dor. Los hombres vestían de frac o de smoking, guardando en una mano la gorra de viaje. Algunos se detenían en las puertas formando grupos para ver a las s
ias de jardín artificial seguía el aleteo de las faldas desmayadas y flácidas, con brillantes pajuelas de oro o plata; el crujiente arrastre de los tejidos sedosos; el brillo de las espaldas desnudas suavizadas con una capa de b
spa?ol: ?Esta noche baile.? Y el anuncio parecía esparcir por todo el buque un regocijo de colegio en libertad. ?Esta
os. Empezaban hablando en varios idiomas, para expresarse al fin en castellano. Caminaban tomadas del talle, lo mismo que si fuesen compa?eras de pensión, y antes de que terminase la noche iban a tutearse, entusiasmadas por una amistad que consideraban eterna y databa de unas cuantas horas. Las madres se sonreían unas a otras sin conocerse-arrastradas por las afinidades de sus hijas-con una complicidad de compa?eras de profesión, y
ido azul bajo un cielo gris. La vista de peque?as ballenas chapoteando en el golfo entre surtidores de espuma les había hecho cruzar algunas palabras nada más, replegándose a continuación en su hura?o aislamiento. Juntos habían acogido con un mutismo de altivez a los que subieron en Lisboa, sospechosos
a epidermis ni ponía en desorden los peinados; una brisa regulada, domesticada como la que refresca los salones en las playas de moda. Los estómagos, encogidos hasta entonces por la ruda novedad de la navegación, se dilataban con voluptuoso desperezo, admirando en el comedor las prodigalidades del servicio. Crujían
Río Janeiro, la escala más próxima: ?diez días de vida común! ?Toda una existencia cuyo vacío había que poblar con diversiones y nuevas amistade
tendíanse de capitel a capitel. Al final del salón, sobre una columna rodeada de plantas y teniendo como fondo el pabellón alemán, erguíase un gran busto de yeso,
n el bullicioso tricolor de la francesa, la púrpura británica, el verde de la italiana, que parece un reflejo de mar latino, la cruz blanca suiza, las barras y enrejados de las escandinavas y el reventón de cohete rojo y dorado de la espa?ola. Sobre las otras mesas, como hijas vistosas que en la frescura de su juventud no temen la bizarría de lo llamativo, lucían
, la de su país. Ellos pagaban lo mismo que los demás: a bordo todos eran iguales, y su república valía tanto como cualquiera otra de América... Los camareros, azorados cual si fuese a estallar una conflagrac
que en el próximo viaje cuidaré de tenerla... Por el momento, si el se?or quiere,
as las personas de problemática nacionalidad. El hombre acababa por conformarse, vencido tal vez por el perfume de la so
de botellas entre pedazos de hielo. Sonaban incesantemente los estampidos del vino espumoso. Muchosían a títulos de suprema distinción las botellas que figuraban en las mesas: unas, blancas y puntiagudas como agujas góticas, cuyas etiquetas evocaban la imagen del padre Rhin pasando entre castillos y peinando sus barbas de espuma e
n perfil aquilino, se decía francés y vivía en París; pero hablaba el alemán con tanta soltura y estaba tan habituado a los usos germánicos, que los del buque, creyéndolo compatriota, habían colocado ante su cubierto la bandera del Imperio. Todos los a?os iba a América para visitar las joyerías de varios países, de las que era proveedor, y al mismo tiempo importaba en Europa p
de ustedes conoce el bridge?
