tiempos influían los astros... El Maestro habla de él al recordar en sus Memorias los a?os de inicia
murmuraba estas palabras con el mentón apoyado en el p
un toldo de lona que dejaba avanzar una faja de sol o la repelía,
endo encerrarse entre los tabiques de acero, permanecían tendidos en los sillones de las cubiertas, bajo la azulada sombra de las lonas, esperando los leves e intermitentes soplos de la brisa sobre el pesc
cía entreabrir algunos ojos, que tornaban a cerrarse apenas se alejaba el paseante importuno. Los gritos de los ni?os en la cubierta alta, jugando insensibles
na tarea asimilatoria. Era el momento-según Maltrana-de la gran pureza. Los que en otras horas del día rondaban por cerca de las faldas, con miradas invitadoras y palabras insinuantes, permanecían tendidos en las cubiertas. Los que a la caída de la tarde par
mbiar una palabra, deseando tranquilidad y olvido. El bienestar animal de la digestión y la atmósfera ardiente rechazaban el amor a segundo término durante unas horas, como algo molesto e intolerabl
cía veinticuatro horas que se conocían, y Fernando la hablaba con absoluta confianza, libre de los retrocesos que inspira la timidez, como si un largo trato de a?os hubiese desgastado entre ellos todas la
n el salón, olvidados de la gente, que había afluido a los costados del buque. Mina cantaba a media voz, súbitamente ruborosa al pensar que Fernando estaba de pie detrás de ella, dejando caer su mirada sobre su nuca y sus espaldas. Se avergonzaba tal vez, con súbita coquetería, al verse mal trajeada y sin
liano, un italiano lento, titubeante, recuerdo de una época cercana en la cronología de su existencia, pero remota, muy remota, en sus recue
olocarse entre sus rodillas. Abría sus ojos, asombrado por el lenguaje incomprensible que se cruzaba entre los dos, y de vez en cuando, con la tenacidad vanidosa de
on una franqueza varonil, cual si fuese un camarada, sonriendo a todas sus palabras sin saber por qué. Fijábanse sus pupilas en las pupilas de él resueltamente, como si quisiera sondearlas c
flor marchita?... Ojeda recordaba ciertos muebles antiguos, de dorados borrosos y nácares opacos, que al abrir sus cajones esparcen un perfume sutil de alma olvidada. Pensaba también en los salones viejos y polvorientos, que guardan entre las grietas de sus muros j
s mejillas dos tristes oquedades obscuras, que tal vez habían sido antes graciosos hoyuelos. Una consunción interna había devorado las morbideces que suavizan con armonioso almohadillado el cuerpo femenil; pero esta consunción era irregular, fragmentaria, ensa?ándose en unas partes del organismo y olvidando otras, dejando i
ba Leonardo. La decadencia física se había detenido piadosa ante la bella expresión de sus labios, encorvados hacia arriba como una luna en creciente. Sus párpados, algo marchitos, filtraban al encontrarse una luz transfiguradora semejante a la del sol sobre las ruinas, que dora el moho de las piedras negruzcas y da alegrías de jardín a las plantas par
tó a su esposo, aprovechando una rápida salida de éste, que iba a su camarote en busca de tabaco, abandon
desean saber quién es el vecino, Maltrana había hablado del talento poético de su compa?ero, y esto bastó para que lo designasen por antonomasia con el título de ?el poeta?. Algunos alemanes, dispuestos a reconocer y acatar todas la
antiguo germano, con los extremos caídos; se echaba atrás, con aire de inspirado, la luenga cabellera rubia, en la que apuntaban las canas. Pero sus ojos macilentos, de córneas ligeramente inflamadas, los manchurrones rojizos y malsanos de su rostro, cierta timidez al verse en presencia de alguien que por su superioridad le hacía recordar el pasado co
usca del nuevo amigo, acogiendo como un gatito manso la caricia de sus manos en la flácida cabellera. El sue?o acabó por rendirle, y Mina lo llevó a su camarote, despidiéndose de Fernando con visible contrariedad. Pero a los po
jarse en las miradas curiosas de algunos paseantes que parecían tomar nota del repentino acercamiento de dos personas que hasta entonces nadie había visto junta
bre el cuello azul de su blusa marinera. Este vínculo de aproximación hizo que los dos se abordasen sonrientes, con la mano tendida, continuando la conversación de la noche anterior. Y una vez terminado el almuerzo, Karl se había encaramado por una de l
a Fernando-. ?Los milagros del encierro común! En tierra
llevado, tímida y orgullosa a la vez. La noche anterior se había acercado Isidro a él cuando estaba hablando con Mina. Debía recordarle que era uno de los presidentes del comité organizador de las fiestas, y los se?o
as se?oritas que preparaban su ?número?. Otros pianos no menos balbuceantes y expuestos a error contestaban desde los extremos de la cubierta, en la sala de los ni?os y en los camarotes de gran lujo. Voces aflautadas y tímidas vocalizaban romanzas sentimentales, canciones napolitanas, y se interrumpían para decir: ??Viniendo artistas a bordo! ?qué at
bate de las barbas, que hacían el viaje para divertir al público. él se había embarcado con otros propósitos... Por cortesía, los invitantes se dirigieron también a Mina, recordando que la habían visto sentada al piano. Podía ?llenar un número?. Pero ella se negó ruborizada, alegando qu
n erizado de púas. Y en este resurgimiento contemplábala Ojeda cada día con mayor interés. Iba revelando su pasado fragmentariamente, con titubeos de modestia, cual si temiese fatigar la cu
rsonajes?. Wagner poeta, creador de héroes épicos, intérprete de conflictos humanos, le inspiraba tanta adoración como Wagner músico. Durante mucho tiempo, por un fenómeno de artística adaptación, había creído ser Brunilda. Su verdadera personalidad era la de la hija de Wotan. Sólo vivía de noche, a la luz de las baterías escénicas, acompa?ada en sus pasos y lamentos por la música misteriosa que surgía del abismo orquestal. El pecho enc
a realidad, cortina enga?adora que oculta a nuestros ojos la suprema belleza para que nos resignemos a la penumbra de una e
r el fuego con un muro rojo de ondeantes almenas. Cantaba con la alegría de un pájaro que saluda al día y al amor cuando la despertaba Sigfrido, el gran ni?o sin miedo y sin prudenc
rema lo pla?e y disculpa sus faltas. La gran verdad, resumen de todas las experiencias de la vida, la verdad que buscamos a tientas y desechamos muchas veces al encontrarla; la que sólo reconocemos en el último momento, cuando ya es imposible recomenzar y los errores no tienen remedio, salía de su boca llorosa: ?Renuncio a mi divina ciencia y se
