; ancianos calv

i á la cola del cortejo de un cardenal, y el matrimonio vivió en el campo, sin otra compa?ía

s con Josefina, volviendo al cerrar la noche lentamente hacia su casa cogidos del talle, contemplando la faja de oro mortecino del crepúsculo, animando el silencio de la campi?a con el canturreo de alguna de las romanzas apasionadas y dulzonas que llegaban de Nápoles. Al verse solos, en la intimidad de una vida sin ocupaciones ni amistades, renacía el entusiasmo amoroso de los primeros días de su casamiento. Pero el ?demonio de la p

ió la paleta con un entusiasmo de principiante. Pintaba para él con un fervor religioso,

no. Pero esta labor artística no parecía satisfacerle. Su vida de mayor intimidad con Josefina excitaba en él misteriosos anhelos, que apenas se atrevía

ras!... ?Si no tuvi

él. La hablaba de Rubens, el maestro gran se?or, que rodeaba á Elena Froment de un lujo de princesa, y de ésta, que no sentía reparo en despojar de velos su fresca belleza mitológica para servir de modelo al marido. Renovales elo

operaciones de su aseo, mientras el artista rondaba en torno de ella elogiando las diversas bellezas de su cuerpo. ?Esto es Rubens puro; esto es el color del Ticiano... á ver, nena, levanta los brazos... así. ?Ay; e

ligereza de las ropas un remedio al terrible siroco. No quería ver á su marido con aquella cara triste ni escuchar sus lamentaciones. Ya que estaba loco y se había aferrado á aquel capri

radamente abiertos, cual si pretendiera devorar con su retina aquellas formas armoniosas. Josefina, acostumbrada ya á su desnudez, permanecía tendida, olvidan

dad mental, lo que llamaban vulgarmente inspiración. Ella seguía admirándose en el lienzo, lo mismo que ciertas ma?anas se contemplaba en el gran espejo de su dormitorio. Ensalzaba con tranquila inmodestia las diversas partes de su hermosura, fijándose especialmente en el vientre recogi

muy poco! ?No

más. Era una máscara, una concesión á las conveniencias sociales. Así nadie la reconoc

cierto temblor en la voz.-Sería un crimen. En mi vida vo

se remonta una sombra en un muro blanco. El pintor creyó que le faltaba el suelo bajo los pies; se aproximaba la tempestad. Josefina palidecía: dos lágrimas re

ro!... ?N

quel cuerpo desnudo que irradiaba su luz de nácar desde el fondo del lienzo. Parecía sentir el espanto de la sonámbula, que despierta de repente en medio de una

iracunda.-Rómpelo

un triunfo estruendoso?... Pero su mujer no le escuchó. Se revolcaba en el suelo con las mismas contorsiones y gemidos de aquella noche tormentosa; crispaba sus manos

.. no quier

metida á este envilecimiento, como si fuese una mujerzuela nocturna! ?Si lo hubiese

ista, abandonaba á su mujer, la dejaba rodar por el suelo y con los pu?os cerrados iba de un extremo á otro de la habitación,

golpe de sus u?as rayó de arriba á abajo el lienzo, mezclando los colores todavía tiernos, arrancando la cascarilla de las partes secas. Después cogió el cuchillete de la

artista había apoyado la frente en la pared, agitado su pecho atlético por cobardes gemidos. Al dolor paternal por la obra perdida, uníase la amargura de la decepción. Por primera vez adivinaba lo que iba á ser de su existencia. ?Qué error el suyo al casarse con aquella se?orita que admiraba su arte como una carrera, como un medio de ganar dinero, y pretendía moldearle á él en las preocup

nto de aquel gigantón que iba por los rincones enfurru?ado como un enfermo. Le envolvió en sus brazos, besó su frente, hizo mil gestos graciosos para arrancarle una débil sonrisa. ?Quién le quería á él? Su Josefina. Su maja... desnuda. Pero lo de desnuda había acabado para siempre. Jamás debía acordarse de estas prop

, se esforzó por olvidar su obra y sonrió con la resignación d

s corresponsales se quejaban de cierta monotonía en los sujetos de sus obras. El mercader le aconsejaba que viajase; podía vivir una temporada en la Umbría, pintando campesinos en paisajes ascét

n de las embajadas, los agregados de diversas razas, rubios unos, morenos otros, que buscaban consuelo á su celibato sin salir del mundo de la diplomacia, tenían con ella atrevimientos lamentables al dar las vueltas de un vals ó seguir la figura de un cotillón, como si la considerasen conquista fácil viéndola casada con un artista que no podía lucir

uesto estaba en Roma. Justamente el Papa andaba malucho en aquellos días, y el pintor, con la esperanza de

