l ilustre pintor volvió á su casa
n el sombrero puesto y el velillo ante el rostro, parecían disponerse á salir. Un
perado hasta cerca de las d
rozando sus frescas mejillas de ro
aquella vivienda triste y ostentosa como un panteón. Ella era la que dulcificaba el ambiente de tedio agre
. Es usted un verdadero Rubens, se?orita; un Rube
eza á enterarse de su significación en la vida. Vestía con cierta elegancia exótica: su traje tenía un aire varonil; su corbata y su cuello hombrunos, armonizaban con la viveza rígida de sus movimientos, con sus botinas inglesas de ancho tacón, con la soltura violenta de sus piernas, que a
e los hombros del padre, fijos en el maestro s
arrugada, mostrando al sonreir una dentadura que tenía el brillo amarillento de las fichas de un dominó. En el estudio, Renovales y sus amigos reían muchas veces del aspecto de Miss y de sus manías; de su peluca roja puesta sobre el cráneo con el mismo descuido que un sombrero;
ra su tormento diario, esforzándose dolorosamente por seguir las zancadas de la se?orit
Renovales!
de saludarla con un movimiento de cabeza, se
casa, y mamá le había obligado á quedarse para no almorzar solas. El viejo amigo se había metido en la cocina, preparando uno de aquellos platos cuyo guiso había aprendido en sus tiempos de paisajista. Milita ob
pero á los postres, cuando llegó Soldevilla, el discípulo predilecto de Renovales, se había sentido
a ya á estas crisis.-Adiós, papaíto; un beso. En el estudio ti
mejilla del maestro, la joven salió seguida de Miss, q
. Amaba á su madre, pero su afecto resultaba frío comparado con la pasión vehemente que sentía por él, esa predilección vaga é inst
ija estaba tranquila; un arrechucho, como los de costumbre. Subiendo se exponía á una escena terrible que le amargase la tarde,
mbado por el peso de su abultada persona, los codos apoyados en los brazos de roble, el chaleco desabotonado para dejar en libertad el repleto abdomen, la cabe
ustrosa era de una frescura infantil. Respiraba la placidez del célibe casto que sólo ama
es tristes que le miraban como á un bufón, y sólo abandonaban su seriedad para burlarse de él. Su tiempo había pasado. El eco de los triunfos de Mariano allá en la tierra había tirado de él, decidiéndole á trasladarse á Madrid. Lo mismo se vivía en todas partes. También en M
r, que llevaba en la solapa el botón multicolor de sus diversas condecoraciones pontificales, debía ser un pájaro gordo, alguno de los grandes pintores de que hablaban los periódicos. Renovales le había alcanzado dos
?ándolo en sus correrías por las oficinas pontificales. Este capellán, que estaba empleado en los escritorios de la Rota, tenia á gran
clérigo no mostraba prisa en cobrarla: ya le encargarí
á las que había conocido en Roma durante las grandes peregrinaciones espa?olas. Eran mineros opulentos de Bilbao; propietarios agrícolas de Andalucí
?su amigo el cardenal?. Los maridos, contentos de tener un artista en casa á tan poca costa, le consultaban el plano de una capilla nueva, el dise?o de un altar, y en sus fiestas onomásticas recibían con gesto protector algún regalo de Cotoner; una manchita, un paisaje sobre tabla, que exigía muchas veces explicaciones pr
esencia los buenos tiempos de Roma. Pero Cotoner, á pesar de esto, mostraba cierto miedo, adivinando las tormentas que ennegrecían la vida del maestro. Prefería su existencia libre, á la que se adaptaba con una ductilidad de parásito. Al final de las comidas escuchaba, con movimientos de aprobación, las graves pláticas de sobremesa entre doctos sacerdotes y graves
o magnifico! Les he hecho un gazpacho
s Renovales entregaba el sombrero y el gabán al criado que le seguía, Cotoner, con una curiosidad de amigo íntimo, des
de diversas nacionalidades, que veinte a?os antes marchaban con la frente alta, siguiendo como hipnotizados la estrella de la esperanza. Renovales, en su orgullo de luchador, incap
Cotoner con gesto de d
te modo su reputación de bueno, que le daba acceso en todas partes, facilitando su vida. La imagen del húngaro
tardes,
etrás de un biombo. Su delgadez y lo exiguo de su estatura estaban compensadas por la longitud de sus bigotes rubios, que se empinaban en torno de la naricilla sonrosada, como si quisieran confundirse con los bandós de su peinado, lacios y de
. Renovales reía de su aspecto y de sus costumbres, y Cotoner le hacía coro. Era una porcelana, siempre brillante; no se encontraba en él la más leve mota de polvo; debía dormir en una rinconera. ?Ah, los pintores del día! Los dos artistas viejos recordaban el desarreglo de su juventud; su bohemia descuidada, con grandes barbas y enormes sombreros; todas
ió al maestro con un desmesurado elogio. Estab
ejor que ha pintado usted...
n el biombo, y arrastró un caballete que sostenía un gran lienzo, hast
as blondas del escote; las manos, enguantadas hasta más arriba del codo, sostenían una el rico abanico y otra una capa obscura, forrada de raso color de fuego, que se deslizaba de sus hombros desnudos, próxima á caer. La parte baja de la figura estaba indicada solamente por
rse en el esplendor de una segunda juventud con la higiene y las comodidades de su e
lma de hombre casto, comentando su belleza tranqui
, Mariano. Ella misma...