aro muerto en la campa?a de Francia-, la joven se había visto diversas veces solicitada en matrimonio. Un millonario de la América del Norte quiso casarse con esta al
an contra su gloria, hasta que conoció el amor en la persona del maestro Eichelberger. Tal vez no fue amor: tal vez fue lástima. Las mujeres sienten desarrollarse en su pecho el sentimiento de la maternidad
. Algunas de sus romanzas empezaban a ser populares en Alemania; una sinfonía suya había sido aplaudida en los conciertos de Berlín. Trabajaba poco, su vida era borrascosa, y yo pensé
a la carrera de cantante como un oficio, pero que supo facilitar la producción creadora de su esposo defend
evo Wagner que empezaba a surgir de la obscuridad. Y así se inició lo que no fue nunca amor, sino un gran sacri
egaba borracho a estas entrevistas, completamente borracho. ?Esta semejanza más!... También Wagner, a los veinte a?os, cuando era simple director de orquesta de Magdeburgo y no tenía otras obras que Las hadas y la sinfonía de Cristóbal Colón, había llegado beodo una noche a la habitación de Mina Planer. Y la consecuencia de esta embriaguez de Wagner fue su matrimonio con una mujer que no creía mucho en su talento, pero supo
nte, como si quisiera arrancarse un recuerdo tenaz para arrojarlo al Océano... ?Los crueles enga?os del arte! ?Las intermitencias d
e llevarles a la ópera. Y cuando van a ella, el fracaso más desolador acompa?a su intento. Saben cantar bien una romanza, pero no pueden con una ópera entera. Al final del primer acto se enronquecen; al segundo, han
siones con fragmentos poéticos o cortos relatos y jamás pueden escribir un libro. Mina decía bien: no bastaba cantar la dulce romancita, breve como un suspiro; ha
las obras de su juventud. Dio con éstas ?todo lo qu
l consuelo de la ignorancia, no podía enga?arse como otras mujeres que creen ciegamente hasta el último instante en el talento de sus maridos y atribuyen su desgracia a injusticias de
nes más difíciles de su profesión. Ocupaba muchas veces estando ebrio el atril de director. Los teatros empezaban a rehusar sus ofrecimientos. Su nombre no inspiraba confianza: antes bien, era acogido con risas ultrajantes. Quejábanse los artistas de sus cambios de hum
la resignada, con mudos gestos de desesperación; él embrutecido por la amargura del fracaso. Tal vez sus disputas habían terminado con golpes; tal vez al entrar en la ca
de esta parte de su vida, como si quisiera s
; un egoísta que se refugia en la bebida y sólo a ratos se da cuenta del da?o que me ha hecho... Yo perdí la voz, me marchité siendo aún joven, y tuve valor para huir del teatro antes de alegrar a las compa?eras con una ruina total. él... ya lo ve usted: al frente de una compa?ía de opereta, marc
s que un vago recuerdo para los entusiastas que guardaban memoria d
... Y a mí no se me ocurrió decir una palabra que desvaneciese el error. La Schamale (mi nombre de teatro) está bien muerta; muerta para el público que tanto la aplaudió, muerta para ella misma, que no q
en la última cubierta del buque, miran
uestra suerte como antiguamente influían los astro
rizonte y su base incierta y temblona en un costado del buque. Las cumbres de las peque?as ondulaciones palpitaban erizadas de fulgores co
díase a sus pies un tercio del buque, toda la sección de proa, el hocico férreo que iba arando con tenacidad infatigable los campos oceá
ación del viajero que contempla a un p
a gran plaza del combés estaba oculta bajo un toldo de lona, y de esta tienda surgía el palo trinquete, un gran mástil de acero amarillo y hueco, semejante a un alminar, en torno del cual se alineaban los brazos de descarga, cirios gigantescos atados en haz alrededor de la cofa. Y de esta cofa a las bordas, se tendían en ángulo los cordajes de acero, las escalas para la marinería, todas las lianas férreas que la construcción naval hace crecer
os y apenas eran sensibles en el resto de la gigantesca construcción. Las espumas, luego de elevarse junto a la proa formando dos surtidores de leche pulverizada, resbalaban por los costados en grandes redondeles semejantes a los anillos de luz sideral. Corrían de proa a popa las aguas removidas, dos ríos verdes, a
o el que venía corriendo a su encuentro en gigantescos repliegues que se empujaban unos a otros. Los ojos abarcaban un anfiteatro azul, inmenso, monótono, que borraba la noción d
de los jugadores. Cada vez que uno de ellos venía a colocarse sobre un buen número del cuadro trazado en el suelo,
entase la necesidad de ser protegido, huía y se pegaba a las faldas de su madre, que, atenta a la conversación, no hacía caso de sus l
hacía revivir los recuerdos más tristes de su vida, a?os de pobreza desesperada, de humillaciones
n que había trastornado su existencia. Mina se lanzaba a esta aventura por su hijo, por el porvenir del peque?o Karl, único vínculo que la unía a la existencia. ?Qué podía
míos y los de las otras que son felices... Las desgraciadas cargamos con nuestra edad y las edades de las que siendo dichosas prolon
o. Sus ojos iban hacia Karl con la expresión amorosa y triste de una artista que contempla su obra, fruto de penal
con que miraba la cabeza voluminosa de Karl. El ni?o tenía un aspe
madres nos creemos todas predestinadas a dar prodigios al mundo. Dice cosas superiores a su edad. ?Y ese gesto grave, como si le bullesen en la cabeza pensamientos que no acierta a
terminasen los compromisos con el empresario, se establecerían en Buenos Aires o en otra ciudad. Ella y su marido darían lecciones de canto. Karl podía emprender una de las muchas carreras prácticas que enriquecen a los ciudadanos de los países jóvenes. Todo menos volver al país de origen, tierra de lágrimas que le hacía recordar las noches frías junto al fuego mortecino, con el hijo en los brazos, esperando hasta altas horas el paso titubeante del maestro y sus balbuceos de beodo; los embargos afrentosos; las groserías de los a
hachos, abandonando su juego, estaban abajo en el comedor. Mina se despidió de su amigo, y los extremos de sus ojos y su
. ?Qué dirá esa norteamericana tan hermosa y tan elegante al ver que le robo su conversación?... Pero conmigo no
igua coquetería de artista festejada y admirada por la muchedumbre s
er sido!-pensó Fernando-?
