sica a las nueve de la ma?ana por todas las cubiertas, desli
, las luces del café permanecieron encendidas hasta que el amanecer fue empa?ando su brillo. La marinería, al limpiar las cubiertas, habían salpicado con su man
nda, admirando los disfraces con que se habían cubierto los músicos en honor de la grotesca solemnidad; sus caras con chafarrinones de almagre y sus nar
cielo estaba encapotado; el Océano ecuatorial ofrecía el aspecto de un mar del Septentrión. La
odos corrieron al lado de babor con vehemente curiosidad, como si desearan saciar sus ojos en un fenómeno inaudito. ?Tierra!... Esta palab
recía flotar sobre las aguas como un montón de basura. Era la Roca de San Pablo, aglomeración de piedras basálticas en mitad de la línea equinoccial; pedazo de tierra diminuto olvidado
un grupo-. La única isla que no ha tentado la codicia de nadie... Cómo
la piel de los paquidermos, y en torno de los cuales levantaba la resaca enormes rociadas de espuma. El mar tranquilo alterábase al tropezar con este obstáculo inesperado. Se adivinaba la existencia de cavernas submari
ájaro en la roca pelada, que a las horas de sol
la isla-. Procrean en sus cuevas, y luego van a buscarse la comida
cavernas y escollos de aquel islote; los veían con el pensamiento pasando y repasando por debajo del vientre del navío, traidores, cautelo
ndidad, había de efectuar su cacería con rapidez. Batallaba el diente con la ventosa, el coletazo demoledor con el tentáculo que ahoga, la boca que desgarra con la boca que sorbe. Y en esta batalla invisible que se desarrollaba abajo, a varios kilómetros de distancia vertical, en la penumbra de unas aguas obscuras, entenebrecidas aún
a vida feroz y ciega, ignorante de la justicia y de la misericordia, lo mismo que en los primeros días del planeta. Avanzaban los humanos comiendo, bailando, requebrándose de amor por lugares del globo donde aún subsistían las f
boca de las se?oras, que dejaron de mirarlo, falto ya de interés. Visto sin los gemelos, parecía algo repugnante q
r el paseo, y en este desbande general, Oje
on maliciosa expresión
al la n
gesto de indife
o. Cualquiera diría que ha tenido usted malos sue
o que la he pas
de impaciencia de su amig
ro que se acostó tarde... ?A ver esa cara? Muy bien: no tiene ust
día había sido algo inesperado. Las gentes iban conociéndose mejor; el trato amansa a las fieras.
cayese sobre él, insistió por conocer los detalles d
. Esta vez, las se?oras de la opereta, solemnemente invitadas por mí en nombre de los amigos, se dig
tó Ojeda si el mayordomo había tenido que interv
se asomaba a la puerta para sonreír como un maestro satisfecho de sus chicos. Uno que hacía suertes de gimnasia con un sillón lo dejó caer sobre la cabeza de su compa?ero. Le limpiamos la sangre y luego se dieron la mano los dos. Total, nada. No fue con mala intención... Las damas, que no en
bía oído hablar algo de muebles
s amigos los norteamericanos... Pero el
el espectáculo con un sentimentalismo alcohólico que agolpó lágrimas en los ojos. Las damas apoyaban con desmayo poético sus cabezas rubias en el hombro más próximo. Una rompió a llorar con estertores histéricos.
botellas vacías o sin destapar fue cayendo en el Océano. Pasaban ante el luminoso redondel como una nube de proyectiles negros. Al agotarse la provisión, los comisionista
gor y la rapidez con que saltaban los objetos del buque al mar; corrieron los camareros para dar aviso de estos de
tlemen que estaban en su compa?ía. ?Y un gentleman que paga, puede hacer lo que quiera.? Sacaban los billetes a pu?ados de los bolsillos de sus pantalones, indignándose de que por unos dollars vini
o más-dij
las inmediaciones del camarote de Isidro. Gritos, golpes a la puerta, llamamientos desesp
e la otra noche. Apenas bebo un poco, me asalta el recuerdo de mi vecino el hom
Una gran se?ora, princesa rusa o archiduquesa austriaca-en esto dudaba Maltrana-, venía prisionera en el buque. Nadie la había vi
emente indignados de que junto a ellos pudiese un hombre realizar este secuestro. El cow-boy más viejo abría
enemigo dormido. Golpearon la puerta del hombre misterioso. ?Se?or: abra usted buenamente.? Le convenía evitar el escándalo y que su crimen quedase en el misterio. Era Maltrana el que se lo aconsejaba por su bi
s amigos.? La recomendación de Maltrana fue inútil, pues la princesa no gritó ni se aproximó a la puerta. Cada golpazo del cow-boy viejo conmovía toda la fila de camarotes.