, temblona con el cabrilleo de las aguas, le subyugó desde el primer momento, haciéndole olvidar su amor apasionado á la forma humana. Se calmó durante algún tiempo su entusiasmo por el desnudo. Adoró lo

que en ciertas épocas habían ostentado en su cabeza el cuerno dorado de los Dogas. El espíritu moderno, utilitario é irreverente, había convertido el palacio en casa de vecindad, partiendo los dorados salones con feos tabiques; estableciendo c

es aleros, que conservaban la superficie del canalillo en perpetua sombra!... El gondolero dormitaba tendido en uno de los encorvados extremos de su embarcación, y Renovales, sentado junto á la negra litera, pintaba sus acuarelas venecianas, un nuevo género que su empresario de Roma acogía con grandes extremos de entusiasmo. Su ligereza de pincel le hacía producir estas obras con la misma facilidad que si fuesen copias mecánicas. En el dédalo acuático de Venecia tenía un apartado canal, al que llamaba ?su finca?, por el dinero que le producía. Había pintado un sinnúmero de vece

os en la playa de fina arena, contemplaban el oleaje colérico del Adriático libre, que extendía hasta e

ios, viendo brillar en el fondo, á los últimos rayos del sol, el oro pálido de la basílica, en

de un caballo, ni gritos de vendedores. La plaza, con su pavimento de mármol blanco, era un inmenso salón por donde circulaban los transeuntes como en una visita. Los músicos de Venecia agrupábanse en el centro, con sus bicornios rematados por negros y ondulantes

via de alas sobre las mesas de un café. Remontábanse luego hasta ennegrecer los aleros de los palacios y caían á continuación como un

o; saltaban á sus hombros, alineándose en los tendidos brazos; agarrábanse desesperados á sus breves caderas, intentando seguir el contorno del talle, y otros más audaces, como si estuvieran poseídos de humana malicia, ara?aban su pecho, tendían el pico, pugnando p

?Te pintaría! ?Si no fuese po

ía ausentarse sin que ningún pensamiento penoso turbara su plácida calma. Esto era pintura, y no los encierros de Roma con mujeres desvergonzadas que no

xpensas del yerno hizo su viaje á Venecia, y allí permaneció algunos meses echando pestes contra esta ciudad, á la que no había llegado nunca en sus correrías diplomáticas. La ilustre se?ora sólo consideraba habitables las capitales que tenían corte. ?Pchs... Venecia! ?Una poblaci

imera mirada fué para ella, para las facciones pálidas y desencajadas por la reciente crisis, que iban serenándose con el descanso. ?Pobrecita! ?Cómo había sufrido! Pero al salir de puntillas del dormitorio para no turbar el sue?o abrumador que se apoderaba de la enferma después de dos días crueles, entregóse á la admiración del pedazo de carne que, e

rme; pocas criaturas había visto como aquella. Parecía imposible que viviese su pobre hija después de

, y bien tuya, Mariano. No

semejante á él, extasiándose en la contemplación de su robustez, alabando á

á la peque?a. La mujercita, á pesar de su debilidad, que la mantenía inmóvil en la ca

an terrible la hacía.-No quiero para mi hij

racidad de ogro á aquellos pechos, hinchados ahora por la maternidad

de Madrid, donde ella se creía un personaje insustituible. Tenía clavada en el alma la modestia del bautismo de su nieta, á pesar de que á ésta la pusieron su nombre. Un cortejo pobre que cabía en dos góndolas: ella, que era la madrina, con el padrino, un viejo pintor veneciano amigo de Renovales, y además, éste y dos artistas, uno francés y otro espa?ol. No había asistido al bautizo el patriarca de Venecia, ni siquiera un obisp

no por sostener el bienestar de su hija. únicamente estaba de acuerdo con ella al rega?ar dulcemente á Josefina por su tenacidad en dar el pecho á la peque?a. ?Pobre maja desnuda! La gentileza de su cuerpo de capullo borrábas

lacidez. El marido, viendo cómo perdía su gentileza, la amaba más con tierna c

zo un corto viaje á París para ver su famoso Salón. Volvió de allá transfigurado, con nueva fiebre de trabajo y una resolución de transformar su existencia, que causó en su mujer asombro y miedo. Iba á romper con su empresario; no se envilec