de la mano a su hijo, él la si
yados los dos en la baranda, frente al mar. La soledad del Atlántico traía a su memoria el recuerdo d
; pero ya sabe usted que en mi tierra nos queda la fea costumbre de llamar ?gallegos? a todos los espa?oles. Era de cerca de Burgos, y yo he hecho en dos automóviles, con toda mi familia, el viaje de París a Madrid sólo por ver el pueblo de donde procedemos. Y les dije a los míos: ?Miren, ni?os, y aprendan; de aquí salieron los abuelos de ust
frágiles y audaces carabelas. Los espejismos del oro y el espíritu de aventura desarrollado por siete siglos de guerra con el sarraceno empujaban a los audaces. Salían a descubrir peque?as flotas autorizadas por los reyes, pero eran más las expediciones clandestinas, muchas de las cuales quedar
libros de caballerías se metían en el primer barco misterioso que encontraban en una costa desierta. Escribanos de Andalucía abandonaban sus protocolos para transformarse en descubridores; mercaderes amagados de ruina huían de la lonja para comprar un barco con el resto de su fortuna y lan
mpre al interior, más allá de las monta?as que parecían tocar el cielo, y de las ciénagas temblorosas, inmensos mares de hierbajos acuáticos. Pero de los rescates con estas gentes cobrizas,
pueblos que luego fueron célebres por sus riquezas se veían al regreso amenazados de pasar de la carabela a la cárcel. Los reyes tenían que intervenir con piadosas cédulas para amansar a los prestamistas, proponiendo arreglos. Nautas obscuros, huyendo de los rumbos del Almirante, p
haber visto algo extraordinario y traer muestras maravillosas. Y los que no volvían estaban en el fondo del Atlántico encerrados en el ataúd de su carabela, que se petrificaba lentamente cubriéndose de moluscos, mientras en sus rotos mástiles ondeaban como verdes gallardetes las algas de la profundi
de carabela, pobres y tristes, que no sacaron el menor provecho de sus empresas y abrieron el camino a los conquistadores fér
apellido al hablar de aquel varón fuerte,
Aquiles en la Ilíada o el Cid en el Rom
eyes estaban en Sevilla, apoyaba un pie en la base de la torre de la iglesia Mayor-la famosa Giralda-, y arrojando una naranja a lo alto, la hacía llegar hasta las campanas. En otra ocasión, siguiendo a la reina Isabel en una visita al último piso de la misma torre, vio un madero
s todo a la vez. El Almirante, que conocía las haza?as de este mozo y sus méritos de hombre de espada, se lo llevó en el segundo viaje para las peleas de tierra adentro, pues él
salvaje con buenas palabras, le enga?aba, sacándolo de entre los suyos, y le ponía por sorpresa unas esposas en las manos. Luego montaba en el arzón de su caballo al indio gigantesco, como un galán que roba a su dama, y en un galope de leguas y leguas llevábalo hasta el campo espa?ol. Tan maravillosamente audaz resultaba este rapto, que el mismo Caonabo, en su nobleza de guerrero primitivo, despreciaba al Almirante por haber ordenado tal vileza sin a
imientos, apoyado pecuniariamente por los mercaderes de Sevilla, que hacían crédito a su valor. Uno de los Pinzones, Juan de la Cosa, el más experto de los pilotos, Amé
mante, guía e intérprete. Los aventureros jóvenes encontraban casi siempre entre las mancebas cobrizas ofrecidas por los azares de su existencia alguna que se apoderaba de su corazón y vivía compartiendo sus
ablecidos en Santo Domingo, y olvidado de Espa?a, fue un continuo batallar. Su ciudad de San Sebastián, mísera ranchería de pa
ba?, que hinchaban el cuerpo del herido con negruzca y mortal tumefacción. Los víveres del país-el pan de cazabe, los frutos de la selva,
de hierba?, que convirtieron su cuerpo a las pocas horas en una masa de negra putrefacción. En los míseros bohíos del pueblo gemían los con
ombatiendo de rodillas, cubriéndose con el escudo. La peque?ez de su cuerpo ágil y escurridizo le servía tanto como la fuerza de sus brazos, y de todas las peleas salía incólume, ?sin que le sacasen sangre?. Los in
tósigo. Entonces se mostró con bárbara grandeza el coraje de aquel hombre. Hizo que calentasen en una hoguera el peto y el espaldar de una coraza, y cuando las dos planchas de acero estuvieron al rojo blanco, ordenó que se las aplicasen al mismo herido con unas tenazas. Negábase el cirujano a esta horrible curación, pero él le amenazó c
para vender víveres a los sitiados. Ojeda, convaleciente de su herida, se embarcó con ellos para solicitar auxilios del gobernador de Santo Domingo. Pero antes de abandonar a su mísera gente quiso darla un capitán, y fijó su elección en un mozo extreme?o llegado p
consejo, por la experiencia que había adquirido en las cosas de la navegación, y le sacaban de su encierro para que dirigiese la nave. Acabaron por abandonar ésta en las costas de Cuba, y marcharon después meses y meses por la isla todavía inexplorada, deseosos de aproximarse a Santo Domingo, pero sin saber ciertamente adónde iban, sumiéndose en ciénagas, combatiendo a los indígenas o transigiendo con ellos, atormentados por el hambre, que mataba a muchos. En esta marcha desesperada, el cautivo Ojeda se veía elevado por sus
don Alonso se vio envuelto en procesos que amargaron sus últimos tiempos. La gobernación de Urabá, que le había dado el rey, ya no existía. La mayor parte de sus
