á sus manos una cartita azul, de sobre prolongado, saturad
nía que decirle muchas cosas. Una verdadera carta de amor, que el artista se apre
se mostró
rla cuatro frescas, para acabar de una vez. Si cree que va á jugar
formulaba sus fieros propósitos de hombre de piedra, en e
mpo. Tal vez se ha arrepenti
necer tranquila creyendo que le guardaba enojo por lo de la otra tarde. Y pasaron cerca de dos horas en el gabinete que la servia de despacho, hasta que al caer la tar
ndesa. La caricia protocolaria, y nada más. Cada vez que intentaba ir más allá, rem
o le recibo más á solas!... ?
ermosura, pidiendo noticias de la pobre Josefina, tan buena, tan simpática, interesándose por su salud y anunciando una próxima visita. Y e
la necesidad de verla; se había acostumbrado á los vehemen
ilo hablaba de Monteverde y de sus amores, lo mismo que si el doctor fuese su esposo. Necesitaba confiar á alguien los incidentes de su vida oculta, con esa franqueza imperiosa que arrastra los delincuentes á la confesión. Poco á poco iniciaba al maestro en sus secretos pas
urre con usted. Le quiero como á un hermano. Un herma
ática, muy bonita, pero sin ningún escrúpulo moral. En cuanto á él, insultábase en el bizarro le
ergüenza. ?Bonito papel
a de Alberca, con la cartita perfumada, ó llegaba ésta por el correo interior, destacá
tar el llamativo billete.-?Qué falta de prudencia!...
aba irresistible, imaginábase á la de Alberca loca de
romper con esa se?ora. ?La paz del
e, no he podido dormir esta noche pensando en usted...? y acababa firmando ?su admiradora y buena
etener su insomnio llenaba cuatro pliegos de su menuda letra, dirigidos al buen amigo, con una facilidad de pluma desesperante, hablándole del conde, de lo que decían sus amigas, comunicándole las últimas murmuraciones que circulaban
condesa, recibiéndole ésta en la cama, en su dormitorio cargado de perfum
laba con la incoherencia de un canto de pájaro, como si el silencio nocturno produjese en ella una indigestión de palabras. Se le habían ocurrido grandes ideas: había pensado durante el sue?o una teoría científica completament
ndo de entre las sábanas sus brazos ebúrneos, con una tranquilidad que trastornaba á Renovales, cogía de la vecina mesa unos pliegos garrapateados
su honor. Unas veces que pintase cualquier cosita en el abanico de una se?ora extranjera deseosa de llevarse de Espa?a algo del gran maestro. Se lo había pedido la interesada en una soirée diplomática la noche antes, por conocer su amistad con Renovales. En otras ocasiones le
. Todos creen que yo tengo gran poder sobre el ilustre artista, y me piden, y me ponen en ci
cálido contacto de su boca y el cosquilleo de su barba en la blanca carn
o le recibo más en mi dormitorio. Es usted indigno de confi
ran disgustos de amor, honda pena por la frialdad de Monteverde. Pasaba días enteros sin verla; rehuía los encuentros con ella. ?Ay, los sabios! Hasta había llegado á decirla que las mujeres son un estorbo para los es
ca; es un infierno. No sabe usted la fel
on suspiros infantiles desde el fondo de su lecho. Estaba sola en el mundo; era muy desgraciada. No tenía más amigo que el maestro; era su padre, su hermano; ?á quién si no á él iba á relatar sus penas? Y animándose con el silencio del pintor, el cual acababa por conmoverse ante sus lágrimas, cobraba audacia y formulaba sus deseos. Debía ver á Monteverde, solt
pintor en torno del lecho, los brazos en alto, e
las botas. ?Pero está usted loca, criatura? ?Qué se ha figurado usted?
aban amigos! El maestro era como los otros: en no plegarse á sus deseos se acaba
con una frialdad de reina ofendida. Ya le había conocido; se había enga?ado contando con él.
no quiero? á la u
anta felicidad. (Esto lo decía él con toda su alma, poniendo en su voz temblores de envidia.) ?Qué más deseaba su hermosa déspota? Podía pedir sin miedo. Si e
u triunfo.-Es usted simpático como nadie, p
miento que su caricia despertaba en el pintor. éste sintió que le temblaban las piernas; después, sus brazo
on de protesta.-?Caricia de hermanos, Mariano
las profundidades tortuosas de pasillos y gabinetes y se abrió la puerta, entrando Mary vestida de negro, con alto delantal y rizado gorro, discret
como si la entrada de la doncella interrumpiese su despedida. La
ncias de la condesa, su vil aceptación á servir de intermediario entre ella y el amante, le daban ahora náuseas. Pero aun sentía en la frente el roce del beso; aun percibía aquel ambiente del dormitorio
reía de este cambio en las costumbres de su padre, que se acostaba temprano en otros tiempos, para trabajar de buena ma?ana. Era ella la que, encargada de las co
stás hecho un calaverón. ?
conviene hacer vida de sociedad. En cuanto á llevarla con él... otro día.