zándonos con llamar al comandante para que nos metiese en la barra. A mí me prometió cambiarme de camarote hoy mismo, para que no repita mis intentos. Y todo esto me afirma aún más en la creencia d
errogarle con sus
ediato. Sólo así me deja en el mío y no me obliga a pasar a otro menos cómodo... El hombre misterioso triunfa. ?Cómo ha de ser!... Acabo de verlo, y par
ener que abandonar la
de él. Fíjese bien... se trata de una princesa. Y seguramente que si es usted el que la
ofender a Maltrana, como si fuese dirigido contra una perso
cosas que considera mejores... Pero tal
aso de alguien por detrás de él. La cubierta estaba totalmente ocupada por los pasajeros: unos, en grupos mo
, cuando se reflexiona fríamente, desvanecidos ya los arrebatos cegadores, y se calculan las consecuencias del gesto.
comedor, Fernando sintió crecer su inquietud al ver que se llenaban todas las mesas y la de Ma
eamericana. ?Estaba enferma?... Y el doméstico volvió al poco rato con noticias. H
mullida alfombra hasta las proximidades de su propio camarote, pero al torcer con dirección al de Maud, fue adelantando cautelosamente, como el que acude a una cita amorosa y teme ser visto. Al final de un breve corredor, jun
rco de níquel. Era un buen mozo, de mandíbula enérgica, bigote recortado, ojos imperiosos y una gran flor en el ojal de la solapa. Indudablemente míster Power... Recordó Ojeda que en la noche anterior Maud se había arrancado de s
lado de la puerta, como si Mrs. Power se incorporase sorprendida e irritada. ??Ah, no! ?imprudencias, no!...? Su voz temblaba, colérica, enronquecida; una voz despojada de pronto de su sedosa feminidad. Y com
a: temía que estuviese enferma. Pero ella cortó estas palabras humildes que imploraban perdón con otras breves y rudas como órden
rse humillado. Pero ?era Maud la que hablaba así
biese podido ofenderla. Porque él estaba seguro de que sólo una ofensa involuntaria d
echo los suspirantes agradecimientos de la norteamericana, sus balbucientes elogios a la incansable vehemencia de una raza que, en ciertos extremos,
cierto rubor; miedo de verme otra vez. A la tarde o a l
de agua en el horizonte. Miró como los otros, pero sin ver nada extraordinario. El cielo se había despejado con la mudable
anguijuela que se estiraba sin llegar con su boca al Océano. Un espacio de color violeta quedaba entre la superficie atlántica y el extremo de la manga; y sin embargo, no por esto dejaba de verificars
madero y el jardín de invierno. Bromeaban acerca de la ceremonia que iba a verificarse aquella misma tarde. Asomábanse al balconaje de proa para ver abajo la gran pila del bautizo, impro
os por el ardor del sol. La música, acompa?ada de gritos y gran batahola infantil, recorría el buque. Neptuno acabab
y dos negros casi en cueros, sin otras superfluidades que unos taparrabos de crin, huecos como faldellines de bailarina, y una lanza al hombro. Estos negros falsificados, con el cuerpo reluciente de betún, ense?aban por debajo de la peluca ensortijada sus ojos azules. A continuación, cuatro gendarmes de cascos abollados y sables herrumbrosos; y tras esta escolta de honor, Neptuno, el
xplanada de proa abarcábase en conjunto su enorme fachada blanca, semejante a la de un palacio en construcción, cortada por galerías de un extremo a otro y rematada por un kiosco que era el puente. Sobre las filas de curiosos asomados a los diversos balconajes aparecían otros subidos en bancos y sillas,
ceremonia. El escribano leía en un libro sostenido por su amanuense. Las palabras alemanas, al surgir rudas y sonoras por entre sus barbas de cá?amo rojo, provocaban en los balconajes una explosión de carcajadas y r
de los grotescos personajes, avanzaban la cabeza
s palabras tienen cierto ru
n, pero me parecen bobadas par
con los pies en alto y la cabeza sumergida, flotando sobre la superficie el faldellín de crines. Gritaban las se?oras con risue?o escándalo; volvían la cabeza algunas madres en busca de sus ni?as,
ra arrancar muelas, todo de madera pintada; una brocha que era una escoba, con la que revolvía el líquido de un tanque, echando pu?ados de yeso que figuraban ser polvos de jabón. Afiló la navaja en una gran pieza de tela que sostenían dos grumetes; probó las tenazas intenta
eriores o un simple pijama. Eran pasajeros de primera clase que accedían a tomar parte en la ceremonia, y cuya presencia saludaba el público con gritos y aclamaciones.