tre la bohemia juvenil de capa y espada que llegaba de la Península so?ando con la conquista de tesoros y reinos. Se organizaban nuevas expediciones. Pizarro ponía
canas y sus méritos. Desde la isla metrópoli tomaban vuelo, lanzándose lo mismo que pájaros de presa sobre distintas partes de las Indias misteriosas con mayor éxito que don Alonso, desgraciado como todo precursor. Los únicos que se acordaban de él eran
su soberbia y demás pecados. Otros niegan que fuese fraile, y dicen que la pobreza le hizo refugiarse en el monasterio de Santo Domingo, como un parásito, viviendo de la sopa de la comunidad... El hambre fue el único miedo del héroe. Le habían predicho que moriría de inanición, y en sus expediciones
r Zurita con viva curiosidad-. Es
tesoros portentosos que había prometido, sentía crecer la indiferencia en torno de su persona. Méndez fue el discípulo fiel que acompa?a siempre a los grandes hombres en su agonía. Las últimas cartas del Almirante lo elogian y lo recomiendan a la gratitud de sus descendientes, que jamás hicie
go Méndez el que bajaba a tierra para adquirir noticias y acopiar víveres. Completamente solo, metíase entre las tribus de
fundó el primer pueblo del continente, anterior en algunos a?os al de Ojeda; pero esta población a orillas del río Belén o Yebra, que gobernaba con el título de Factor, tenía que defenderse día y noche de los ataques de los indios. Con veinte hombres armados de espadas y rodelas y dos peque?os ca?ones de los que llamaban ?de fruslera?-metal procedente de las roeduras de piezas de azófar-, hizo
el Almirante reembarcó a Méndez con su gente e h
las chozas indianas. Al tocar tierra, Diego Méndez, contador de la flota, había repartido el último racionamiento de bizcocho y de vino. Nada qu
r la presencia de su peque?o Fernando, no sabía qué hacer. ??Hijo!, ?hijo!?, exclamaba, implorando el consejo de Méndez. Y el mozo, sin miedo y sin pereza, tirando de la espada, metíase tierra adentro con sólo tres hombres, yendo de tribu en tribu a la compra de víveres, que pagaba con cuentas azules, peines
Almirante con besos y grandes transportes de alegría. Sólo los dos se daban cuenta de la peligrosa situación. Los indios, que cazaban y pescaban por sus tratos con Méndez, traían víveres al campame
aría los peligros de un golfo impetuoso de cuarenta leguas entre dos islas donde tantas naos de descubridores se habían perdido, teniendo que luchar además con la furia de las
ndo rasa, montó un mástil con su vela y metió los mantenimientos necesarios para él, otro cristiano y seis indios, pues la canoa sólo podía cargar ocho personas. Despidiós
ntras jugaban su vida a la pelota pudo escaparse, y volvió otra vez al campamento, tras una ausencia de quince días, cuando Colón le creía muerto o en Santo Domingo. Persistiendo en su propósito, pidió una escolta que le acompa?ase al cabo de la isla, para poder esperar con seguridad una ocasión de
n los golpes de mar. Todavía navegó ciento treinta leguas por las costas de la Espa?ola en la frágil embarcación, hasta dar con el Comendador Ovando, que era el gobernador, y presentarle las peticiones de auxilio del Almirante. Después hubo de esperar varios meses en Santo Domingo a que volviesen naves de Espa?a, pues en más de un a?o no se había acercado buque alguno. Al
Santo Domingo, pero se lo dio a un pariente suyo. El valeroso hidalgo vivió muchos a?os, muchos; llegó a alcanzar el gobierno de don Luis, el nieto de Colón, y su madre la virreina gobernadora... A la hora de la muerte, al redactar en Valladolid su heroico
honrado caballero Diego Méndez, que sirvió mucho a la Corona Real de Espa?a en el descubrimiento y conquista de las Indias...?. Y con la gravedad de un gran se?or que dispone los cuarteles y demás adornos heráldicos de su tumba, describió el
o con los grandes bienes que poseía en las Indias. El pobre Méndez, sin una casa ?donde morar sin alquiler?, no quiso ser menos que su antiguo jefe e instituyó u
de la Paz, la filosofía moral de Aristóteles y las obras de Erasmo, el autor de moda en aquel entonces... Esto prueba que los conquistadores
ombres!-murmuró con admi
Europa, eran negocios de reyes, pleitos hereditarios en los que tomaba parte la nación por obediencia, sin iniciativa alguna, acompa?ada muchas veces de otros pueblos. El tercio castellano era, como la legión romana, un núcleo de combate rodeado de enjambres de tropas auxili
as empresas de descubierta fue dinero popular. Los reyes sólo dieron subsidios para los primeros viajes. Luego, la iniciativa
icias de una tierra nueva encontraba siempre un cura poseedor de ahorros, un escribano ávido, un hidalgo capaz de vender sus terru?os, que se asociaban con él para la aventu
onsignaban las condiciones de la empresa en solemnes capitulaciones notariales; otras, los héroes que no sabían firmar hacían decir una misa, y en el momento de la consagración tiraban de sus espadas, y con la otra mano sobre la hostia, juraban mantenerse fieles a sus pactopitalistas o las exigencias de los acreedores. Hernán Cortés, en su viaje para la conquista de Méjico, había tenido que h