, provocando los regocijados coment
e enmara?ado que le daba un aspecto feroz. No quería confundirse por su aspecto con los demás; debía conservar un poco de su exterior de artista, para que la gente no pa
exhibiendo entre el abierto gabán el nítido peto de su uniforme de fiesta. La cándida admiración de los muchachos se imaginaba al gran maestro tronando ante un caballete, salvaje, feroz, intratable como Miguel Angel en el encierro de su estudio. Por e
. ??Farsante, egoísta! No estaba satisfecho de ganar tanto dinero, y ahora hacía el gomoso
re del trabajo y la gloria, lo hacía ahora, próximo á la vejez.? En muchas partes reían ya de él, adivinando su pasión por la de Alberca, aquel amor sin resultados prácticos, que le hacían convivir con ella y Monteverde, tomando aires de med
esa atracción plácida y sin celos que inspira á ciertos hombres el marido de su amante. Sentábanse juntos en los teatros, paseaban en amigable conversación, y el doctor iba muchas tardes al estudio del artista. Desconcerta
perioridad de su renombre, tomaba sobre él una autoridad pat
n de estorbo, para obstruirle á uno su carrera. Usted ha triunfado porque no se dejó dominar por ell
dudando si se burlaba. Sentía tentaciones de aporrearlo, vié
ntimidades. Le confesaba lo que nunca
or es algo así como mi marido y usted es el amante de corazón... No se altere usted... no se mueva, ó
e alteraban toda la casa. Mary corría, con su paso silencioso, de salón en salón, perseguida por el repiqueteo de los timbres; el conde se escurría hacia la calle com
. unas necias que me despellejan apenas las dejo. ?El doctor!... un insubstancial, una veleta loca. Todos esos se?ores de mi tertu
e Renovales, ella con mantón y pa?uelo á la cabeza, él con capa y sombrero gacho. Sería su chulo; ella imitaría el garbo y el taconeo de las mujeres de la calle, y marcharía
alizado. ?Qué locura! Pero
ular lo que digo? Usted, con todos sus pelos y chambergos de artista, e
el brazo del maestro, como si fuesen una modistilla y un empleadillo; acabar la excursión en un merendero; y él la mecería en el verde columpio, mientras ella gritab
a ma?ana y correr los barrios bajos; ir al Rastro, como una pareja recién unida que desea poner ca
con cierta turbación, mordiéndose los labios, hasta que por fin prorr
ed de mí!... Hay día
isparates y sus pasajeros enfados, que aquella otra que le perseguía en su casa, lenta, implacable, silenciosa, apartándose de él con invencible repugnancia, pero siguiéndol
día á los consejos de los médicos. Al principio hablaban éstos de neurastenia: ahora era la diabetes la que aumentaba la debilidad de la enferma. El maestro lamentábase de la pasiva resistencia que
an frente á frente, con muda hostilidad. Su vida nocturna era un tormento; pero ninguno de los dos osaba modificar su existencia. Sus cuerpos no podían abandonar la cama comú
s más famosas con la vida de su carne. Al despertar de pronto y extender sus brazos, tropezaba con el cuerpo de la compa?era, peque?o, rígido, ardiente por el fuego de la calentura ó glacial con un frío de muerte. Adivinaba su insomnio. Pasaba la noche sin cerrar los ojos, pero no se movía, como si todo su vigor se concentrase en algo que contemplaba con fijeza hipnótica en la obscurid
emonio, esparciendo en su imaginació
o del doctor Fausto; todo podía esperarlo si la muerte piadosa venía á ayu
iles de su existencia le impulsaba á aclamarse á todos los poderes sobrehumanos y maravillosos, como si éstos tuvieran el deber ineludible
vimiento la casa, organizando la curación con arreglo á un vasto plan, distribuyendo las medicinas por horas. Después, tranquilo ya, volvía á su tra
y el pintor, al verla, sintió cierta inquietud. Hacía mucho tie
hablando, sin mirar á su marido, con voz lenta y
ngo á hablar
s mejor. Ella moriría pronto y deseaba salir del mund
muy seguro de lo que dice. ?Tapones! ?Morirse! ?Y por qué había de morir? ?Ahora que est
amente.-Moriré y tú quedar
ría de su mujer. Entonces se limitó á levantar los hombros con ademán resignado. No quería discutir; necesitab
úa. Milita se casa
o, se apresuró á hablar de éste. ?Era Soldevilla el candidato? Un buen muchacho y de porvenir. Adoraba
charla del esposo co
hija; bien lo sabes. Basta
tada por ella. El muchacho la había hablado, y seg
ees, Josefina, que estas cosa
otro. Lo que ella desea es libertad, verse lejos de su madre, no vivir en la tristeza de
la frialdad que tenía con el marido, se llevó una m
ferma. Debía pensar en curarse y no en otra cosa. ?á qué estas lágrimas! ?Quería casar á su hija co
le. Pero tranquilidad, ?tapones!... Tenía que trabajar; tenía que salir. Y cuando vió que Josefina abandonaba el estudio par
lo mismo cualquier otro. él no disponía de tiempo para
mo del salón. Cotoner, en plena beatitud digestiva, se esforzaba por arrancar con sus palabras una pálida sonrisa á la se?ora del maestro, que permanecía en
memoria, con avidez juvenil, la lista de las amigas de la casa, grandes se
joven.-Hace mucho tiempo
anturreó entre dientes, fingiéndose distraído: López de Sosa buscó un cuaderno de música
na desde su rincón.-Ya procura tu padre ve
ojos de Josefina estaban fijos en él, pero sin cólera, burlones y crueles. Reflejaban el mismo despreci
ella es para otros. La conozco bien... Todo lo sé. ?Ay! ?Cómo