las tradiciones, que se hubiesen creído defraudados en sus intereses y disminuidos en
je a costa de la propia persona. Al surgir en la lista de los destinados al bautizo un nombre que no era alemán, el escribano se abstenía de repetirlo y pasaba a otro. Sabían los del buque, por varias
embadurnaba con la pasta blanca, pugnando por sostener al paciente, que intentaba librar los ojos y la boca del tormento de la escoba. Fingía afeitarle con el horripilante navajón; intentaba introducir entre sus labios las enormes tenazas para extraerle una muela, y mientras tanto,
o cubierto de vedijas de yeso. Los negros pesaban sobre él para mantener su inmersión lo más posible, y al fin resurgían los tres hechos un racimo, luchando con furiosas zarpadas que provocaban risas. Y el bautizado salía chorreando, sin otra preocupación que man
por todo el buque. Era alguno que deseaba aumentar la alegría pública con este incidente de su invención. Y cuando al fin se dejaba coger, aparecía, lo mismo que una tortuga en su caparazón, bajo las vueltas d
Malt
agitaron lo mismo que una turba que invade una escena. ??Maltrana! ?Que salga Maltrana!? Las nobles matronas volvían a él sus ojos desde las alturas y agitaban las manos para que obedeciese sus deseos. El doctor Zurita y otros argentinos abandonaron la tranquilidad zumbona con que habían presenciado hasta entonces
!... ?Gracias
de asiento a él y a Fernando, ocultándose con modestia detrás de su amigo, redoblar
on rabia-. Yo no vengo aquí para hacer reír... Al pr
Maltrana, hizo una se?a; los gendarmes volvieron sobre
Doktor
-, enorme de cuerpo, grave de rostro, con sus barbas de un rojo entrecano y gruesos cristales de miope. Acogió con una risa infantil la ovación burlesca del público y fue a sentarse en la escalerilla de
a un grumete, como si fuesen un objeto de laboratorio, y sin perder su noble calma, mirando a todos con ojos vagos desmesuradamente abier
arbero, estremeciéndose bajo las rociadas de los negros, sin conocer lo grotesco de una situación que hubiese irritado a otros, satisfecho tal vez de contribuir al regocijo de esta muchedumbre fatigada por la monotonía del Océano. Sonó el trompetazo del bautizo, y el ?d
oneros de larga navegación por los mares septentrionales que no habían estado en el hemisferio Sur. Y los encargados del bautizo e
Al fin, cuando no quedaban ya neófitos y los grotescos personajes iban a retirarse, precedidos por la música, la vio en un extremo del mirador de la cubierta de paseo, oculta detrás de la se?ora Lowe,
que la música rompía a tocar una marcha. El cortejo neptunesco avanzaba hacia la terraza del fumadero, d
jer. Casi sintió deseos de pedirla perdón, como el que se equivoca confundiendo a un extra?o con una persona amiga. Ella inclinó la cabeza con una sonrisa insignificante: le saludaba como a cualquie
.. él había pasado la línea varias veces, prestándose siempre a esta ceremonia. En el Goethe también se habría ofrecido, a no oponerse la
. Lowe, con el instinto de solidaridad que hace adivinar a toda mujer el instante oportuno de ay
??Qué bien finge!... Nadie adivinaría lo que hay entre nosotros...? Pero tornaba a su memoria el recuerdo de la penosa escena frente a la puerta del camarote. Temblaba en sus oídos el eco de aquella
s filas de bancos, como en un colegio, y cada vez que se levantaba una para recibir el agua lustral, los músico
as cabezas reverentes: unas, rubias y despeluchadas por el viento; otras, negras lustrosas, consteladas por el brillo de las peinetas. Todo el re
se?oras mayores eran ondina, ninfa atlántica, náyade, lo que las hacía volver a sus asientos ruborizadas, con el doble mentón tembloroso, entre los murmullos aprobadores y un tanto irónicos de la concurrenci
ojos se encontrasen con los de Fernando. Un pasajero se acercó a las dos se?oras co
ran... La mesa está
en aquellos tres norteamericanos, convenciéndolos una hora antes, mientras presenciaban la ceremonia del bautizo. Ma
eza, sin un indicio de vacilación y de arrepentimiento. Otra vez se sintió afligido por una falta suya que no sabí
