ta el almuerzo, un día; del almuerzo a la comida, otro; y de la comida a la hora de dormir, el día más largo para algunos, pues lo prolongan hasta que sale el sol.
bierta de paseo con el comerciante espa?ol. La calle de estribor estaba inundada de luz; la de
n el verde esmeralda de los mares tropicales, denso y adormecido. No había en él otras espumas que las dos láminas burbujeantes que levantaba la proa al arar su superficie. De vez en cuando, de las aguas removidas surgía un enjambre de peces voladores. Ale
os nombres de sus due?os escritos en tarjetas. Esta rotulación parecía darles una personalidad, un alma. Permanecían agrupados o solos, tal como los habían dejado
aban solos bajo la fría luz de las ampollas eléctricas, teniendo enfrente las tinieblas del mar. Descansaban de crujir y dilatarse con el peso de sus se?ores; se emancipaban durante media noche de la gravitante servidumbre; llegab
e los habían impregnado espiritualmente durante las horas de luz, o miraban con lástima a sus compa?eros reunidos con arreglo a las tertulias maldicientes o las atracciones del amor. ?Vanidad de vanidades...? Maltrana se fijó en algunos más anchos y profundos, que parecían tener las entra?as quebrantadas, inseguros sobre sus pies, con cierto aire de
que llevamos aquí. ?Y los que nos faltan aún para llegar!... Esta tarde, según dice el capitán, veremos de lejos las i
seguir con ojos regocijados e
?apoteosis final?. ?Y qué aire! (Respiraba, entornando los ojos, con ansiosa delectación.) Algo nos aburrimos, pero hay que recono
romanza. Unos marineros que pintaban de blanco las tuberías para el rie
fortuna?... Lo primero es ser hombre serio, para inspirar confianza. Nadie da crédi
moza. Ayer le pillé en conversación con una de esas francesas. Estaba apoyado en la baranda
nzanares-. No haga malas suposicio
esa y tampoco le parecía mal Conchita, aque
nchita es una muchacha decente; no hay más que verla: una se?orita. No sea loco, M
ycochea y Montaner contándoles sus buenas fortunas... Apuesto cualquier cosa a que si me deja
ios temerarios. Deje en pa
de mansa protesta, brillando al mismo
su establecimiento de la calle de Alsina, para decirle a la se?ora de Manzanares quién
sabiendo Isidro ciertamente si este furor era por su insolente amenaza o por el convite propues
ilaba bajo el resplandor del sol, gozando de la sombra de la cubierta, incorporándose y llevando una mano a su gorra cada vez que aparecía un nuevo paseante.
n ser reconocidas. Eran completamente diferentes de las que aparecían una hora después en el paseo. A veces, Isidro sentía ciertas dudas antes de identificarlas. Todas se mostraban considerablemente empeque?ecidas y de pesados movimientos al caminar sin el montaje de los tacones. Los pies ligeros, recogidos y saltones lo mismo que pájaros en su encierro diurno de tafilete o de
lo contestaban con sequedad, como si le hiciesen responsable de una falta de consideración... Pero el recuerdo de estas sorpresas le hacía sonreír con cierto orgullo. él había v
Y las saludó gorra en mano sonriendo obsequiosamente, pues do?a Zobeida, a pesar de su modesto exterior, le inspiraba una gran simpatía no exenta de
vez había salido la buena se?ora de su amada ciudad de Salta para ir en osada peregrinación más allá de los límites de la República, más allá del mar, a una tierra de la que regresaba con el ánimo desorientado, no atreviéndose a formular sus opiniones. ??Y aquello era Europa!...? Ella, en su asombro, no osaba hablar mal; todo le infundía respeto; únicamente se quejaba de sus privaciones espirituales. ?Esas tierras, se?or, no son para nosotros; las gentes
que se ocupaba de estas cosas mantenía correspondencia con ellos. Había reunido papeles antiguos de la familia; pero con las revoluciones y el haber venido a menos, se olvidan estas cosas. Allá todavía nos llaman ?los marqueses?. Cuando usted venga a Salta, verá en la puerta de nuestra casa un escudo de piedra. Otras casas también lo tienen... Pero usted, que es hombre que sab
irse de verdad y de justa observación lo había dicho el grave abogado de provincia, que a través de treinta a?os de viud
ase en su color un tanto cobrizo; en el brillo de sus ojos abultados, de córneas húmedas y dulce humildad en las pupilas, ojos semejantes a lo
a do?a Zobeida, medio india-pensaba Maltrana-, es una se?ora de Burgos que luego de vigilar las compras de su criada en el mercado entra en una librería para pedir un devocionario "bien cumplido"; una gran dama de Cuenca o de Teruel que por la tarde recibe su tertulia de canónigos y abogados viejos y toman jun
?Qué cosas!? Y cuando ella no estaba presente, Isidro prorrumpía en elogios de su candor. Era para él la mejor persona de a bordo. Aquella mujer con nietos guardaba el alma de sus ocho a?os, incapaz de c
ís desconocido sin más apoyo que vagas recomendaciones. Isidro, que conocía a Conchita de Madrid, se alarmó un tanto al verla en continuo trato con la inocente se?ora. Había vivido aquélla maritalmente duran
las con Concha-. Esa buena se?ora es un alma de Dios... A
también por la buena da
ormir, la acompa?o a pasar el rosario en el camarote. Mira, chico, la q
as suplicantes. No se atrevía a formular un pensamiento que la había
labanzas al mar y a la hermosura de la ma?ana, tópicos con cuyo desarrollo entretenía su timidez-
la buena se?ora una repentina confianza. Su joven compa?era la llamaba Misiá, sabiendo que este título honor
se?orita me ha dicho quién es usted; que usted fue grande amigo de su papá y que sabe mucho... y la