onde iban á estudiar los artistas,

mbién quería salir de Venecia. La ciudad le parecía triste durante el invierno, con sus interminables lluvias, que dejaban resbaladizos los puentes é intransitables las callejuelas de mármol. Decididos ya á levantar el campo, ?por qué no regresar á Madrid? Mamá estaba enferma, se lamentaba en todas las cartas de vivir lejos de su hija. Josefina de

inutivo de Emilia. Renovales llevaba por todo capital unos cuantos miles de liras, ahorros de Josefina y pr

senciado esta póstuma decepción!... Renovales casi se alegró del suceso. Con él rompíase el único lazo que les unía al gran mundo. él y Josefina vivieron en un piso cuarto de la calle de Alcalá, cercano á la Plaza de Toros, con una gran terraza que el artista convirtió en estudio. Su existencia f

id y las provincias cercanas, buscando los tipos toscos é ingenuos, cuyas caras parecían transpirar la antigua alma espa?ola. Subía al Guadarrama en pleno invierno,

oquedades de la opinión. No presentó un cuadro enorme y con argumento como en su primer triunfo. Eran lienzos peque?os, estudios confiados al a

ión, sin inventiva, sin otro mérito que el de trasladar al lienzo aquello que contemplaban sus ojos. Los jóvenes se agrupaban en torno del nuevo maestro: hubo disputas interminables, apasionadas discusiones, odios de mue

ma. Pero todos los combates tienen término. El público acabó por aceptar como indiscutible un nombre que á diario saltaba ante sus ojos; los enemigos, quebrantados por el refuerzo inconsciente de la opinión, mostráronse cansados, y el maestro, como todos los innovadores, una vez pasado el primer éxito del escándalo, comenzó

hincharon fabulosamente al ser repetidas por sus admiradores. Ciertos millonarios de América, con el asombro de que un pintor espa?ol fuese men

ecía cada vez más enferma; su hija crecía y él deseaba para su Milita la educación y el lujo de una princesa. Las tenia ahora en un hotel de mediano aspecto, pero deseaba para el

o, y Renovales olvidó sus glorias de innovador, para conquistar por todos los medios un renombre de retratista entre la gente elevada. Pintó á los individuos de sangre regia en toda suerte de actitudes, sin perdonar ninguna de sus ocupaciones importantes: á pie y á caballo, con plumas de general ó manta parda de cazador; matando pichones ó corriendo en automóvil. Trasladó al lienzo las más linajudas bellezas, modificando insensiblemente, con hábil malicia, las

. Entonces construyó lo que los envidiosos llamaban ?su

aparatosa, fanfarrona y cómica que duerme en el pensamiento de todo artista. Primero so?ó con una reproducción del palacio de Rubens, en Amberes: logias abiertas que servían de estudios, frondosos jardines cubiertos de flores en todo

daban á la vivienda un aspecto de tumba monumental. Pero el maestro, para evitar toda equivocación á los que se detenían al otro lado de la verja, hizo esculpir en la piedra de la fachada guirnaldas de laurel, paletas rodeadas de coronas, y en medio de este aparato de ingenua modestia, una breve inscripción, en letras de oro, de regular tama?o: ?Renovales.? Ni más ni menos que una tienda. Dentro, en dos estudios donde nadie pintaba, y q

y venerables cuadros del jurisconsulto ilustre y probo que no abre la boca sin llevarse un pedazo de la fortuna del cliente. Los que aguardaban en estos dos estudios, grandes como n

ían sus admiradores. Y sin embargo, el maestro estaba triste: su ca

creían que era esto efecto de los a?os. Las luchas le habían envejecido hasta el punto

buhardillón cercano á la Plaza de Toros. De aquella Josefina de sus primeros tiempos de matrimonio sólo quedaba una lejana sombra. La maja desnu

graciosas ondulaciones. Comenzaba á marcar el esqueleto sus agudas aristas y obscuras oquedades bajo la piel pálida y flácida. ?Pobre ma

do con la escasez de dinero y teniendo que ocuparse en las más vulgares faenas. Se quejaba de extra?os dolores; sus piernas perdían toda fuerza; se desplomaba sobre una silla, permaneciendo inmóvil horas y más horas, llorando sin saber por qué. Digería mal; durante semanas enteras repelía su estómago todo alimento. Por

elleza que los ojos, hundidos en sus azuladas órbitas, brillantes con el misterioso fuego de la fiebre. ?Pobrecilla! La miseria la había puesto así. Su marido consideraba su debilidad con cierto r

ita, aquella criatura que llamaba la atención por su robustez y sus colores. La vorac