oco rato tras de ella, a pesar de las sugestiones de una fal
s del salón, y contempló a Maud con los naipes en la mano, el e
con algo que estremecía sus nervios y quebrantaba su paciencia. Fernando huyó, sufriendo la misma sensación que si acabase de recibir un golpe en la esp
e habían esparcido. Maltrana parecía furioso por los excesos y molestias de su popularidad. No podía circular por el buque sin que sus numerosos y queridos amigos le
embarcado para hacer reír... Crea usted que siento la tristez
o volvió a acodarse en la barandilla, mirando a los emigrant
de otros siglos y sus opiniones sobre las virtude
e se albergaban en los cuerpos de los marineros y en las rendijas de las naves. Y esta creencia no era solamente de los des
de Europa la poseían por igual, y hasta los reyes gozaban el placer del rascu?ón y el entretenimiento de la cacería a tientas. Figúrese lo que serían aquellos buques peque?os con las tripulaciones amontonadas y la madera corroída por toda clase de bichos repugnantes... Como al ll
ía de él y de su fingida muerte en el límite de los dos hemisferios al relatar ?la aventura del barco encantado?, cuando Don Quijote y su escudero flotaban sobre el Ebro en un bote sin remos... El iluso paladín creía estar a los
abajo con sus hopalandas de pieles a pesar del calor. ?Algo y aun algos?. Par
les de hierática majestad, envueltos en luengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban
, como si no le inspirase confianza la al
s momentos parecían preocupadas con la busca de algo importante. Luego desaparecían, como s
e-dijo Maltrana-. Gran baile de disfraces, y dur
rillaban aún en el horizonte los últimos fuegos so
lanaban el comedor. Empezó el servicio sin que estuviesen ocupadas muchas de las mesas. Numerosos
es, a que la sala tuviese buen público, y sus doncellas o los hombres de la familia iban del camarote al comedor para echar un
o, y así iban hasta sus asientos escoltadas por la familia. Pasaban entre las mesas damas rusas de alta diadema y vestiduras rígidas; niponas de menudo andar;
?Ollé!..
des movimientos de abanico, que entraba, protegida po
ndolos a pesar de que estorbaban su comida. Algunos aparecían con grandes chambergos, poncho en los hombros y espuelas, que hacían res
burlón entusiasmo los muchachos sudameric
viejo o el cuchillo de cocina que llevaban al cint
e... Moch
ntaria. Encerrado como un crustáceo en este caparazón de corcho, manteníase lejos de la mesa a causa del volumen de su envoltura, teniendo que realizar todo un viaje cada vez que sus manos ib
a por la claraboya que comunicaba el salón de música con el comedor, y pregonaba, a estilo de los vendedores de diarios, el Aequator Zeitung, periodiquito impreso a bordo en la prensa que servía para el tiraje de los menús y las listas de pasajeros. La minúscula hoja repetía en todos los vi
adorno, mariposas y flores de gasa, minúsculas banderas, gorros de papel. Se ornaban los pechos de las se?oras con estas chucherías brillantes; la solapa de todo smoking lucía como una condecoración la ban
soluta provocó, luego de un silencio de sorpresa, gritos y silbidos. Los malintencionados imitaban en las
este tintineo general, que casi ahogaba los sonidos de los instrumentos, desfiló la comitiva: el tambor mayor al frente de la banda; toda la servidumbre portadora de faroles; las camareras disfrazadas de floristas, y un gran número de animales, osos, perros y leones, mozos de buena fe, que sudaban bajo los forros de pieles y movían de un lado a otro sus cabezas de cartón rugiendo o ladrando. Dos hombres apoyados un
olta de honor de tres matronas de hermosos brazos y majestuoso andar, con túnicas blancas y el purpúreo gorro frigio sobre las negras y ondulosas cren
esa, de ansiedad, como si todos sintiesen a la vez el latigazo del dese
os del buque, se incorporó asombrado... ?De dónde salían estas muchachas?... Eran superiores en su
s y el beso que le envió con la punta de los dedos hicieron que Maltrana reconociese de
s el steward de
y contoneos de estos efebos rubios de carnes blancas
arotes, sacuden las camas y manejan los cacharros de aguas sucias..