on dulzura en el trato de los indígenas. Por esto los primeros navegantes, cada vez que al abordar a una isla o una costa de tierra firme eran recibidos por los indios con flechazos y pedradas, antes de tomar la ofensiva llamaban al
as carabelas, buques ligeros de rápido andar y escaso calado, que no tenían espacio para la carga ni el pasaje, sólo habían servido en las primeras navegaciones de exploración. Al poco tiempo de ser descubiertas l
s naos del descubrimiento iban montadas sólo por hombres. Luego, los galeones de la colonización llevaban mujeres y ni?os, familias en masa que se trasladaban al Nuevo Mundo, y cuando creían ver sus costas eran tragadas po
sta ante el morro chato del galeón. Otras veces creían hallarse junto a las Indias, y una estima más exacta de las leguas corridas les hacía ver con terror que estaban aún en mitad del camino, con las provisiones ago
l testigo azul mudo e inmenso! ?Los naufragios q
hombre de espada, el primero de todos en presencia de una nave hostil o de una costa abordable; pero en pleno mar obedecía, lo mismo que los demás, al grave piloto, agor
ada, medio desnuda y famélica, en antigua relación con toda clase de parásitos. Al cerrar la noche se apagaban en el buque fuegos y luces, por miedo al incendio. Quedaban fríos hasta la ma?ana siguiente los hornillos de la cocina. N
e molía-dejaba pasar-su contenido en media hora. Así medían el tiempo en la obscur
hora en que
ría que
que lo
rda es
olleta
haremos, si
eta, o sea cada media hora, uno de los pajes
es la
s la qu
sada y en
rá si Di
sa que buen
; alerta, b
ban con un grito o un gru?ido pa
s astros que brillaban entre el cordaje y las velas negras. A media noche, cuando todos sentían cerrarse sus ojos e iban en busca de las hamacas y
rte. Al cuarto, al cuarto en buena hora de la guardi
salve ?y otras prosas?, como decía Colón en su diario. Se improvisaba un alta
odos?-pregunta
sotros-respondía
ruza el maestre a
e di
n viaje
e di
n viaje
rvientes y ni?os, entonaban la salve en la tarde moribunda, mientras el sol te?ía de
Un paje que hacía funciones de monacillo al lado
una Av
vío y la
ida-contestab
rezo, el maestre saludaba
y que Dios nos d
l piloto Carre?o, un argonauta osado y blasfemador, enemigo de Dios y de los santos. A pesar del ambiente diabólico que rodeaba su nombre, las tripulaciones
iba tripulada por una legión de demonios disfrazados de marineros, que le habían ofrecido sus servicios. La travesía se efectuó en un continuo huracán. Pasajeros y soldados no podían tenerse de pie sobre e
velas del trinquete y de la mesana. Y cuando mandaba ?Iza?, ellos amainaban. Pero los diablos resultan inocentes siempre que tienen que vérselas con la malicia del hombre: su destino es ser enga?ados a la larga por el pecador, y el hábil Carr
s emigradoras se sustentaban con las provisiones que habían hecho antes de embarcar. El fogón de la nave era llamado ?la isla de las ollas? por su gran número, pues cada grupo cuida
capitán y maestre y buena compa?a. ?Viva, viva el rey de Castilla por mar y por tierra! Y quien le diere guerra, que
; los viernes y vigilias, habas guisadas con agua y sal; y en las fiestas recias, abadejo, que era plato de gran lujo. Quedaban los más
que volvían a refugiarse en las rendijas de las naos; se ce?ían la espada. En cuanto a las pobres damas, macilentas por el mareo y las privaciones, transfigurábanse al llegar a las nuevas tierras. Deshacían los cadejos de sus gre?as
de la gloria, pero también de la miseria. Después de largas campa?as en Flandes o en Italia, tenía asegurada una espera no menos luenga en las antesalas de los palacios, con el memorial en las rodillas, solicitando una recompensa de criado por los p
, convertíanse al otro lado del Océano en magníficos se?ores que destronaban emperadores, colocaban otros en su lugar, o concluían por sentarse en el trono. Algunos, a la hora en que sus madres, vistiendo zagalejos de roja bayeta, daban de comer a las gallinas en sus corrales d
ue encontraba Don Quijote en sus correrías, con una vieja espada al hombro a guisa de bordón de peregrino y pendiente de ella el hato de ropa con toda su fortuna: unas calzas nuevas, los gregüescos, dos camisas, un rosario, unos naipes gastados, lo más preciso para llegar a virrey o a marqués de título sonoro y exótico al otro lado del mar. Y de todo
la muerte. Embarcábanse a?os después los de ?la tercera hornada?, los conquistadores de reinos y fundadores de ciudades, que,
n una realidad algunos a?os más tarde. Preocupados con sus guerras y negocios de Europa, miraban indiferen
rar los que tenían voluntad y coraje. Las Indias representaban, según Cervantes, ?el refugio y el amparo de todos los desesperados de Espa?a?; y como la desesperación era el estado natural de los espa?oles de entonces, de aquí que el libro debió tener una segunda parte, verídica y lógica, relatando cómo el aventurero de Indias se quedaba allá para siempre; y los aventureros de It
costó a Espa?a treinta millones de hombres la colonización del Nuevo Mundo. Seguramente exageran; pero hay que pensar que esa magna colonización desde la mitad de los actuales Estados Unidos al paso de Magallanes la acome
por cualquier piloto costero que se prestaba a dirigir la expedición. Las administraciones de entonces no conocían la estadística. Además, eran frecuentes los viajes