después de haber rezado el rosario. Ya que aquel se?or Maltrana era tan bueno, podía ayudarla en su pleito, la magna empresa de su vida y de la de todos los Var
s; unas cuatrocientas leguas cuadradas que s
on expresión de asombro y escándalo. ?Se
... Pero eso es un Esta
asan a Chile recuas de mulas por la Cordillera le daría razón. Las arrias caminaban semanas enteras por parajes desiertos, en los cuales todavía se aparecían, rodeados de las fragosas tempestades de los Andes, la Pachamama y el Tatacoquena, las dos divinidades indígenas anteriores a la conquista espa?ola. Semejantes en todo a las simples imaginaciones humanas que los crearon, estos dioses son arrieros también y
luego, mi finado el doctor, que sabía mucho, consiguió una sentencia favorable. El campo es nuestro (aquí Maltrana sonreía oyendo llamar campo simplemente a cuatrocientas leguas); el gobierno de Salta ha reconocido que nos
con timidez a Maltrana, como si tem
nos leía los papeles del rey, unos pliegos amarillentos, con agujeritos, como si los hubiesen mordido las lauchas, y escritos con una tinta que debió ser negra y ahora es roja como el hierro viejo... El campo no nos lo dieron de regalo: fue donación por ciertos dineros que el alférez envió a Espa?a una vez que el rey tenía sus apuros. Y como persona bien nac
ambiaba tres pares por día, mirándose con un orgullo de raza sus breves pies estrechamente calzados. Vestía los huecos y floreados guardainfantes que le enviaban de las mejores tiendas de Lima, con perlas en el pecho, perlas en las orejas, perlas esparcidas por todo el traje. Más allá del estrado, sen
la iglesia para contemplar la mayor celebridad del país, que llegaba envuelta en su manto negro de seda, por debajo del cual asomaba la recamada falda blanca o o rosa. El alférez iba a su lado, con todo el se?orío de su rango. Su chamber
r ganado de tiro; hacendados de la tierra baja llegados de las orillas del Plata para vender sus recuas de mulas, y de algún que otro asentista de negros de Buenos Aires que arreaba una partida de esclavos africanos con destino a las minas del Potosí. Cuando pasaba un nuevo gobernador camin
de confianza, tendían cueros en el patio principal, vaciando sobre ellos enormes sacos de monedas. Eran onzas, doblones de a ocho, cruzados portugueses, montones de oro que sacaban anualmente de su e
robaba moviendo la cabeza, como si diese fe. Habituada a oír todas las noc
á mucha plata y la habremos de pagar nosotros... Hay en el campo mucha tierra que no sirve: pe?ascales, monta?as; pero hay minas y hay también buenos pastos. Por mí, no me movería a nada: yo necesito poco para mantenerme. Pero están mis nietos, mis pobrecitos, condenados a vivir en esa tierra de gringos; está mi hija, y quiero verla rica en Buenos Aires con el se?orío que merece... Además, pienso en m
mirada y el gesto. ?Y qué tenía
y más si es doctor porte?o, pues ahora ellos se lo guisan y se lo comen todo, sin dejar nada para los demás, según decía mi finado... Si es tan amable que quiere oírme, yo le explicaré mi pleito, y a él de seguro le bastará una palabrita a los que mandan para que todo se arregle ?sobre el
ida, como si vacilase, per
e gusta hablar de nadie, cada uno que se arregle con Dios; pero, francamente, se?or: ?esa ni?a que parece una cómica, y fuma, y no respeta a su madre! ?Y ese padre que no la reta y se ríe de sus travesuras!... Que viv
Zobeida. Yo me enca
alegría infantil, mostrándose
rá doctor, cuando vean al rey díganle lo que nos pasa a los Vargas del Solar, los herederos del alférez. Usted verá al rey seguramente. Los doctores tienen siempre gran metimiento con los que gobiernan: en mi país, todos los amigos del Presidente son doctores... Mi pleito se resolvería ?sobre tablas?, como quien dice, sólo con que el rey enviase una esquelita al gobierno de Buenos Air
sin el más leve asomo de risa-. Se enterará de todo el
ncía los labios para conservar su gravedad, Isidro se despidió de do?a Zob
on los codos y los flancos en apretado contacto. La brisa retorcía como espirales de fu
a yanqui parece una ni?a con ese casquete gracioso de paj
erencia de peluca blanca y tacones rojos?, según el la titulaba, y vio por u
. Así empiezan, según opinión general, las grandes pasiones; y el amigo Ojeda, si no estuviese ciego, como todos los enamorados, debe
uidadosamente afeitado. Apenas dobló su digna tiesura con una ligera inclinación de cabeza. Luego envolvió a Maltran
l otro se alejaba como
si todos estuviésemos obligados a vivir tristes y vestidos de luto, como él!... ?Qué hará en este momento la pr
r continuaban acodados en la barandilla. En el extremo opuesto, o sea cerca de Isidro, estaba de pie Manzanares al lado de un sillón de junco con almohadones bordados, en el que aparecía casi tendida una mujer rubia, con un brazo caído y un volumen en la mano. Los ojos del comerciante fi
como si hubiese olvidado
calle Alsina... De seguro que está usted declaran
ntervención, se apresuró, sin embargo, a contesta
e cosas de allá. La se?orita deseaba con
ersación para una gran parte de los que iban en el buque, y un pretexto de continua consulta para aquella francesa rubia, que fi
que se había aproximado a su sillón, atraído por la novedad de su habla castellana
scoger su lugar en la cubierta, colocando el mismo sillón de junco, las almohadas y las mantas que le habían acompa?ado en anteriores viajes. ?Yo voy a Buenos Aires casi todos los a?os-había dicho al curioso Maltrana para cortar sus preguntas insidiosas-. Es mi negocio; viajo por una gran casa de sombreros.? Maltrana, malicioso e incrédulo, pensaba que la hermosa viajera comercial