ntos burlescos de los hombres. Algunos de éstos saltaban del requiebro a la acción, pellizcando
mo un aquelarre sorprendido por la salida del sol, y únicamente quedaron en
ía sola Mrs. Power. Estaba vestida con gran elegancia y sobr
a comida-. Está sin duda de mal humor. No le mira a ust
gría general hacía conversar a unos grupos con otros, las obsequiosidades de Munster le hicieron volver el rostro hacia los vecinos. El joyero, con una cortesía melosa, elevaba su copa de champán en honor de la se?ora. Maud le co
es del baile podían hacer una nueva partida en el salón de música: los esposos Lowe estaban dispuestos... Y ella movió
ulancia, el orgullo de su amistad naciente con aquella se?ora que hasta entonces sólo se había fijado en Ojeda... No habría bridge: lo juraba Fernando en su interior. Maud se
l café con los Lowe. El se?or Munster fue a su mesa para repet
o a no creerse en plena intimidad. Además se imaginó, con un optimismo inexplicable, que esta negativa era a cau
cubierta. Sus dos calles parecían las de una ciudad en Carnaval. El se?or disfrazado con el salvavidas tomaba su café tranquilamente, sin abandonar el caparazón de corcho. Maltrana predicaba
ile, y poco después la orquesta rompió a to
o si les costase abandonar su incrustación en los almohadones; sonó un fru-
ncia la aceptó él como un signo favorable: era disimulo. Abandonaba a sus amigos para facilita
l fin, después de mirar a un lado y a otro, abandonó la mesa, deslizánd
ruido de sillas desordenadas. Fernando miró a todos lados, sin alcanzar a ver la cabe
ele ocurrido antes!... Ella le esperaba en su camarote; no había duda posible. Luego de mirar otra vez en
Pero no; el recuerdo de la noche anterior le daba confianza. Aún no habían transcurrido veinticuatro horas, y noches como
o lado de la madera, Fernando repuso, para hacerse conocer, con una leve tos y un murmullo discreto. Era él... Hubo en el interior cierto rebullicio que indicaba cólera y sorpresa; muebles removidos, pala
ada voz, dijo junto a la pu
.. Voy a
ndiesen en su ridícula inmovilidad ante la puerta cerrada. En el pasillo se cruzó
en la cubierta de paseo. Apretaba los pu?os, murmurando palabras irac
s de la luz, contemplando el Océano por encima de la borda. La negra
a tenía de poetical. Era un hombre, un verdadero hombre de negocios, de los que sólo conceden a los impulsos del afecto unos minutos de su existencia; de los que tratan las necesidades de la carne como vulgares y rápidas operaciones de higiene y únicamente se acuerdan del amor cuando la abstención los martiriza, dedicán
erenidad de aquella mujer. Llevaba la cuenta angustiosamente de los días que aún le quedaban de navegación, como se cuentan en una plaza sitiada y sin víveres las horas que faltan para que llegue el ansiado socorro. Y al flaquear su voluntad por las i
ue se viese perseguido por una compa?era de media hora, como si el encuentro fortuito y mercenario pudiese conferir derechos. ?Ah, miserable! ?Con qué risa cruel y dolorosa reiría Teri si pudiese conocer esta aventura grotesca! ?E
orada; Maud procuraría que lo ocurrido no saliese del misterio. La había prestado un buen servicio-Ojeda reía amargamente al pensar en esto-, habían sido felices unas horas, y luego se separaban como
uque, y ella quería salir a su encuentro sin miedo a las maliciosas sonrisas de los pasajeros. él había sido el escogido para el remedio en momentos de turbación y de prisa... ?y qué derechos le daba esto? Lo mismo podía haber sido el agraciado míster
edor se habían agrupado algunas mujeres, contemplando las parejas que danzaban abajo. Eran se?oras que no habían querido vestirse para la fies
de invierno, saliendo a la cubierta, una mujer vestida
e le tendía la alemana, y ella, con cierta emoción por las efusivas palabras, volvía sus ojos a todos lados, extra?ándose
es trajes. Ella no había de bailar, y tampoco gustaba de permanecer sola en el salón mientras su marido jugaba en el fumadero. Por curiosidad y por aburrimiento, luego de acostar a Karl,
ía ser maliciosa. Se asombraba otra vez de verle solo. Casi se hab
?Terminado para siempre! Yo no ten
e estar al lado de Mina, satisfecho de
e el primer momento de su amistad. ésta no le molestaba haciendo la apología de su marido; era dulce y parecía admirarle. Muy al contra
ostraba peligro alguno: la pobre estaba desenga?ada. El fracaso de su existencia la hacía huir de toda complicación pasional, prefiriendo una vida vegetativa y humilde. Además, parecía enferma...
en la borda de babor
rande-dijo Mina-. ?Qué enorme y qué bl
ntales, grandioso como un palacio. Su luz galoneaba de plata el contorno de las nubes y tendía sobre el mar un camino anchísimo e inquieto, un cami
rtando la obscuridad atlántica, cada vez más ancho, má
ada por la majestad de la noche-. Quisiera saltar fuera del bu
ó Fernando con
ría conmigo...