Venezuela. El día era bonancible, el mar liso y tranquilo; pero el galeón estaba tan desencuadernado y podrido, qu
de seguir una de las seis carreras de los hidalgos de entonces. Pero ocurrían con mucha frecuencia estos naufragios por imprevisión o
había costado a Espa?a su gran empresa de Ul
n empresas absurdas. Tal vez sea esto cierto, pero en parte nada más. Naciones hubo entonces tan fanáticas como la nuestra, y sin embargo no se vieron en peligro de muerte... La causa principal de nuestra decadencia, o más bien dicho, de nuestra
s, grandotes, robustos, sonrientes con la confianza de la salud. Sufren todas las enfermedades y no tienen ninguna: su única dolencia cierta es la
na de cachorros que están al otro lado del mar viviendo por cuenta propia, unos adelantados y cultos,
?adiendo una opinión suya. El mal de Espa
antagonismos, pudieron descansar en la paz. Este reposo les ha servido para solidificarse, engrandecerse y adquirir nuevas fuerzas. Espa?a no; Espa?a no conoció el descanso. Durante siete siglos hierve con el burbujeo de las luchas de raza y los antagonismos religios
absurdo, el más extraordinario, atrevido e insolente que consigna la Historia. Una nación relativamente peque?a, mal situada en un extremo del mundo viejo, y que además pretendía unificarse expulsando a los espa?o
vasija, para perderse sin utilidad alguna, hasta que acabó por apagar la lumbre. Y cuando la olla descansaba al fin, enfriándose, sólo tenía en su interior l
glo o dos entre la constitución nacional y nuestras grandes empresas!... Pero estiramos la pierna más allá
ita protestó
o queda la América, todas las repúblicas que hablan espa?ol, y que más allá de s
las Indias. Viajando por diversas repúblicas del Nuevo Mundo en sus tiempos de diplomático, habí
pa y espada de las comedias de Calderón. Luego, al saltar a otro país de cocoteros y bosques enmara?ados, con ríos como mares, llanuras de infernal ardor, volcanes de cima humeante y lagos suspendidos entre cordilleras vecinas a las nubes, volvía a encontrar vestido de blanco, con el sombrero de paja en la mano, el mismo hidalgo cortés y ceremonioso; la dama de breve pie y ojos andaluces, discreta, juguetona y devota como una t
raciosa y devota que imita las últimas novedades de la elegancia exterior, pero guarda el alma de sus abuelas; en el caudillo aventurero que renueva al otro lado del Océano los romance
stas del Atlántico y el Pacífico, o acopladas en las laderas de los Andes como los nidos de los cóndores, existían miles de ciudades unificadas por el idioma, las costumbres y un concepto peculiar del honor. Ochenta millones de
de América. El castellano era el tercer idioma mundial gracias a su difu
oco despilfarro de otros tiempos no se
tieron. No, no
egasen a fundar ciudades que están a más de dos mil metros de altura, en las que se respira con dificultad, y ciudades al nivel del mar, bajo el Ecuador, en un ambiente de infierno. Sólo un pueblo sobrio y de vida dura como el espa?ol podía acometer la
ión del que oye hablar de algo que
dio siglo. Espa?a era una madrastra cruel y los espa?oles unos ?gallegos? brutos, que sólo habían sabido esclavizarnos y explotarnos... Y esto nos lo ense?aban en idioma espa?ol, y además, el maestro y los discípulos llevábamos todos apellidos espa?oles. Hablábamos de los ?gallegos? como de un pueblo bárbaro que hubiese conquistado nuestro país cuando ya estaba constituido y en plena civilización, retrasando su pro
tor, como si le moles
is ideas, para echar a patadas del país a una banda de extranjeros explotadores... Al viajar por el interior de mi tierra, vi claro; me di cuenta de los sufrimientos y trabajos de aquellos hombres que fueron extendiend
uando había colonizado tierras vírgenes
hoy salva el ferrocarril en dos o tres días. Cuando querían remontar el Paraná, yendo de Buenos Aires a la Asunción a remo y a vela por las revueltas del río, les costaba este viaje tres veces más tiempo que para ir a Espa?a. Naves de la Península llegaban muy de tarde en tarde, si es que no naufragaban. Y a pesar de tantos obstáculos, nuestros ascendientes fundaron los núcleos de las ciudades que ahora tenemos, crearon las primeras ganaderías
Nadie sabe quién inventó el pan y quién tejió la primera tela. Ningún pueblo les ha levantado estatuas. Y crean ustedes que los inventores del
los que trabajaron en los profundos cimientos. La admiración es toda para los adornos y ?firuletes? de la fachada... Y quien asentó nuestros cimientos y levantó la parte sólida de nuestro palacio, fue
nto más grandioso y solemne lo deseen, más tendrán que bajar en b
trajeron ellos también. La galleta que me llevo a la boca procede del trigo que ellos sembraron los primeros?. Y no podía moverme en mi pobreza sin encontrar que las pocas comodidades que me rodeaban las debía a los atrevidos espa?oles que avanzaron y murieron en el desierto para que un día pudiese yo avanzar a mi vez. Y me preguntaba: ?Pero ?qué había aquí antes de que ellos llegasen? ?Qué c
chaba pensativo
evar al Nuevo Mundo cada uno de esos productos destinados a