El primer día que pasearon los dos por los salones y estudios de la nueva casa, inventariando con mirada satisfecha los muebles y los ricos obje

soluta; podía gastar cuanto quisiera, allí estaba él para hacer frente á todo. Podía distinguirse por su lujo, tener carruajes, dar envidia á sus antiguas

decida aquella boca que parecía arrullarla á través de las nubes de pelos; pero su gesto era triste y sus desmay

vida, volvieron á repetirse en el lujoso hotel las mismas cr

r explicarle la causa de sus lágrimas. Cuando intentaba cogerla entre sus brazos, acaric

en él unos ojos hostile

tuada á las crisis de su madre y sostenida por su egoísmo de muchacha fuert

star llorando arriba-co

, los ojos fijos en la pared, como si contemplase algo invisible y misterioso que sólo ella podía ver. Ahora no lloraba; sus ojos estaban secos, agrandados por una expresión de espanto,

ve y concentrada.-No hago falta

lo que pintaba, y de pronto, extendiendo el radio de sus injurias, queriendo abarcar en ellas al mundo entero, prorrumpía en denuestos contra las distinguidas personas que formaban la clientela del marido, proporcionándole enormes ganancias. Podía estar satisfecho de los retratos de aquellas gentes: ellos, unos se?ores despreciables, malas personas, ladrones casi todos. Su madre, que estaba bien enterada de este mundo, le había contado muchas

s.-No digas esas cosas; no pienses esas barbaridade

enovales tenia que abandonar la mesa para acompa?arla á la cam

conyugal, por aquel amor mezclado de costumbre y rut

, que había trasladado su residencia á Madrid. Cuando envueltos en la luz del crepúsculo que iba penetrando por la

ra; pero desde que me casé no conozco otra

ia arriba las barbas, satisfecho de su fidelidad conyuga

as ó se examinaban retratos de las grandes beldades

?Muy bonita..

de los límites del arte. Sólo existía una muje

ardaba todos sus homenajes de hombre para la mujer legítima, cada vez más enferma, más triste, espe

ndaban al marido una extremada dulzura. Esto servía para aumentar su paciente mansedumbre. Atribuían el trastorno de sus nervios al parto y la lactancia,

nhelo de recobrar la paz doméstica, adivinó

torce a?os y vestía de largo, atrayendo las mira

nos la llevan-decí

turas sobre su futuro yerno, cerraba los ojos, para decir

a... menos con un pintor.

usiasmos artísticos en presencia de ella, no ocultaba su adoración á la belleza, su culto religioso á la forma. Aunque callase, ella penetraba en su pensamiento; leía en él este fervor que databa de la juventud y había ido aumentándose con los a?os. Al contemplar las

surcado por la saliente escalinata de las costillas; los blasones femeniles, antes firmes á voluptuosos, colgantes como harapos: sus brazos, en los que la debilidad moteaba la piel con manchas amarillas; sus piernas, cuya delgadez esquelética sólo estaba interrumpida por el abultamiento saliente de las rótulas. ?

nsamiento, devorando su vida; unos celos inconsolables, p

a envidia insaciable contra todos, un deseo de morir, p

nadaba con su belleza. Y esto no tenía remedio. Estaba unida á un hombre que sería fiel, mientras viviese, á la religión de lo hermoso, sin apostatar jamás de ella. ?Ay! ?Cómo se acordaba de aquellos días en que defendía del

tu eterna querida, en esa que llamas la Belleza, procu

intor: antes verla muerta. Los que llevaban dentro el demonio de la forma, sólo podí

ntar por miedo á ella. Con su penetración de enferma parecía leer estos anhelos en la frente de su esposo. Mejor hubiese preferido una infidelidad cierta: verle enamorado de otra m

e sus adoraciones artísticas; encontró terribles defectos á las damas hermosas que le buscaban como retratista; ensalzaba la

que tiene la mujer para las más estupendas y

cara, tu gracia, tu distinción. Aun

endurecíase, apretaba los labios y la som

del pintor como si reg

ero sólo su carne permanecía fiel. La enemiga invenc

tencia, iba formándose en su sistema nervioso una de aquellas tempestades qu

o poseía ya la gloria y la riqueza, con las que habí

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