empezaron a murmurar algo como un rezo. Eran versos, versos alemanes de extremado sentimentalismo, que Ojeda entendió vagamente, adivinando el misterio de unas estrofas por el sentido de otras mejor comprendidas. La poesí
n torno de ellos... Experimentaba Ojeda una sensación de descanso al lado de esta mujer infeliz; una impresión de paz y dulce anonadamiento
ella interrumpiendo su recitado-. Díg
fundiendo el misterio interior con el misterio del ambiente, comenzó a recitar versos franceses con una lentitud sacerdotal, seguido por la mirada ávida de Mina, que hacía
hacía estremecer esta música, en la que entraban por igual el enc
piendo su murmullo poético, como si no pudiese contener
enidad olímpica, la majestad simple de los divinos. Más bien parecía un taumaturgo de alma atormentada, un mágico prodigioso; pero en él se con
mi dios-dijo t
llanura de plata, sintiendo en un hombro la suave
s que abandonaban el baile por un momento para respirar en la cubierta. Los jóvenes se abanicaban con un papel la faz congestionada, despegándose de la carne el cuello de la camisa, rebla
e la noche, sin que sus miradas se buscasen, satisfechos del contacto de sus
e, por la influencia del ambiente, sonaban en aquella hora de ilusiones como sinfonías de infinito idealismo. Se
pobre mujer que era madre y oyendo una musiquilla vulgar a cuyos sones danzaban los seres más frívolos de aquella Arca de Noé!... ?Cómo reiría él si con prodigioso desdoble pudiera contemplarse a sí mismo desde lejos!... Pero la emoción inexp
descarnado, sustituyendo su color verdoso y enfermizo con una palidez luminosa. ?Los ojos de animal humilde, agradecido a la caricia, que fijó ella en sus ojos al sentirse contemplada!... ?La ruborosa confusión con que volvía la cabeza, temiendo insistir en una mirada que pod
re el salón y el balconaje de avante, donde era menos viva la luz y nadie podía verles de lejos Fernando la atrajo a él, abandonó su brazo para envolverle el talle con rudo tirón, y la besó impulsivamente, al azar, en una mejilla, en la nariz, allí donde pudieron posarse sus labios. La alemana gi
?Pobre Mina!... Pero ella, protestando de esta conmiseración, giró la cabeza sobre su hombro hasta apoyar la nuca, y en tal postura, con los
rimiéndole la cabeza entre las manos crispadas para mantenerle en amorosa sumisión. Era el beso-suspiro de la germánica sentimental paseando entre los tilos, a la caída de la tarde, apoyada en el brazo de un estudiante y con un ramo de flore
.. Y ella, como si se avergonzase de su emoción, profería balbucientes
e del brazo, continuaron su paseo con afectada indiferencia. Alar
de los besos-dijo
la cubierta. Y al volver de nuevo a este refugio, fue ella la que sin esperar los avan
urbación en su pecho y en sus ojos, un temblor en las piernas, una música lejana en los oídos cada vez que Fernando se aproximaba para hablarla... Luego ?qué de penas viéndole con aquella se?ora tan elegante, tan altiva, que parecía burlarse de ella con los ojos!... El ensue?o no se realizaría nunca; una ilusión imposible, como tantas otras de su pobre existencia... Y cuando había perdido tod
Fernando, enardeci
, la alemana se revolvió ante las caricias audaces, se despegó de sus brazos con una fuerza nerviosa que nada hacía sospechar
resencia de algo que destruía sus ilusi
revolvía contra toda caricia que saliese de los límites del rostro, y esta repulsión vigorosa era t
al cuello y volvió a su gesto de sumisión, descansando la ca
uiero. Estar así... siempre juntos... ?siempre!... Seremos... ?c
e fruncir las cejas con pensativ
los dos. La boca... la boca nada má
labra, sonreía como un jardín abandonado b
la antigua artista entre las suyas, deseoso de inmovilizarla, de domar su resistencia,
ella calma monacal que había reinado en el trasatlántico durante la primera semana de viaje ya no existía para él. Sabía lo que era el amor entre los blancos tabiques de un camarote, y quería continuar, fuese con quien fuese, los encuentros de pasió
la amplitud de su espacio, con profunda cama y anchuroso diván. Pretendía deslumbrar con estas comodidades del tugurio flotante a la pobre amiga, que iba instalada en las cámaras más profundas y obscuras, cerca
ina, no.? Por no seguir el curso de sus peticiones trémulas de deseo, le interrumpía solicitando
a sus súplicas-. No, mi novio... C
manos huroneantes, bastábale un empujón para librars
