lido est
ue sí... -respo
dó
decir... Fui... . por
¿a qué
Postas... , a la plazuela d
e o en
uego tomé u
s el punto...
Si era un coche que pasaba -objetó nerviosame
as, que iré una por una, a ver si en el suel
! -exclamó tan afligida que no me atreví a i
la perla rosa. Levantéme temprano, me vestí, y a las ocho llamaba a la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído decir que la Policía, en casos especiales, averigua f
tro de diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede
nte flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo distinta que
criado me dijese «tome usted asiento», ya había visto brillar sobre el ribete de paño azul
traversársela por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más despierte». ¿Sabe usted lo que hice? me bajé, recogí la perla, la guardé en el bolsillo, salí de aquella casa, subí a la mía, e
erdiste. ¿Qué tal,
s orejas diminutas, arranqué de ellas los pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude domin
, que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la or
cial», 25
par
s disertaciones- quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire,
leza no
s, callamos para ver cómo
ftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, ador
amamos-. Si empieza uste
no existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ej
ación tienen sus herejías! A los escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que,
s años y se llevó la medalla, no se asemeja a la Venus clásica, y no por eso deja de ser hermosa... , es decir, de parec
cual, según malas lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso-
ca-. ¿Sostienen ustedes que la hermosura de determinada mujer es
a, o hermosa la creemos, y de esa belleza nos enamoramos... , más o
muerto en el extranjero, porque no logrando aliviarse de un delito amoroso, se dedicó a viajar,
ó de Jacinta con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando interpretó su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se propuso esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar asomar por ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la médula de los huesos. Y hubiese cumplido su propósito, a no suceder cosa más terrible aún: que la señora, objeto de tan reprobable afición, o porque la adivinó o porque se contagió con ella sin adivinarla, al cabo dio en padecer del mismo achaque, y menos