dad cierto perfume de sinagoga, le invitaba a monstruosas partidas de poker, en las que debían arriesgarse miles y miles de fr
él en conversaciones anteriores. Por encima de las banderas, las cabezas inclinadas ante los plat
ferencias; hermosa cabeza de corsario con sus barbazas negras. Nadie adivinaría su sotana, que desde aquí no puede verse. Mire también a las se?oras viejas sentadas junto a él; ?con qué arrobamiento le contemplan mientras come!... Fíjese en la mesa del centro, la más grande del salón; es para catorce pasajeros, y la ocupa el doctor Zurita con su familia. ?Hombre generoso y campechano! ?Como si nos conociésemos toda la
uó, después de
do tiene que hablar con un extra?o, pero se le adivinan unos músculos de boxeador y una gran facilidad para dar ?pu?ete?, como él dice... Los que ocupan la mesa con ellos son todos del mismo país: muchachos grandotes y buenazos, que vuelven de Alemania; gente simpática y franca que me quiere y d
lentamente, preocupado con el funcionamiento de su dentadura, de una regularidad y una brillantez equívocas. El joyero, entre plato y pl
atros de París que lanzan la última moda; pero menos... etéreas, más sólidas, mejor nutridas, sin trampantojos ni mentiras en su construcción como hijas de un pueblo joven que tiene su suerte confiada a los flancos de la mujer... Y en las demás mesas, ?qué de cabezas rubias!... Las grandes damas de la opereta han sacado lo mejor de su vestuario teatral. Sus trajes podrían cantar solos La viuda alegre y todas las obras en las que figura un baile del gran mundo. Y en las otras mesas, rubias y más rubias, pero hinchadas de grasa, con el tall
amente, designando una
velos. Además, guardan lo mejor del equipaje para sus empresas de tierra firme... Con ellas está Conchita, una paisana nuestra, una madrile?a, que come estirada y seria, pues la pobre sólo puede entender por se?as a sus compa?eras. Algunas veces, volviendo la cara, habla con don José, un cura espa?ol que ocupa la mesa inmediata. Y mezclados con
su dama. Hoy la dama es la industria, y la gloria la nota de pedidos. Allí donde existe, en todo el globo, un grupo de hombres recién instalado que lucha con la selva, los pantanos,
lecciones tomadas en Berlín. Cuando tienen una duda, me buscan por todo el barco o consultan la sabiduría gramatical de fraulein Conchita, su compa?era de mesa... ?Gente tenaz, que no conoce el cansancio ni el ridículo! Sus triunf
que el camarero acababa de colocar ante él. Pero a los po
en las juderías, reinan ahora como fuerzas directoras del mundo... Y si lo duda usted, ahí tiene al amigo de los bigotes tiesos que nos preside, místico y guerrero como Lohe
ojos distraídos la c
ndiese horror, y apenas sentía disminuir el peso de la botella, reclamaba con vigilante previsión el envío de otra. Dirigía equitativamente este gasto extraordinario: las buenas cuentas mantienen las amistades. Una botella la pagaría el doctor Rubau, que apenas había tomado algun
ue no quiere mirar, con el rabillo del ojo... Usted le interesa, amigo Ojeda, me consta. Esta tarde, después del té, he hablado con ella, si es que nuestra conversación puede llamarse hablar. Sabe un poquito de francés y otro poquito de espa?ol. Yo no conozco una palabra de inglés; pero al fin nos hemos entendido por adivina
un movimient
, que conozco la vida... ?Que no le interesa a usted esa se?ora? No importa; siempre es b
rsaciones cada vez más fuerte diluía los sonidos de la música llegados del antecomedor. El vaho de los platos, las respiraciones huma
as de clown, que son, a lo que parece, los uniformes de famosos clubs esportivos. Ella canta romanzas italianas, y sólo espera que la inviten para hacernos oír su voz. Mistress Power (porque le advierto que ése es el nombre de nuestra vecina) sólo se trata en el buque con esta pareja de com
ojos a los ocupantes