a abandonar su pisito de la Avenida de Ternes, donde todo estaba en orden y a punto para las necesidades de la vida, con el cuidado de una mujer que sabe dar valor a los peque?os objetos y colocarlos en su sitio. Hablaba con ternura infantil de Chifón, un gato obeso y lustroso, y de dos canarios que había confiado a la port
irse alguna locura... ?No sufría ella igualmente por culpa del negocio, teniendo que hacer sus viajes a América siempre que las amigas de allá le escribían que la cosecha era buena y el dinero iba a circular en abundancia?... En todos los puertos llenaba tarjetas postales con frases de intenso amor aprendidas en las comedias. No podía leer seguidamente unas cuantas páginas de aquel volumen amarillo de tres francos cincuenta, pues se escapaba de su brazo caído o quedaba olvidado sobr
í... Además, usted es pobre, y yo no comprendo a un hombre pobre; no tiene significación para mí; no sé qué pueda ser eso. Conozco a muchos que no tienen un sous y resultan simpáticos; pero los trato como camaradas nada más. G
os, palabras y juramentos de los parroquianos, repetía con delectación la fr
as. Sus ojos de un azul claro, su cabellera rubia cenicienta, su carne blanca, jugosa y de ligeros tonos amarillos semejante a la fresca pulpa de un melón, parecían valorizarse con nuevos encantos así como transcurrían los días. A cada singladura los paseantes desfilaban con
rudencia comercial. ?Los hombres!... Los unificaba en su pensamiento, viéndolos con idéntica contracción de espasmo lúgubre y el mismo ronquido de agonía, eternos gestos con los que terminaba para
Aires, se dan importancia por las bondades que una ha podido tener en el buque con ellos, y lo cuentan, y es inútil que se traigan buenas toilettes de París y que una mujer se presente bien. Se pierde importancia, se desvaloriza, como dicen allá, y los amigos que esperan con interés vuelven de pronto la espalda...
de Ternes llevaría indudablemente la cuenta del gasto diario con el esmero de una mujer ordenada, aunque de mala vida, que desea hacer ahorros para la vejez. Era la
icarse en un sólo día. El franco y los céntimos trabajosamente ahorrados quedaban atrás de la popa, se perdían en el horizonte como a
o y rico. Entonces se dará el gusto de arruinarse por alguna muchacha que pueda ser su nieta... Y si ahora tiene usted verdadera necesidad de amor, no pierda el tiempo con nosotras: busque entre las p
ba su sexo con el mismo tino de un comerciante que sabe of
réditos, todo el que pida dinero lo tendrá; y marcharán los negocios, y se vivirá bien, ?en el mejor de los mundos?... Pero aunque un accidente inesperado diese al traste con esa cosecha qu
onriendo-ya sabe que en
do llegar a Buenos Aires cuanto antes, para poner a sus
verdoso y una sonrisa fero
uién le mete!...
taban junto a Marcela y la saludaron con un ??bonjour!? malici
bién me voy. Estas se?oritas tendrán
ía una autoridad indiscutida en aquella parte del buque donde se reunían sus compa?eras, y que las graves damas de a bordo llamaban en voz baja ?el rincón de las cocotas?. Las amigas la oían como un oráculo cuando solicitaban el apoyo de su experiencia. Todas ellas conocían sus viajes por gran parte del globo, sus audaces travesías en el corazón de A
re la cabeza al descubierto, libre de velos y sombreros, dejando que flotase su tupida cabellera, de un rubio obscuro, suavemente ondulada. Mostrábase orgullosa d
udó a las dos co
viente admirador de su hermosa cabellera... Mis respetuosos homenaj
con que la exuberante madama contestaba a su saludo, Isidro se ap
puertas, escotillas y escaleras. Isidro comparaba el buque con un mueble viejo: bastaba que las vibraciones de los instrumentos de metal lo conmoviesen, para que al momento surgieran las
omar ojeriza si me encuentran mucho aquí. Huya
ta del café det
mpo. Sé bien lo que le han contestado: ?En tierra
. jorobe-rugió el comercia
tirón, se metió en el ca
de sus escudos policromos y de sus vidrieras de colores bajo guirnaldas de luces eléctricas. Las mesas inmediatas a las ventanas ya estaban ocupadas a aquella hora por los sempitern
ando lleguemos al río de la Plata habrá que gritarles: ?Ya hemos llegado; ya estamos en Buenos Aires?. Y es posible que aún contesten: ?Un momento; aguarden para atracar a que concluyamos la última partida...?. ?Y eche usted co
ontró con Fernando, que caminaba solo. Isidro
conferencia de esta ma?ana ha dado buen res
evitando la solicitada confidencia, amin
iene a uno de los grandes sacerdores del
a máquina. En una silla inmediata estaban apilados con irregularidad otros legajos, a los que llevaba la mano de vez en cuando para hacer compulsas. Junto a él, su esposa, vestida de blanco con gran profusión de blondas de precio, hacía saltar entre los dedos su inseparable ristra de perlas c
ocarriles, obras de salubridad para ciudades, desecación de terrenos, aguas corrientes, tranvías... Ese se?or lleva con
n los primeros días, no existía usted para ella. Pero desde que anda con Mrs. Power acodándose en la borda, ella y muchas otras, cada día más excitadas por la monotonía de la navegación, empiezan a encontrarlo un poco interesante... No es gran cosa, lo reconozco: algo jamona y blanducha... y con es
los hombros, y dijo malignam
ocos a?os, si le dejan, se habrá comido San Pablo y todos los otros santos que encuentre a mano, las planta