ió ofendido por
cierta hostilida
iscutir con su ídolo y se
n también que tiene talento y que es incapaz de dejar sufrir á
resparse como si le hi
ca:-invenciones de ciertos se?oritos que al
ya casa comía, hablaban mal de la de Alberca... pero tal vez fuesen murmuraciones de mujeres. Se hizo
empre te veo por aquí
ruborizándose. Trabajaba mucho, pero todos los días sentía la necesidad
uella época, la mejor de su vida, en que aprendía junto
bonachona, en la que había una punta de malicia.-?No te ha
a y Milita, y ésta se había burlado de él como siempre. Pero era sin m
ido de caballo, trotando por el viejo estudio, llevando á la espalda aq
oner.-Es la muchacha más gra
tra vez con tono de malicia.-?No ha venido hoy ese
en la reparación de un automóvil que se le había roto en el camino del Pardo. Y como si el recuerdo de este amigo de la familia fuese penoso para el joven pintor y deseara
vales, sumido en la penumbra de aquel nicho de telas per
-preguntó Cotoner
to. Hoy ú otro día; con esta muje
para la ense?anza y la emancipación de la mujer; proyectaba festivales y tómbolas; una actividad de se?ora aburrida, un aturdimiento de pájaro loco que la hacía querer estar en todas partes
-exclamó.-?Qué muj
encajes y sedas; ver el color y las lineas de unas formas que apenas se marcaban con suave bulto al través del vestido. á esta reconstrucción mental ayudaban los
llez.-Si tú pintas se?oras hermosas como la condesa, es por p
mujer te ha hab
urbada su digestión. Nada; nerviosidades de la pobre
pa?era de colegio. Le ocurría lo que á las otras mujeres: la condesa era un enemigo que las inspiraba mied
a muerte. Abominaba de Concha como de todas las mujeres que entraban en su estudio... Pero esta impresión triste no fué muy duradera en el pintor; estaba habituado á las susceptibilidades de su esposa. Adem
de su conversación con Tekli, el cual venía de correr Europa, y es
s. Quiero decir que me he encarrilado y no salgo de mi paso. Hace tiempo que no hago nada nuevo; siempre doy la mis
eocuparse de la vida. ?Pinte usted lo que quiera y como le dé la gana.? Entonces se harían grandes cosas y adelantaría el arte con pasos de gigante, no teniendo que envilecerse en una adulación á la vulgaridad pública y á la ignorancia de los ricos. Pero ahora, para ser pintor célebre, había que ganar mucho dinero, y éste sólo se conseguía con los retratos, abriendo tienda, pintando al primero que se presenta, sin derecho
mozos de cordel; las se?oras hinchadas y de cara muerta que había tenido que retratar? Cuando se dejaba vencer por su amor á la verdad y copiaba el modelo tal como lo veía, proporcionábase un enemigo más, que pagaba refunfu?ando é iba por todas partes diciendo que Renovales no era tan grande como le
blamos ante el desnudo; lo hemos olvidado. Hablamos de él con respeto y temor, como de una cosa religiosa, digna de adoración, pero que no vemos de cerca.
, deteniéndose ante el retr
n aquel eterno miedo á ser oído por su esposa en estos entusiasmos artísticos.-Figú
r con una expresión
errá. Tengo la certeza de que se negaría á desnudarse
os y levantó los ojos co
eren?... ?Qué ruti
ultores; las damas venecianas, de palidez ambarina, pintadas por el Ticiano; las flamencas graciosas de Rubens y las bellezas picantes y diminutas de Goya? La hermosura se había eclipsado para siempre tras los velos de la hipocresía y del falso pudor. Se dejaban contemplar hoy por un am
ra habló confidencialmente á Cotoner, con voz tenue, miran
; cabezas enormes, caras contraídas por muecas horripilantes; brazos consumidos, como huesos escuetos; piernas informes de elefante; todos los esbozos de la Naturaleza despistada, los gestos llorosos y desesperados del humano dolor. Al ver en la orilla á Friné, gloria de la Grecia, cuya belleza era un orgullo nacional, los peregrinos se detienen y la contemplan volviendo la espalda al templo, que, sobre el fondo de las tostadas monta?as, destaca sus columnatas de mármol; y la hermosa, conmovida por esta procesión del dolor, quiere alegrar su tristeza, lanzar en sus míseros surcos un pu?ado de salud y belleza, y se arranca los velos, haciéndoles la regia limosna de su desnudez. El cuerpo blanco, lu
toner al describir su futuro cuadro, y el amigo
o!.. ?Sublim
r en el desaliento después d
a que levantar un barracón en el mismo límite donde el agua muere en la arena con brillante espejismo, y allí llevar mujeres tras mujeres, cie
e digo que es muy difícil. ?Hay tan
u cabeza con expr
puerta con cierto miedo.-Me parece que Josefina no acepta
ro bajó
epe! ?Si vieses
cir Cotoner.-Mejor dicho, lo
migo, había mucho de egoísmo, el deseo de no perturbar su plácida
l artista debía ser soltero ó casado. Otros, débiles y de indeciso car
na. No renegaba del amor; necesitaba para vivir de la dulce compa?ía de la mujer, pero con intermitencias,
y de mis obras, sin tener que preocuparme de lo que dirá mi gente
ntró el criado de Renovales, un hombrecillo de grandes mejillas rubicundas y
?ora c
estudio. ?Por dónde escapaba?... Renovales le ayudó á buscar su sombrero, su abrigo,
orrió á colocarse ante un viejo espejo veneciano, contemplándose un instante en su