n! Americain!...? En la mesa siguiente está Martorell, aquel muchacho con lentes y bigote rubio: un catalán, del que creo haberle hablado. También es poeta: lleva ganadas no sé cuántas rosas naturales y englantinas de oro en Juegos Florales; pero siempre en catalán, porque este ruise?or es mudo cuando se sale del jardín de su tierra. En Castilla (cómo él llama a todos los países que hablan espa?ol), el poeta se dedica a la banca. Una fiera, amigo mío, para asuntos de dineagerado de horror, una mueca que
, con demasiada cortesía, y de repente se aleja muy estirado, como si existiese entre nosotros una diferencia social que no permite la familiaridad... ?Y vaya usted a adivinar, con esa cara afeitada que lo mismo puede ser de magistrado que de cómico, sacerdote o mayordomo de casa grande!... Yo lo encuentro lúgubre como un doctor de los cuentos de Hoffmann. Además, me preocupa el camarote misterioso, ese
o el ce?o bajo la preoc
de oro. ?Lástima no saberlo con certeza!... Aquí hay misterio, un misterio gordo, a lo Sherlock Holmes; y lo más extra?o es que cuando le pregunto al mayordomo del buque, él, tan amigacho mío, se hace el tonto, como si no me comprendiese... Verá usted, Ojeda, cómo algo ocur
us averiguaciones sobre el ?hombre misterioso?. Después, el champán
moneda. Todo se paga con bonos, o se arreglan cuentas en el despacho del mayordomo al final del viaje. ?Y este tiempo de primavera! ?Y este buque que es una isla!... Nunca me he visto en otra: ni en Madrid, cuando me convidaban a comer los políticos de segunda clase para que escribiese bien de ellos; ni en París, cuando hacía traducciones espa?olas para las casas editoriales y enga?aba el hambre en los bodegones del Barrio Latino... ?Y p
llo contra una copa. Quedó inmóvil la servidumbre, circularon siseos imponien
uno va a habla
iéndose luego sobre el pecho; y en medio de esta cascada fluvial abríase una sonrisa de bondad casi infantil. Cuando pasaba por las cubiertas le rodeaban los ni?os, colgándose de su levita, danzando ante sus rodillas, pidiendo que los levantase lo mismo que una pluma ent
senredando lentamente su madeja oratoria. Una gran parte del auditorio no le comprendía, pero todos conservaban l
bailar. Sin tales requisitos, la Compa?ía no entrega un buque a uno de estos padres de familia... Lo mismo son los músicos de a bordo. Por la ma?ana preparan los ba?os y limpian las escupideras; antes del almuerzo tocan instrumentos de metal; por la noche instrum
hland über alles, üb
ué es
todo, sobre tod
odos contestaron lo mismo, con una regularidad mecánica, como el grito de un regimiento que responde a la voz de su coronel. ??Hoch!?, volvió a decir; pero esta vez, amaestrados por el ejemplo,
e el antecomedor el final del brindis, y los
espués de los postres-. Subamos al
n ante ellos los hijos mayores del doctor Zurita con otros jóvenes argentinos que regresaban de París. Todos saludaron a Maltrana con amigable familiaridad. Sonreían a
queda en sus cabezas dónde plantar un cabello más. Son hermosos ejemplares del cultivo intensivo de la pilosidad... Y las manos finas, aunque estén deformadas por los ejercicios de fuerza; y los pies peque?os, reducidos, altos de empeine, cuidados con meticulosidad; de día siempre encerrados en charol con ca?as de colores, de noche con forro de seda calada
mes zapatos de hombre, embetunados y de fuerte morro, que dejaban en la alfombra una huella de pesadez. Muchos comerciantes que se habían endosado el frac en honor del sober
ones de su amigo acerca de la superioridad de una
ne el pie peque?o... Pero ?quién sabe si el mundo no está destinado a ser una presa de los pies grandes! Fíjese con qué autoridad insolente y ruidosa van avanzando esos navíos de cuero y cartón. Allí donde se detienen se incrustan, y la pesada volun
ver las cabezas. Ascendió por la escalera un vestido de color de sangre, y detrás de su