nos atrae y los que la harán todavía más grande. Figúrese usted cuando haya convertido en realidades todas las grandes obras que lleva en sus papeles... ?Qué importa que abuse en cuanto a la recompensa! Sea él quien sea y salgan de dónde salgan los millones que ponga en línea de combate, es un representan
nes despegados de la pared y esparcidos hasta obstruir el paso. Eran se?oras las que los ocupaban, sólo se?oras, y algunos transeúntes retrocedían, n
se está reuniendo ?el b
, matronas argentinas que al no poder ocupar el trasatlántico entero, lo mismo que un yate propio, se habían concentrado en esta parte del buque como asustadas y ofendidas del contacto con los demás. Era un muchacho arge
se de las demás gentes. Se mantienen con los codos apretados para que nadie pueda entrar en su grupo. Recuerdan a los
?rincón de los pingüinos? era mirado poco a poco con cierto respeto, hasta convertirse, algunos días después, en un lugar envidiable. Los paseantes se abstenían de dar la vuelta en redondo a la cubierta y volvían sobre sus pasos para no turbar la
opereta; ?la gallegada?, donde se juntaban los espa?oles; y el grupo de ?la gringada?, mucho más numeroso, compuesto de comisionistas alemanes que pensaban penetrar con su muestrario hasta el corazón de América; relojeros suizos, de aspecto bonancible, pero prontos a irritarse con una cólera fría que tardaba mucho en disolverse; peque?os negociantes británicos; agricultores escandinavos establecidos en el extremo Sur; rubias alemanas que iban en busc
s haciendo labores de gancho con una majestad de reinas, leyendo Fémina o conversando sobre los méritos y relaciones de sus respectivas familias, e inmediatamente retroceden cerrando el pico. Ninguna tiene valor para deslizarse ante el imponente areópago. La otra noche le propus
ía adelante sin permitirse mayores intimidades. Ni aquellas grandes se?oras deseaban su amistad, ni ella necesitaba de su apoyo. Las más viejas contestaban a este saludo con cierta simpatía, como si adivi
stos de París tenían miradas de burlona conmiseración para sus trajes de gusto madrile?o y manufactura casera. Pero ella erguía la peque?a estatura de maja goyesca, unía los codos al
esposa y las ni?as de Goycochea el espa?ol, la se?ora del millonario italiano, cuyo collar de perlas rivalizaba en valor y continuas exh
pasan de ser ?gente mediana?, y las otras son ?gente bien?, como ellas dicen. Sus maridos, gallegos o gringos, han hecho fortuna como la hicieron los padres o los abuelos de las otras, pro
ca de su vida pasada en Buenos A
y compraba esclavos negros para revenderlos en el interior. Todas las mejores familias se enorgullecían de poseer un tenducho abierto, gran riqueza para aquellos tiempos de parvedad. Después, el abuelo se disfrazó de gaucho, sin serlo, para dar gusto al dictador Rosas, y tomó su mate teniendo por sillón un cráneo de caballo. Otro abuelo copió a los románticos franceses en su traje, su peinado y su énfasis, peleando en los muros de Montevideo contra el tirano y disparándole odas y folletos en los momentos de reposo. Además, tuvo
legos (como se ha perdido el de los pobres tenderos de hace un siglo) y sus hijos o sus nietos se casen con
cia arriba con su audacia de antiguos emigrantes que no conoce la vergüenza ni el ridículo. Como le he dicho antes, puede usted reírse de las castas sociales de Europa. Entre una comiquita de París y una gran duquesa de las que figuran en
ien vestidos y de buena renta, relatadas en novelas de cuatro volúmenes en las que no ocurría nada, absolutamente nada. Y entre esta gente y el bando de los ?pingüinos?, con sus admiradoras anexas, estaba otro grupo, al que daba Isidro el título de ?gran coalición de potencias hostiles?, compuesto de se?oras de nacionalidades diversas, atraídas por
no a ocupar el territorio propio, empujando su sillón para que quedase bien marcado el vacío fronterizo, la separación insalvable entre unas naciones y otras. Las ?potencias host
testada con leves movimientos de cabeza. Las ?potencias? fingían ignorar esta vecindad, procuraban colocarse en sus asientos de tal modo que sólo presentasen al lado contrario la punta de un h
s y las palabras de otras, aprovechándolas para entablar conversación. Estaban contentas
una momentánea relación. Así lo exigen las buenas prácticas diplomáticas; así viven las naciones a
lones, para ofrecer los mejores sitios, y la conversación desarrollábase lánguidamente sobre recuerdos de elegancia y de grandes compras. Cada vez que las unas exaltaban los méritos de un modisto o un joyero de la calle de la Paz o la plaza Vend?me, las otras murm
con nuevos bríos sus labores de gancho y de bordado, siguiendo la conversación sin levantar cabeza del trabajo. Algunas veces, ninguno de los dos campos se decidía
rse galante y pretendía entretener al femenil concurso con chistes aprendidos en el seminario y recuerdos de sus estudios clásicos. Virgilio era su mayor adoración: lo recordaba con más frecuencia que a los Padres de la Iglesia; todo lo había dicho y adivinado. Anécdotas modernas se las atri
de las lonas, danzando acompasadamente de una cabeza a otra con el movimiento del buque, como si fuesen péndulos de luz, las ni?as bajaban a sus camarotes para volver a subir con grandes cajas llenas de dulces. Iguales a las procesiones de vírgenes que desfi
ellas le quite la cubierta a un nuevo embalaje de bombones. Cajas Imperio con la Recamier o Josefina tendidas en un sofá; cofres forrados de seda con pastorcitos de Wateau, verdaderas maletas de terciopelo flordelisado...