rescura. ?Cuánto tiempo llevaban allí los dos?... Mina quiso marcharse. Ocupaba con su hijo un peque?o camarote en la cubierta
do. Se llevaba a su profundo refugio la felicidad de la
a no había llegado hasta ellos, se besaron por última vez con un beso largo, q
Sonreía con expresión maliciosa; levantaba una mano con el índ
, sí... ?Cabina, no
ómico a la ?cabina?, huyó apresuradamente, volviendo por do
no estuviese allí Maud, para que se enterase de lo poco que le impresionaban sus desdenes!... Veí
to una aventura tan grotesca, y en el mismo día se lanza a perturbar la tranquilidad de una pobre mujer que acepta sus avances con una sensiblería de romanza y toma el amor como si estuviese en los quince a?os.? ?Qué gusto de complicarse la vida!... ?Qué cordura en un hombre que
onzada e iracunda; pero el resto del cuerpo parecía satisfecho, con un regodeo de recuerdos y un estremecimiento
uerdo en parangón con la imagen real de otras mujeres. Este pensamiento tardío iba acompa?ado de remordimiento y miedo. ?Qué diría Teri si pudiese verle!... Para evitar esta posibilidad, como si temiera que los ojos del retrato fuesen a adquir
llevaba el sue?o por delante con la escoba del olvido. Veía en la incoherencia de su adormilado pensamiento a los parientes del obispo incitándolo a que entrase en el baile. ?Monse?or: el mar... es el mar.? V
abría. El viaje era monótono, y había que aprovechar las ocasiones para alegrarlo. Una vez en tierra, recobraría su c
vacilando en su saludo, temiendo tal vez un cambio de carácter, un arrepentimiento, después de la noche anterior. Pero al ver que él sonreía, acariciándola con lo
zó sobre Fernando con los brazos abiertos. ?Novio... novio mío.? Fue un beso rápido, pero vehemente, con acometividad, distinto de los prolongados y lánguidos de la noche anterior. Luego,
tinte verdoso de la tez, que no habían conseguido borrar los extraordinarios cuidados de tocador de esta ma?ana. Además, el ni?o que iba a presentarse de un momento a otro; el marido, que estaba en su camarote roncando la cerveza de la noche; el vestidillo pobre, que ella había intentado realzar con unos encajes
rezca, y esta pobre mujer me quiere. Soy para ella la ilusión, el recuerdo de un mundo en el que v
rtaba sus palabras. Hablaba como si estuviese sola, exteriorizando su pensamiento en un monólogo. ?Dulce noche! ?Vida fantástica de ensue?os maravillosos desarrollados en la sombra!... Ella se había visto conviviendo con él en uno de aque
no era más que un ensue?o; una ilusión del viaje oceánico. Cuando saliesen de la clausura del Goethe, cada uno se iría por su lado; y aunque por una bondad d
poéticos éxtasis y ojos nostálgicos, la pasión tomaba una seriedad vulgar, moldeándose con arreglo a los santos principios de la familia y el buen orden. Si continuaba en sus ensue?os, iba a proponerle el amor en pantuflas al lado d
n esta felicidad en la noche anterior... Para él, la posesión era un compromiso sagrado, que le unía por siempre a una mujer, a?adiendo la t
servación. No; siempre diría no. En otros tiempos, tal vez; cuando ella era joven y hermosa; cuand
ir un enga?o. ?No, novio mío, no.? Lo importante era amarse. Lo otro habría de ocurrir forzosamente cuando viviesen juntos, pero no era de más valor que cualquiera de las funciones viles que ent
ad notábase una expresión de ni?o viejo, un fruncimiento de cejas de persona mayor que sospecha y reflexiona. Su frente saliente, de testarudo, parecía hincharse y latir. Dejábase acariciar por la m
ompletamente ocultas para las personas de razón; el sentido que hace aullar al perro en la casa donde se prepara
su entusiasmo por la emoción estética, su veneración por el genio, habían reaparecido de golpe. En su amor había mucho de agradecimiento para aquel hombre, gracias al cual resurgían de entre las ruinas y los pesimismos de la decadencia sus antiguos entusiasmos de cantante. Aún creía posible la continuación de
permaneciendo detrás de él en amorosa contemplación, como una esclava. Y cada vez que terminase un verso... un beso; a cada estrofa concluida, seis, doce... una lluvia; y cua
oder cambiar otras caricias que algunos apretones de manos
nte cuatro días el paso de la línea. Y estos juegos olímpicos consistían en tragar pasteles con rapidez, llenar un tanque de patatas, enhebrar agujas, batirse a golpes de
ro Mina le miró suplicante. ?Novio mío... ven?. Ella había de asistir para cuidar de Karl. ?Si Fernando estuviese cerca