s las naciones de a bordo están representadas en este séquito amoroso. Sólo falta
luminoso el nácar de una dentadura voraz. Al abrirse con el desperezo de la risa, sus dientes, u
lemán, inglés, francés y espa?ol con todos ellos, llevándose a los labios un cigarril
hermosura de Antinoo, petulante e insufrible lo mismo que esas muchachas que a
élida!-gritó un
s que estaban en el jardín de invierno: fingían no reparar en ella, pero se adivinaba en sus ojos una impresión de escándalo... Todo esto pareció decirlo la madre con su mirada y su breve llamamiento. Pero Nélida se limitó a con
s canas, la mansedumbre con que habla y la deferencia con que escucha. Por dos veces se declaró en quiebra hace a?o
Océano no lo obtiene en el otro, y regresaba, después de catorce a?os de ausencia, con e
rá cómo se le aproxima así que se percate de que usted desea trabajar en América y lleva dinero para eso. Le va a proponer algún negocio, como se lo está proponiendo en este momento a Pérez, el que se sienta a su lado; Pére
bondadoso patriarca co
n protestar de los escándalos de esta muchacha, que nada tiene suyo, que física y moralmente pertenece al padre, y que mira con cierta superioridad, cual si fuese una nodriza o una criada vieja, a la mulatona que la llevó en el vientre... Y el padre se conmueve y abraza a Nélida. ??Pobrecita! Las personas atrasadas no saben cómo deb
o, subido de color, sentado e
es. El muchacho es medio imbécil, le dan ataques epilépticos, habla con incoherencia. Cuando ella tiene interés en quedarse sola lo envía al camarote para que busque cualquier cosa, y el chico se resiste recordando que
erés repentino por este
ro de la Pampa, un estanciero, al que respeta el padre, adora la madre y tiene un miedo horrible la hermosa Nélida. Cuando habla de él se pone pálida. Se ve que este mozo del campo no cree en ?la educación de una joven a la moderna?, y arregla a palos los problemas de honor. La ni?a tiembla al pensar en la futura entrevista y en
itubeante. ??Nélida!?, volvió a gritar. Pero Nélida no se dignó responder, y bebiendo el resto de su taza púsose de pie, encendiendo otro cigarrillo. El grupo de fi
ísimo zonzo. ?A qué venís a
e, mostrábase autoritaria la buena se?or
ntornados las espirales de humo de su gran cigarro. Las damas de
a de las se?oras... Yo también siento la falta del magnífico cigarro que segura
ó despertar, al mismo tiempo que rebu
ra acá, galleguito simpá
enorme, al mismo tiemp
Diga qué le pareció esta fiesta d
idad de bestias enjauladas, lo mismo que se camina en los colegios, los conventos y los presidios, buscando suplir con la rapidez de la locomoción lo limitado del espacio. Las mujeres desfilaban masculinamente, a grandes zancadas
strellas, discutiendo sus nombres. Gentes del otro hemisferio ojeaban impacientes el horizonte, creyendo ver asomar a ras del agua la famosa Cruz del Sur... No se distinguía aún; pero dentro de cuatro
eninos. Al cruzarse los grupos en su apresurada marcha, se saludaban, como si no se hubiesen visto en mucho tiempo. Cambiaban sonrisas y gui?os, lo mismo que en el paseo de una ciudad. Todas las mesas del fumadero estaban ocupadas. Algunos grupos tenían ante ellos un peque?o mantel verde y paquetes de naipes. Oje
no sepa, se?or! ?Un ju
a, apoyándose en la barandilla. Sus ojos experimentaron la voluptuosidad del descanso al sumirse en el obscuro azul poblado de suaves luces. Circula
al quedar solo, en una melancolía inexplicable. Ojeda se comparaba a ciertas vasijas en cuyo interior los
distintos puertos y lo abandonarían en diversas tierras, se buscaban, se saludaban, se sonreían, para acabar paseando juntos, hablando en alta voz palabras sin interés, y mirándose al mismo tiempo fijamente en las pupilas, inclinando la cabeza el uno hacia el otro como impulsados por una atracción irresistible. Obscuros instintos servían de guía a la gran masa para seleccionar sus afectos, fraccionándose en grupos de dos seres, según la