everas diferencias sociales, y las gentes que se tenían por distinguidas confraternizaban con las de la banda opuesta. Las vírgenes
alía del fumadero volvía los ojos con cierto temor hacia el ?rincón de los pingüinos?. Allí estaban sus madres y parientas y las respetables amigas de sus familias; pero antes la fuga que dejarse atrapar por una cari?osa llamada y sufrir media hora de conversac
das la mirada irónica de las francesas tendidas en sus sillones o la sonrisa de las cor
. Apenas llegue a Buenos Aires, piensa exigir a ?su viejo? que lo envíe a Europa... Quiere estudiar en París no sabe qué... pero en fin, quiere estudiar, sin aproximarse por esto al Barrio Latino, que encuentra poco chic y con mujeres ordinarias. Y me preguntó con
enil, levantaba los ojos del volumen alemán o inglés y metía la mano en la arquilla murmurando: ?Grachias, mochas grachias?. Luego, volvía a sumirse en el libro adormidera. ?Se?or, ?un chocolate?? Y el brasile?o de tez amarilla y picudas barbillas, enjuto y anguloso, como si e
ante el cuidado de huir de los rayos del sol. El aire salino los obscurecía, dándoles un tono de pan moreno; la piel blanca de las rubias amarilleaba con la tonalidad del marfil viejo. La brisa húmeda barría los polvos de la cara, conservándolos únicamente en las arrugas y oquedades de la piel,
mas para conversar con ellas, hasta las más viejas, que parecían aj
bles. Con este maldito mar está una imprese
satura el organismo de sales benéficas. Lo que se perdía en distinción se ganaba en saludable rus
er la cubierta con ojo avizor. Las inquietaba una ausencia larga de los maridos. Y cuando los veían a través de las ventanas del fumadero jugando al poker
, las cocotas viajeras, un sinnúmero de temibles peligros; y sin una palabra que revelase su inquietud, cada una se aproximaba a su marido, se colgaba de su brazo, intervení
or dignidad de clase, gozosas de jugar un rato a ?se?ora mayor?, distinguiéndose de las solteras, permanecían entre las respetables matronas; pero de pronto sentíanse agitadas por un hormigueo irresistible. No veían a su maridito. ?Quién sabe lo que estaría ocurrie
versa nacionalidad. Abordaba cada una a sus amigos y conocidos con un papel y un lápiz en las manos. Iban recogiendo
princesas y duquesas que lleva tratadas en su vida de predicador mundano. Pretende halagar a las ?potencias hostiles? hablando de sus países con grandes elogios y dando a entender que en Europa todos saben a qué atenerse en la apreciación de unos pueblos y otros, distinguiendo entre el valor real y el bluff. Mírelo cómo distribuye a las se?oras los libros
el abate viajero y verboso: conferencista, pintor, escultor, poeta y mús
. Y mis palabras han tenido un éxito loco, pues cuando el doctor Zurita y otros argentinos socarrones se burlan del abate y dicen que es un vivo que va a Buenos Aires en busca de plata, las damas de su fa
ue relataba su amigo estos acc
o. ?El Cyrano de Rostand y el idealismo cristiano...? ?Qué le parece el tema? ?Se ríe usted?... Por algo lo alaban las buenas matronas, diciendo que es un cura moderno de lo más modern
e mantenía lejos de las se?oras, en las inmediaciones del fumadero, entre los le
úmero de tarjetas postales con ?pensamientos? filosóficos y galantes para ellas y para todas sus amigas coleccionistas; le han sacado re
ensativo, y dijo
rica y proporciona dinero. ?Qué países tan interesantes! ?Pagar por oír discursos!... ?Tantos que ha
e los escolares aplicados y curiosos, que, luego de oír las lecciones de los maestros, desean conocer las interioridades de su vida.
s que los suyos...? Y las gentes, al saber que ha llegado el autor de un libro que leyeron hace tiempo por casualidad, o el personaje político cuyo nombre encuentran todas las ma?anas en el periódico, se dicen: ?Vamos a ver de qué casta es ese pájaro?. Gastan unos pesos para encerrarse en un teatro, de cinco a siete, y arrullados por la voz del conferencista comparan su rostro con los retratos publicados, se fijan en el corte de su levita (convenciéndose un
omo si le regocijasen interiormen
r qué nos cuenta ese se?or?. Luego, a la salida, protestan a coro. ?No ha dicho nada nuevo; no hemos aprendido nada, absolutamente nada...? ?Como si el encontrar algo nuevo fuese cosa de todos los días! ?Como si un hombre que encontrase algo nuevo en su país fuese a decir a sus compatriotas: ?Tengan ustedes paciencia, aguarden un poqui
viajes de los conferencistas la llegada
ad, repiten: ?No ha dicho nada nuevo. Lo sabíamos todo...?. Y esto ocurre porque nadie en la vida expone la verdad corajudamente; porque el conferencista debía decir el primer día a su público: ?Todos ustedes, que viven batallando por el dinero, deben figurarse por qué he hecho yo esta larga travesía, viniendo a una tierra que no tiene el Partenón, ni las Pirámides, ni la Alhambra. No sería correcto colocar mi sombrero
ujo de regalar a alguien que es conocido por algo, siempre que se tome el trabajo de ir a
sta, al llegar a u país, olvida con la distancia los ara?azos de los remotos ?doctores? y sólo ve el cheque que guarda en la cartera. Una cantidad de poca importancia para allá; p
e para encontrar plata. Los compa?eros del ilustre maestro se mordían los labios de envidia, y cuando en los azares de la existencia encontraban a alguien venido de la Argentina, aunque fuese un necio, lo adulaban y lo acosaban, dando a entender que ellos también irían allá... a la más ligera invitación. El conferencista considera como un deber escribir un libro que demuestre su agradecimien