endían una a una sus prendas de ropa a cambio de algunos vasos de líquido terroso y recalentado, y llegaban desnudos al término del viaje. Y en medio de esta sed rabiosa, había que economizar líquido para dar de beber al caballo, al toro procreador, a la vaca de vientre, al naranjo en maceta, al olivo de plantel, a todas las novedades a
o a América todo lo que
e dar en aquellos tiempos... Pero nosotros, legítimos descendientes de los espa?oles, hemos her
laterra hasta en sue?os. ése hace responsable a la madre patria de todo lo de América: de la seq
l espa?ol, que se cree defraudado por ser de su país y habla contra él a todas
a esa civilización?... En la antigua América espa?ola, los pueblos más adelantados son ahora aquellos que tienen menos indios. En los Estados Unidos quedan tan pocos, que los ense?a
dicado a matar al indio, a suprimirlo con una crueldad más fría y razonada que la de los virreyes y gobernadores, a organizar el exterminio metódico y el reparto de los ni?os, para que no quedase ni simiente... Nietos de gallegos y vascongados han cantado los intentos de rebelión de los indios contra la
terra, con su virtud protestante y su lagrimeo bíblico, ha borrado del planeta razas enteras. Espa?a no pudo hacerlo. Tenía que poblar un hemisferio, le faltaba gente para tanta extensión, y hubo de transigir con los naturales. Además, hay que tener en cuenta el espíritu devoto y la perniciosa facilidad del espa?ol para e
casaba con la madre de sus hijos, y a veces la manceba india, por obra de las haza?as de su marido
onas. Además, vivieron mucho tiempo concentrados en las costas, dejando el resto del país a los salvajes, avanzando lentamente, con paso seguro, hasta que, casi en nuestra época, de un solo golpe se desbordaron por la enorme extensión, decididos a acabar con el indio, refractario a la cultura; y el indio acabó... Espa?a, desde el primer momento quiso verlo todo, explorarl
indio. Cuando veo una nación donde la gente es blanca en su mayoría, me digo: ?éstos trabajarán en paz, y seguramente irán lejos.? Cuando veo por todas partes caras cobrizas y pelos d
n al oír las últimas
bre, pero apenas cobran una semana, desaparecen para ir a emborracharse y le dejan a usted plantado. ?Cómo llevar adelante una empresa con tales auxiliares!... Más de una vez he envidiado a los conquistadores, que, con arreglo a las costumbres de su época, podían dirigir palo en mano a unas gentes incapaces de un trabajo serio y continuo. Sólo el que ha co
de los ?grandes crímene
curiosa la injusticia del mundo con los conquistadores de América!... Algunos los describen como monstruos excepcionales de maldad, algo de que no hay ejemplo en la Historia; y un siglo después que ellos realizasen
os espa?oles, mineros enviados de la Península, que sufrían tanto o más que ellos... Siempre tendrá la humanidad que realizar, para vivir, pesados trabajos, abrumadoras funciones. Hoy, después de tanta civilización, centenares de miles de blancos sufren igualmente en las minas, y es injusta esa sensiblería que
la historia de América. Su mismo título (con menosprecio de Colón) se lo dio un librero de la frontera francesa, el editor de las cartas de Amé
por todos los medios a los espa?oles les que gobernaban su país. Pero esta obra apasionada fue indigna de la credulidad que le dispensó la ignorancia general. Las afirmaciones del editor Bry, que jamás estuvo en las Indias, que imprimió todo cuanto le ofrecían siempre que fuese con
La suerte de ciertas tonterías! Muy pocos conocen lo que fue el descubrimiento ni tienen una idea aprox
s del siglo xviii protestaron de la exageración de esas invenciones, pero su voz no tuvo eco. Luego, al iniciarse la Independencia, los revolucionarios americanos adoptaron como suyas muc
la preponderancia espa?ola, llovieron volúmenes hablando de las grandes crueldades sufridas por los indios. Rousseau puso de moda el hombre primitivo, libre en plena Naturaleza, y los indígenas americanos fueron el tipo perfecto de
la autoridad colonial, torpe y formulista, pero a la vez tolerante y floja, bien podían ser envidiados por los campesinos de Europa, que vivían con mayor miseria, y especialmente po
reinaba sobre el mundo y Atala era el libro sublime. ??Triste Chactas!?, cantaban con voz llorosa acompa?adas de arpa o de guitarra todas las damas de
l rey, formando en los ejércitos monárquicos, donde por cada soldado peninsular había cuarenta o cincuenta de color. Y terminada la revolución, al verse vencedores los enemigos de la tiranía, se dieron buena pri
una iglesia la pila de agua bendita para que mojase con más comodidad sus dedos una dama de baja estatura. Todo espa?ol era soldado. Las continuas algaradas, cabalgadas y rebatos en los límites de los reinos musulmanes y cristianos obligaban al labriego a arar la tierra con las armas prontas. Una operación agrícola costaba muchas ve
?os de la espinosa vegetación, el acecho de los indios, la acometida de las fieras los tormentos del hambre y de la sed. Algunos que desembarcaron en Méjico acababan por establecerse en los confines de la Patagonia. Otros, abandonando la vida regala
elampagueaba y temblaba cargado de electricidad, sin soltar una lágrima de lluvia; el suelo de bronce no permitía que la más leve brizna de hierba adornase sus pe?ascales; la llama y la vicu?a torcían su carrera de trote femenil para no internarse en esta desolación, glacial unas veces, tórrida otras. Ni una