uminoso, deslizábase furtivamente de su escondrijo, iba examinando las caras de sus compa?eros de viaje, los aparejaba según sus gustos, e invisible y benévolo, empujábalos unos hacia otros. Una atmósfera nueva se esparcía por las entra?as del buque. Respiraban los p
es se transformaban con una valorización creciente, apareciendo más seductoras a cada puesta de sol, como si el trópico comunicase nueva savia a las hermosuras decaí
iajero por amor, tendría que contemplar la felicidad ajena como los eremitas del desierto contemplaban las rosadas y fantásticas desnudeces evocadas por el Maligno. ?Ay, quién podría darle en viviente realidad la imagen algo esfumada que latía en su recuerdo!... ?Pasear sintiendo el dulce brazo en su brazo; so?ar arriba, en la última cubierta, ocultos los dos detrás de un bote, las bocas juntas, la mirada perdida en e
. ?Alegría de
. Un tul verde cubría la desnudez de su escote. Llevábase a la boca el cabo dorado de un cigarrillo, y un surtidor de
dulce se ve despertado. Aborrecía a esta mujer hermosa, por su tiesura varonil; no podía sopor
hacia el Océano, pero
glés se?alando una leve manc
el mismo idioma-. Pero no...
vieron súbitamente aproximados. Ojeda no supo si fue él quien avanzó por instinto, o ella con la varonil intrepidez de su raz
lástima que ella no pudiese entender muchas de sus palabras!... Y el recuerdo de las dificultades de lenguaje que se sufrían a bordo le sirvió para justificar su aproximación a Ojeda. Necesita
bía gustado siempre de la sociedad de los hombres... Luego interrumpió el curso de la conversación para preguntar a Ojeda cuánto tiempo había vivido en los Estados Unidos; y al enterarse de que nunca había
naré en el inglés. Se adivina que lo aprendió en Londres.
igual gesto que si contratase un buen servidor para su casa. A impulsos de su franqueza dominadora, no ocultab
padre sí; mi padre era alemán y muy dado a las cosas del sentimentalismo.
Era el se?or Munster, que, llevándose una
rdamos en el salón para nuestra partida de
con una amabilidad
u presencia, se retiró discretamente ant
si viese en él un motivo de errores y desgracias. Luego habló de su marido con un entusiasmo tenaz, molesto para Ojeda. Era más alto que él y de una dis
o. Usted lleva la corbata de un color y el pa?uelo de otro. Mi país es el único dónde el hombre puede llamarse elegante. Míster Power no sa
poco antes parecía contraerse con tristeza en su interior hiciese explosión de nuevo, avasallando sus sentidos. Fijábase en los ojos de la norteamerican
que, al lado de una mujer elegante. Aquella americana olía lo mismo que la otra; esparcía uno de esos perfumes indefinibles que no pueden adquirirse, pues carecen de nombre; un perfume irreal, que es como el uniforme impal
ligeramente inclinado, lo mismo que el vástago de una flor que se ladea graciosamente bajo su pes
po, por el ademán suelto y despreocupado de hembra elegante segura de su poder de seducción, por el halo de perfume luminoso que parecía envolverla. Ojeda escuchaba su voz sin saber qué decía, pensando en Ter
nvisibles, murmurando dulces palabras que sólo obtenían una respuesta mental. Ella ocupaba un sillón vacío junto a sus libros en las largas tardes de lectura, y por la noche, al abrir el camarote, deslizábase d
tangible que tenía a su lado. Esta reencarnación se hacía sentir con un contacto menos ilusorio; pero en el misterio de su encierro la delataba su perfume
l oír que se llamada Maud, experimentó cierto descontento. Estaba esperando,
lla era el varón fuerte, la cabeza directora de la asociación matrimonial. Había ido a Nueva York en busca de nuevos capitales para un negocio de caucho que tenían en el Brasil. Su marido sólo