cistas eran unos amables burlones, que después de e
ganda que de ser obra del gobierno costaría millones. ?Quién sabe cuánta parte tienen ellos en la fama reciente y mundial del país adonde v
igo seguía con los ojos el curso de los paseantes
ubierta, y ya van saliendo del fumadero sus adoradores
s? irguiendo su aventajada estatura, desafiando con su mirada cándida el enojo de las imponentes se?oras. Las más fingieron no verla, para no respond
an de ella con escándalo, y las saluda como en los primeros días, cuando la creían una
que consideraban como un tormento viajar con sus
amás. ?El encanto de rozar lo prohibido! ?La mágica atracción del pecado!... Por las tardes, mientras las se?oras dormitan, suben ellas con Nélida a la última cubierta para que las ense?e a
endo a un lado al hijo medio imbécil y al otro el venerable jefe de la familia, que balanceab
empo se da el placer de seguir con el rabillo del ojo la impaciencia de sus admiradores, que se mantienen a distancia, ansiosos de juntarse con ella. ?Cria
l cual algunas las más viejas, volvían sus ojos
l todo las distancias sociales, hasta que de pronto las hago reír o las cuento algo que las interesa vivamente, y entonces alguna, con repentina solicitud, me dice: ?Pero siéntese usted, siéntese aquí y no sea zonzo?. Y encoge las piernas para que me siente en el extremo de la silla larga, como un paje a los pies de la dama... La
izo abandonar a Malt
nos y otros tocamos el mismo instrumento, pero tenemos distinto oído para apreciar los sones. A lo mejor, digo algo que por casualidad me resulta gracioso, algo que en Espa?a pasaría por un ?golpe? de ingenio, y las buenas se?oras permanecen insensib
No sólo había divergencia en la apreciación de los sones del instrumento común
s dolores de un parto. Las mujeres especialmente sólo tienen cuerda verbal para cinco minutos, y luego quedan mudas, mirándose unas a otras. ú
a larga se fatigan de oír, aunque la conversación les interese. Parecen ofenderse de haber permanecido mucho rato en silencio, y se v
ó a apartars
Ahora, con las ?potencias?, el saludo nada más; frías y corteses relaciones de diplomacia. La última vez que me acerqué al grupo, la chilena ?cuello de cisne? me dijo con una sonrisa de cuchillo: ??A
azo a Ojeda para atr
sin artificios ni refinamientos. Para ellos, una buena moza de treinta y cinco a?os es una vieja, y un hombre digno de ser amado debe tener veinte a?os cuando más. Sólo admiran la existencia en capullo, como en tiempos de la vida de tribu... Y eso cuando en Europa cada a?o que pasa hace retroceder hasta los confines de la vejez el límite de la edad amorosa. Balzac haría reír hoy con su novela La mujer de trei
s de espuma rematadas por una espiral que se perdía en la profundidad. Luego emprendió un paseo por la cubierta, y ante el grupo de se?oras se llevó una mano a la gorra con saludo mudo, s
ilia, ansiosa de rozarse con la ?gente bien?, abrió un ojo al oír los pasos de Fernando y lo protegió con un saludo gru?ente, volviendo a sumirse en su noche poblada de cálculos. Al lado de él, como si la afinidad de gustos les impusiese este contacto, se sentaban los tres comerciantes espa?oles. Más allá, el conferencista italiano levantó la cabeza y descansó un libro
ue tocaba la música. Apenas se hubo apoyado en la baranda para escuchar, vio que un cuerpo se apr
l vez le habrá hablado de mi persona... Usted dispense que me acerque así como así, ?pero entre compatriota
más visible la exuberancia de un abdomen puntiagudo que parecía pertenecer a otro cuerpo. Una cadena algo negruzca, con llaves de reloj y medallas, se tendía de la botonadura de la sotana a un bolsillo del pecho. Do
vir a Dios y a usted-dijo el cura ha
ilde que delataba el deseo de intimar con este compatriota, el per
confianzudamente a las pocas palabras, lo mismo que si fuese un antiguo camarada, acompa?ando cada avance de su intimidad con humildes excusas: ?Usted perdone; pero aquí no es como en tierra. Pasamos la vida juntos; estamos en
ana mal casada, con una turba de hijos, y todos confiaban en él, que era la gloria de la familia, ?el se?or cura?, el ser excepcional. último descendiente de una línea de míseros jornaleros del campo, había c
cuentan con un tío cura. He sido vicario, trabajando del alba a la noche por seis reales al día: peseta y media, don Fernando. He sido párroco suplente en lugares de mala muerte, y después de enviar a mi madre lo que ganaba (menos de lo que gana un guardia civil), tenía que mantenerme de los regalos de los feligreses pobres. Y todavía el barbero del pueblo y otras malas lenguas m
vacilase, temeroso de exponer sus i
pero no hay en él dos pesetas para los clérigos de mi clase, para los que tra
midez de su voz, había cierta protest
cómo se le había ocur
ada buque llegan sacerdotes de todos los países. Pero no importa: en la capital se puede vivir bien a la sombra de una parroquia, y además hay el campo, donde cada semana se funda un pueblo y hace falta un cura... También tengo co
as ganancias del sacerdocio en los dos hemisferios. Había hech
o remiendan zapatos... En aquellas tierras los hombres se muestran, según mis noticias, algo indiferentes con nosotros. Lo mismo que en la nuestra. Hay que buscar el apoyo de las mujeres, y para esto me ha prometido don Isidro presentarme a esas
sta declaración. ?Qué cinismo tranquilo!... Y quiso acompa?ar su risa tocá
.. menos en ésa. Tengo mis defectos, como todos los hombres, pero lo que us