y de Flandes y asistido al saco de Roma: soldados orgullosos de sus haza?as y un tanto indisciplinados, que consideraban a sus jefes como iguales. Cada uno de ellos era capaz de tomar el mando, y en momentos difíciles, obrando por cuenta propia, remediaba las faltas de su caudillo y obtenía la victoria. Su orgullo estaba acostumbrado al resp
ían Ercilla, Cerotes, Calderón y tantos otros ingenios. En pacto eterno con el hambre y la pobreza, condenados desde mozos a ver sus haza?as mal recompensadas y sin otro porven
ista. Los a?os que siguieron al descubrimiento fueron de gran difusión para las lectu
mundo nuevo, la unidad nacional, el nacimiento del teatro, la formación y reglamentación definitivas del lenguaje y la popularidad, por medio de la imprenta, de los libros de caballerías, que en costosos infolios caligráficos sólo habían servido hasta entonces
os días ha remozado Wagner como argumentos de sus poemas... Las veladas en ventas y mesones discurrían ligeras en torno del candilón, que trazaba un círculo rojo sobre las páginas de la maravillosa historia impresa. Un estudiante de clérigo o un bachil
al enterarse de las desaforadas batallas con gigantes partidos por mitad, dragones despanzurrados, fugas de inmensos ejércitos de malandrines, endriagos y salvajes, vencimiento de
e Borgo?a, o los peleadores del ?paso honroso? con Suero de Qui?ones, habían vagado de corte en corte sin mayores haza?as que los t
jércitos de hombres cobrizos y fieros que sacaban el corazón a los enemigos para ofrecerlo a sus dioses; de esbeltas y ligeras amazonas con sólo un pecho, para tirar mejor del arco; de tritones mostachudos en los ríos, sirenas en las desembocaduras, perlas en los golfos y grandes bloques de oro nativo, del que ense?aban fragmentos... ?Las ricas ínsul
uez. Grupos de hombres armados, sin más guía que el indio mentiroso y fantaseador o el eco de una tradición confusa, iban de la Florida a la Patagonia, del Callao a la desembocadura del Orinoco, en busca del valle de Jauja, lugar paradisíaco de delicias y harturas, del Imperio de las Amazonas, de la ?Ciudad de los Césares?, áurea metrópoli que nadie vio jamás, o de la Fontana de Juventud, suprema esperanza de los conquistadores de barba ca
ad les habría impulsado a retroceder o a tenderse en el suelo, desalentados. Pero la ilusión, sir
sponer la próxima altura verían entre las nieves un valle frondoso con palacios chapados de oro. ?Por qué no?... Visiones más portentosas habían salido al encuentro de los paladines en tierras de misterio. Y t
busca del gran rey que todas las ma?anas, luego de ba?arse en el lago sagrado, se revolvía en montones de polvo de oro, cubriéndose de pies a cabeza con esta costra deslumbr
los caimanes. Guisaban su alimento sobre un trípode de ramas, devorando con fango hasta el pecho el ave acuática o el lagarto mal chamuscados. Un p
til: el guía, el indio que marchaba a su lado, era un enigma inquietante. Imposible adivinar la verdad en la mueca servil de su mascarón cobrizo. Muchas veces, cuando más descuidado caminaba el hombre invencible, el hombre de
s aguardaba al otro lado del pantano o de la selva la ciudad de encantamiento, con sus techos deslumbrantes y un monarca poseedor de monta?as de esmeraldas, que acabaría por darles su hija más hermosa y con ella todos
alleresco, afligidos por los abusos de los gobernadores, ejercían la justicia por su mano, lo mismo que el hidalgo manchego. Tomando ejemplos en los libros, formábanse en las nacientes ciudades de las Ind
tud. El individualismo espa?ol encontraba un encanto irresistible en la vida errabunda del indio
momento, acababan por hacerse de la tribu y constituir familia. Los espa?oles encontraban con asombro al mozo de Sanlúcar, de Triana o de un pueblecillo de Extremadura con el pecho pintarrajeado, corona de plumas y un anillo en la nariz, apoyado fieramente en su arco y barboteando trabajosamente un castellano que casi había olvidado. Lloraba al recordar
xpediciones de tierra adentro. El combate, para los viejos soldados que habían conocido las batallas más famosas de Europa, fue en adelante la ?guazabara?. La táctica, contenida en la Milicia Indiana, de Vargas Machuca, consistió en dar la ?trasnochada? y dar el ?albazo?, o sea sorprender al enemigo
a mitad del camino yendo hacia la hembra india. Y el resultado de este e
ía tenido con Mina aquella misma tarde, y el recuerdo de la artista evocaba el de Wagner y sus héroes. ?Por qué pensaba en esto?... ?Tal
excluido de la raza de los dioses y como débil mujer he de dormir sobre esa roca hasta que el primero que pase se apodere de mi virginidad, ?que no sea yo la esposa de un débil mortal, de un cobarde!... Evítame esa afrenta... Si en los b
más insalvable que las barreras de llamas. Sólo un héroe de corazón fuerte podía despertarla... Y al oír los pasos férreos del conqui
caricia del guantelete metálico; el abrazo fecundado
habían sido tan grandes como su valor ante los océanos que desalientan por su inmensidad; las monta?as que crecen y se repiten así como se va avanzando por sus