jo, que acompa?aba a esta tropa de emancipadas lo mismo que un guardián de harén sigue a las odaliscas en vacaciones. Y nada de visitas a los Bancos o de conferencias feroces como las que había tenido dentro de un escritorio inmediato a las nubes, en el piso treinta y cuatro de un rascacielos neoyorkino. ?Lo que cuesta c
iasmo por su vistosa inutilidad, lo que producía en Fernando cierta irritaci
ntes con el alborozo que despierta todo suceso extraordinario en la vida tranquila de a bordo. Era la se?al p
dose la amplia barba y saludando a las se?oras. Rogaba a todos que se agrupasen en parejas. Iba a empezar la fiesta
ar de perlas de la esposa del millonario gringo a los lentes y la majestuosa corpulencia de la se?ora del doctor Zurita. Pero el santo respeto a la autoridad y las categorías sociales le sacó de dud
provocaban risas y gritos. Las se?oras viejas, los ni?os y los domésticos presenciaban el arreglo de esta procesión agolpados en puertas y ventanas. Isi
to sintióse arrastrada por la alegría general: ?Nosotros tam
has? escritas para natalicios y matrimonios de peque?os príncipes alemanes, y la
antes. La cabeza de desfile desapareció de pronto, y el ruido de cobres fue debilitándose. La ?polonesa?, saliendo del paseo al aire libre, se introducía en los salones, serpenteando entre mesas y sillas hasta desembocar en el paseo de la ba
egan al poker, pero con un rencor en la mirada de hombres bien educados que consideran la mayor de las distinciones saber ocultar sus sentimientos. Y ella mostrábase contenta por este doble deseo que tiraba de sus brazos y la envolvía en un ambiente de sorda pelea;
l vez inconsciente, un leve roce despertador que se ensanchaba en ondas de emoción hasta los extremos de su organismo, y unas veces le hacía caminar como si volase y otras parecía clavarle en el suelo. Era tal vez una caricia irreal, imaginada más bien que sentida, pero idéntica a otras que perduraba
de ámbar; pero unos y otros le miraban de igual modo, con una expresión invitadora. Fernando sintió el temblor que avisa la llegada de la fortuna, la emoción que precede a los grandes triunfos... ?La
ca, apelotonada en un extremo del comedor, había cambiado de ritmo, y las parej
de codos y de grupas. La ilusión, el champán y el deseo, fermentando sordamente en él, parecieron explotar de pronto, removidos por las vueltas de la danza. Su brazo retenía enérgicamente el talle de Maud,
ora en castellano, y su súplica incoherente era una especie de
uieres... Sería yo tan
itaba la obligación de entenderle y de ruborizarse. Al mismo tiempo, sus
mento para corregir un desorden de su falda, y al incorporarse mostró un gesto d
no. Continuaba hablando en espa?ol, repitiendo la misma súplica con un tuteo pasional. Y ella, por
gndo... no
e había sido extraordinaria. Ojeda se ladeó como si intentase cortarla el paso, al mismo tiempo que su voz se hacía más s
atajó con su
co... A mí no me impresionan esas
esperaba una noche hor
la doncella unos se
permitiese ir detrás de sus pas
gndo... no
xtra?eza, como en presencia de un atentado a las buenas formas sociales, asombrada de la rapidez con
ht-dijo f
el corredor que conducía a los camarote
res de poker, para los cuáles no había músicas ni bailes que pudiesen alejarlos del tapete verde. La familia italiana rodeaba a su prelado, empujándolo cari?osamente. ?ánimo, ilustrísima! Debía descender al salón para echar un vistazo a
diesen adivinar lo que había ocurrido abajo. Le molestaba la música, por creerla igual a una risa burlona. Otra vez n
un sentimiento de despecho; la cólera de su orgullo varonil herido por el fracaso; el escozor de una situación ridícula. Pero ahora le atormen
ó irónicamente-; se está uste
r en un banco,
; un canalla que
, balbuceando como un mozuelo atrevidas proposiciones. ?Ah, miserable sin voluntad!... Abandonaba con rudo tirón su vida anterior, marchaba aventuradamente al otro hemisferio, todo por una muj