ón, y Ojeda admiraba la incoherencia del pobre sacerdote, que re
pecado tonto en el que usted piensa y que sólo proporciona escá
to sus dientes apretados, deslumbradores, que denunciaban una gran fuerza triturante. Contemplando su ávido brillo, creyó Ojeda en la pure
os emparedados y galletas en las bandejas a la hora del té, del entusiasmo con que elogiaba la abundancia nutritiva a bordo del Goethe. Su capacidad de alimentación sólo era comparable, seg
con las se?oras y venía hacia él. Pero se detuvo ante la familia de Nélida. El padre, sin moverse de su asiento, habla
ro eso no es fácil; en nuestro mundo hay modas, como en todos los mundos, y vanid
da-a ese abate francés que t
ara titiritero. Los espa?oles no sabemos hacer com
iero golpe en el pecho, afirmando
obispo y el abate, como si fuesen zapateros. ?Ojalá se resolviese lo de su pleito y cambiase de fortuna! Ciertamente que no me olvidaría... Además, en aquella tierra, según dicen, el exceso de dinero y la abundancia de negocios malean a los sacerdotes. Unos se dedican a la cría de caballos o de bueyes, otros prestan dinero a los feligreses sobre las cosechas. Pero yo lle
como si agitasen su cerebro
algo. Tal vez no sabemos tanto o somos menos atrevidos que ese parlanchín de las barbas, pero somos
pió Ojeda, para sacar
clásico, más con arreglo al país, y por esto las personas buenas y sencillas que no se curan de mod
dante, una mesa de hartura, y en torno de ella una familia robusta y saludable, segura del porvenir, rodeando al sacerdote rico... Y allá iban todos, siguiendo el revoloteo de la esperanza, hacia un mundo de fértiles soledades faltas de hombres, llevando como precio de
rana interrumpió e
ice don
omen del clérigo. éste se inclinó sonriendo. ??Qué don Isidro
amigos, el cura pareció
-. Va a ser mediodía. ?La hora del almuerzo! Me hac
de Maltrana, que lamentaba iróni
a hablado su amigo con Mar
egocio que llevamos entre manos. ?Quién sabe si antes de un a?o seré rico, muy rico, más que usted, q
ontinuar en sus confidencias. Dudó un momento, como si te
ncia de técnico. El se?or Kasper, el padre de Nélida, pondrá el capital que se necesita para empezar; poca cosa, según el catalán, que entiende mucho de
a, doblándose hacia la parte exterior. ??Maltrana banquero! ?Maltrana fun
a ser un gran banquero en un país donde todos, al llegar, cambian de profesión y cada uno se descubre con facultades y aptitudes que no sospechaba en Europa?... Aquí en el buque no se oye hablar más que de millones y de negocios estupendos. Todos llevamos nuestro plan gigantesco para asombrar al N
los confines más absurdos de lo irreal, dominaba a los viajeros. El aislamiento en medio del Océano empeque?ecía o anulaba todos los obstáculos con que se tropieza viviendo en tierra firme. La inmensidad del mar parecía dilatar los cerebros y los o
ra apreciar mejor su mérito, examinándolos, como una piedra preciosa, faceta por faceta. Un hálito de heroísmo despreciador de los obstáculos hacía vibrar los cerebros. La vieja Europa, meticulosa, cobarde y retardataria, quedaba atrás; las hélices la enviaban los espum
ban grandes capitales, se encontrarían igualmente. No había que preocuparse de esto. Lo importante era el negocio, el gran negocio de estupenda novedad que se les había ocurrido-novedad que consistía en trasplantar al
. Otros, más ásperos de alma, empezaban a mirarse con recelo y suspicaz vigilancia, temiendo una mutua traición en el negocio que aún estaba por venir. La riqueza achica los corazones y los endurece. Y lo más extraordinario era que todos abominaban de la imaginación como de una facultad deshonrosa y
arecían dudar de repente. Era la timidez europea que resucitaba. ?Yo he estado allá, y sé lo que es aquello-decía el compa?ero viejo-. Nada de miedo; esta vez, con mi experiencia, estoy segur
oduzca a usted tanta risa. Las cosas están magníficamente ideadas. Ese chico catalán, aunque despreciable como poeta, es un gran organizador
No había calle principal de Buenos Aires que no tuviese unos cuantos. Lo más importante era encontrar una buena casa y amueblarla con muebles ingleses, ?serios?, ?distinguidos?, y mostradores de caoba
ue entrarán en el Directorio... Siempre se encuentran media docena de tenderos deseosos de figurar al frente de un Banco. Gusta mucho poder decir a los amigos: ?Esta tarde tengo sesión de Directorio?. Da importancia escribir a los parientes de Europa, a los papanatas de la tierra, en el papel del Banco con un membrete que impone respeto, en el que se consignan los millones del capital y las operaciones del establecimiento. El catalán, que ?conoce el corazón hu
trana, como si se exa
?Tierra de transformismos, donde los alba?iles se hacen agricultores, los curas fugitivos se convierten e
título para el Ban
tenga un carácter internacional, lo más internacional que sea posible. Los consocios no se ponen de acuerdo en lo del título; lo único indiscutible es que, sea cual sea su dimensión, deberá a?adírsele ?y d
su rostro se animó durante esta pausa c
a nosotros y halaga al mismo tiempo el sentimiento regionalista. Hasta he tenido en cuenta el lugar de nacimien
gravedad era siempre de corta duración. Nunca se sabía cierta
e hizo temblar los pasillos y tabiques del trasatlántico y se
: vamos a
mano a mano los gemelos prismáticos, explorando el límite del Océano, sobre cuyo lomo se abullonaban tenues vapores. ?Ya se ve Cabo Verde...? Otros dudaban. No eran las islas: eran sim