s juntos. él alineaba a los ni?os, y seguido de un marinero con una cesta, iba repartiendo entre ellos manzanas cocidas. ?Atención! El que se la comiese antes, ganaba el premio. ?Una... dos... tres! Y la gente reía de las grotescas contorsiones de los peque?os, abriendo las mandíbulas todo lo posible para traga
uevos depositados en el suelo. El ganador era el que regresaba más pronto al punto de partida. Después corrieron
mbres con cigarrillos en la boca y las manos atrás. Crujían los fósforos al inflamarse, y una salva de aplausos acompa?aba al primero que conseguía volver a su asiento con el cigarrillo ence
público contra la mono
on muchos-. ?Que pin
, se inclinó con el aire bondadoso de un buen príncipe. ?Ya
jó en el suelo el contorno de un cerdo panzudo. Las se?oras debían avanzar con
do sus ventajas. Con una servilleta enrollada cubría los ojos de las se?oras, indicábalas el número de pasos que las separaba del dibujo, y cogiéndolas luego de un brazo les hacía dar vueltas para desorientarlas. Avanzaban titubeantes las jugadoras,
fumados con protectora suavidad. Al sorprender la mirada de Fernando fija en él maliciosamente, l
arecían volverlos a todos a las alegrías de los primeros a?os. Ella le miraba
diferencia. Este descubrimiento pareció devolverle la tranquilidad. Ya no la molestaría su antiguo amigo. Y hasta se atrevió a sonreírle irónica
ubierta de los botes. Ella quería ver a su lado la puesta del sol. Desde la línea eq
de caprichosos perfiles. El sol se había hundido tras de ellas, coloreando el horizonte de un rojo cegador que p
nzo. Los reflejos del sol en sus cimas tenían el brillo de luengas cabelleras rubias; los sueltos jirones de vapor eran ondulaciones de albas túnicas removidas por el solemne paso. Y Ojeda, sugestiona
por la emoción del atardecer, sentía el pecho oprimido. En sus ojos había lágrimas. ??ángeles, adiós!? Sólo se habían mostrado por unos instantes, como las visiones de fel
creyéndose sola con él en medio del Océano. Suspiraba lacrimosamente, como si la noche que venía pudiese traerle
s no duraba a?os, no duraba una existencia entera: su poder iba más allá de la muerte... Y cuando después del trágico fin quedaban acostados para siempre, cada uno en su tumba de piedra, a la sombra de un monasterio, un zarzal nacido de los restos de Tristán crecía en una sola noche, cubriéndose de flores y de pájaros, y abarcaba las dos sepulturas con abraz
arín había lanzado la llamada al comedor, sin que ellos lo oyesen. El maestro Eichelberger, cansado de esperar, se había
terminado el concierto, iban los dos hacia ?el rincón de los besos?. Inútilmente permanecía ella con la cabeza en su hombro, prendida de su boca en una caricia pro
, haciendo esfuerzos para no llorar; él enfurru?ado, sardónico, c
, Ojeda exhaló
o romántico!... ?Boca, sí; cabina, no...? ?Que vaya al diablo si no quiere pa
pe?arse en romper el encanto de sus relaciones con algo brutal que traería forzosamente una separación? En otros tiempos, ?tal vez!... cuando era hermosa. Pero ahora se daba cuenta de lo
veces ante una ventana del jardín de invierno junto a la cual tomaban café O
os ojos cada vez que los suyos iban hacia él. ??Dios mío! ?y era posible que sus amores terminasen así!...? Hubo de hacer esfuerzos par
levándose las manos a los brazos y al pecho, casi desnudos, sin otro abrigo que el calado sutil de una blusa
rde como un pasillo subterráneo, experimentó la inquietud
Hasta los criados debían andar por arriba viendo los juegos. ?Si Fernando apareciese de pronto!... Esta idea la hizo temblar con estremecimientos
esa. Giraba la llave bajo su mano, abríase la puerta de su camarote, cuando le
Pero esta impresión duró poco. Se acordaba de que minutos antes había dado por p
io!... ?
colgaba de sus labios en un be
mente, como si la pose
... Podrí
a puerta, pero la mantenía a medio cerrar para verle u
culo de todo su cuerpo. Y en esta situación, pugnando él por abrir y ella por cerrar, hablaron los dos en voz queda, temblona, cortad
nquila; no pensaba hacer nada contra su voluntad: lo que ella quisiera y nada más... Deseaba penetrar en su camarote solamente para estrecharla en sus brazos sin miedo
rrar, sin que la puerta obedeciese a
excitado deseo, sin saber ciertamente lo que decía, sin darse cuenta de lo grotesco de sus juramentos, buscó nuevos testigos,
Wagner! Te lo juro
n poder mágico. La presión exterior, cada vez más enérgica, la ayudó
ró de golpe, dejando en absoluta
!... ?Pobre V