separarnos?...? Un solo día había bastado para que olvidase sus juramentos. Aún no habría salido a aquellas horas su carta de Tenerife, y ya estaba lo mismo que Sigfrido,
sta indignación. Deseaba ocultarse, como si en su vergüenza necesitase más sombra, más silencio, y
su obscura masa sobre el espacio punteado de resplandores; las vedijas de humo, al escaparse de su boca, empa?aban por unos instantes el brillo de las conste
rdón. ??Teri!... ?Teri!? Ella viviría a aquellas horas seguramente pensando en él. Tal vez estaba ya en París, y en medio de los ruidos del bulevar, en un teatro o en una
divergente de su sexo material. Hombre como los otros, agitado y dominado por una virilidad rápida en sus impulsos, bestia de presa capaz de atropellar y matar, lo mismo que los varones prehistóricos, cuando le perturbaba la em
res, y tenemos un alma de cortesana. Estamos a la espera de lo que llega, crédulos y fatuos para aceptar como una fortuna la p
ella, la femenina walkyria, era el hombre en esta asociación amorosa. Su alma varonil y fuerte pertenecía a la aristocracia de los que prolongan un amor único hasta el más alto idealismo, ennobleciendo de este modo los instintos de la carne. Era el andrógino de las remot
as tentaciones de otros hombres que la deseaban, no había vacilado jamás. Y él era la mujer sin voluntad, el alma débil y vul
n paso, la simple novedad de lo ignorado, podían hacerle correr fuera de su camino lo mismo que una bestia en celo. Y así era él: así la mayoría de sus semejantes. Y este animal, que, enloquecido por lo que considera amor, tiene en el momento supremo de su dicha mov
abajo. Retardaba el instante de entrar en su camarote, como si de los tabiques pudieran desprenderse, saliendo
sillos, deteniéndose a cada vuelta para sondear con sus ojos la obscuridad. Fernando le encontró cierto aire de monje yendo y volviendo con igual número de pasos por su claustro de acero. Junto a una luz oculta, que esparcía una tenue mancha rojiza-el resplandor de la bitácora-, estaba otro hombre, con
ados como un halo de gloria; avanzando la cabeza en la noche para husmearla mejor; indiferentes al mundo alegre y variado que invadía las entra?as de la nave en cada viaje; sólidamente adheridos al testuz del monstruo cuya marcha guiaban, como el
el amor, que es algo indispensable para la existencia; llevarían en su alma la flor del recuerdo. Tal vez el oficial iba acompa?ado en sus paseos por la imagen de alguna fraulein rubia y sensible que contaba los días en u
riante de los aparatos. Atendía mecánicamente a otros pensamientos perdidos en la noche a una distancia de centenares de millas, y apenas terminada la conversación recuperab
n por la suerte del pueblo flotante, lo veía único, noble, rectilíneo, l
cia él, lamentando su desaparición... ?Qué hacía allí? ?Por qué no estaba abajo?... Y acompa?aba sus palabras con grandes risas y ca
Una valiente. Se ha deslizado fuera del salón, mientras emborrachaban a su hermanito los amigos de la banda. Su primer flirt, el alemán que se titula pariente y viene con ella desde Hamburgo, anda loco por todo el buque sin poder encontrarla. Yo soy el úni
sta de comunicar su desaliento y s
iente asco de sí mismo.
una afirmación tan inesperada... Luego se encogió de hombros
avanzase el Goethe la proa en los mares luminosos y cálidos, todos iban a sentirse poseídos por esta miseria que avergonzaba a Ferna
ambiente. La responsabilidad no es nuestra. El culpable es ése... el gran impuro, el eterno fe
o, lo ara?aban cruelmente con la quilla, bien comidos, el pensamiento en reposo, los miembros en huelga,
Galeoto con mostachos de algas!
as del arpa de la voluptuosidad; por algo se habían elevado en las costas las blancas columnatas de los santuarios de amor,