tierra?, decían de mesa en mesa con una alegría infantil. Más impacientes, algunos se levantaban de sus asientos con la servilleta en la mano, y alargaban el pescue
marcarse en el horizonte las gibas obscuras y borrosas de unas monta?as emergiendo del mar. Cansados al poco rato de esta contemplación monótona, muchos retrocedían. ?No era más que aquello? Iba a transcurrir una hora larga antes de que estuviesen frente a ellas. Además, el buqu
con interés las siluetas de las islas destacándose com
la parte del Austro. Pero más allá de estas islas tuvo miedo, y torció el rumbo para seguir la ruta de siempre. Le espantaron los calores del Ecuador; creyó que de seguir ha
rbonadas, pero estas lluvias de pegajosa tibieza sólo servían para hacer tolerable el calor durante unas horas. Colón las acogió como un socorro providencial, creyendo que sin ellas todos hubiesen perecido. Iba enfermo; le inqui
y lo que existía detrás de ella, doctrinas aprendidas en su vagabundaje por
antigüedad y los Padres de la Iglesia acordábanse maravillosamente al fantasear sobre esta parte del mundo absolutamente ignorada. Más allá del Ecuador estaba la tierra llamada ?Mesa del Sol?, por la dulzura de su clima y la generosa abundancia de sus productos. En ella vivían seres
nobles y felices influencias de las estrellas que están sobre él?, causa universal de vida. ?A cielo noble correspondía tierra nobilísima?, y como las constelaciones del ignorado hemisferio eran, según la ciencia de la época, ?las
de la tierra?... En el ignorado Austro, en el Sur, como le ocurre al árbol, que, aunque tiene la cabeza oculta abajo, no podría extender las ramas, con sus frutos y pájaros, si esta cabeza dejase de envi
io en ellos una confirmación indiscutible de las opiniones de los hombres doctos d
habían hecho solamente sus estudios; pero este otro hemisferio por cuyos límites navegaba él tenía la ?forma de una pera, que es redonda salvo allí donde tiene
ades que ofrecían tierras y gentes. Así como el descubridor se había ido aproximando a la línea ígnea del Ecuador, el sol quemaba con más fuerza, las tierras estaban más calcinadas y los habitantes eran más negros. En Cabo Verde y en Sierra Leona llegaban las gentes a la más extrema negrura y las tierras parecían quemadas. Y sin embargo, al poner proa al Oeste, s
z del hemisferio austral. Y la hipótesis del Paraíso, cabeza de la tierra, situado en el noble Austro, se convertía en certidumbre para el Almirante. En el vértice del pezón es
ando por la cubierta, se detuvieron ante las ventanas del gran salón. L
lla está su ni?o... ?Qué toca? ?Wagner?... No; eso lo conozco; es de Schubert: El rey de los álamos. Vea cómo mueve la boca. Canta
os cuantos pasajeros dormitantes. Luego entró en el salón y fue a sentarse cerca del piano, junto al peque?uelo cabezudo, que contemplaba los grabados de un gran volumen con aire reflexivo de persona mayor, arrullado por la música de su madre. ésta, al notar la pre
o por los cristales-. Veremos en q
a las gentes. Todos gozaban la frescura de la siesta, ligeros de ropa, en el interi
e un mar denso, centellante, enrojecido como metal en fusión. Ni el más leve soplo agitaba las lona
staba dormido o despierto. Oía sonar el piano lejos, muy lejos, como una musiquilla de liliputienses. ?Ahora es Wagner-pensaba-; eso lo conozco: Parsifal, "El encanto
lodía tenue, que se iba adelgazando lo mismo que un hilo cada
n hombro. Abrió los ojos, y vio al doctor Zurita d
uno de hoja. Hoy no ha ve
pie para encender el cigarro, y su vista buscó a través de las ventanas del salón. Había enmudecido el piano, pero la alemana continuaba en la banqueta, revolviendo las hojas de las partitura
trana le siguió dando chupada
a alegrar a Zurita. Estaban cerca de su hemi
r mi cielo. ?Cuántas noches, en Europa, me privé de mirarlo, porque no podía encontrar en él la Cr
de la marcha de los negocios, pisar las calles de Buenos Aires. Las c
con orgullo que hizo conmigo su primer viaje... Pero hay que trabajar, ?sabe, che?... Nada de creer que allí se encuentra plata con sólo agacharse a tomarla. Se miente mucho. La gente va allá con la cabeza llen
tra vez sonaba el piano. Isidro vio a su amigo de pie junto a la artista, con los ojos fijos en
que va siempre hacia adelante, se encarga de enriquecerlo a uno, siempre que tenga paciencia y serenidad. ?Por q
trana se apresuró a repetir todos los lugares comunes que había oído sobre la tierra argentina.
lla no hay aritmética. ?Se entera usted?... Más bien dicho, que su aritmética es distinta de la que se usa en los demás
la estupefacción de Maltrana, y lueg
os domésticos; matábamos los animales para aprovechar únicamente el cuero y el sebo, dejando la carne a los caranchos; cultivábamos la tierra para las necesidades de casa nada más... Después vinieron los buenos tiempos de la exportación y de la inmigración, y dos y dos
ncero asombro, como si esta paradoja del doctor
ples que fuesen: dos y dos. El país se encargaba después d
smo. A?os de sequía y malas cosechas... Algunas veces, ni esto. Guerras que se desarrollan al otro lado del planeta, en países que no conocemos ni nos importan un poroto; restricción de crédito, falta de dinero, Bancos a los que dan ?corrida?, como dicen allá, y que ven sus puertas llenas de gente que ret
uel país: cuando sus campos quedasen divididos en peque?as fracciones, los desiertos estuvieran ocupados por una poblaci
s. Pero entonces-a?adió con tristeza-nadie irá a ella; porque para encontrarse con la misma aritmética del país