1. La señ
la terca ruta hacia la catástrofe por donde galopaba. No importa si es pésimo el giro poético. La imagen ilustra la secuencia completa de mis veinte seis años de vida. Una vida, como la de muchos coterráneos, con más esperanza que sustancia, en medio
donde me confirmaban que ya había concluido mi proceso de adopción de la ciudadanía de aquel país, trámite en que había est
ueden entenderlo. Digo, con gran respeto hacia mis ancestros, que la ciudadanía jamaicana me hubiese importado un pepino, si no fuera porque el otorgamiento de un pasaporte de aquella nación-por mucho superior en alcance
e de pronto un aguacero. No es bastante decir. Salir de Cuba, no ya en una balsa a cruzar el estrecho, no ya hacia un país del sur desde el cual tendría que cruzar mil fronteras y pelig
an esas fatales limitaciones nuestras y que cada quien de ellos, tan solo en dependencia de s
ado de lo logrado. Yo, Arcel Qwindong Miranda, hijo de la costurera Marta Miranda y del estibador Rogelio Qwindong; yo, el abogadillo camagüeyano a quien nadie le auguraba ninguna dicha, podía ahora pavonearme entre los míos con orgullo. Ser descendiente d
ludí explicaciones diversas tales como «Dios me odia», o que «ando con un chino detrás» - refrán este, por cierto, que ya cambió de sentido y significa actualmente éxito económico, crédito mone
or si astronómicos, siempre tendían al alza. También había conseguido casa propia, después de casi una vida conviviendo con mis padres. Pero Yanelis, mi esposa, a quie
in entrar en cosas delictivas como su nuevo marido, comencé el proceso de la ciudadanía jamaiquina, a expensas de mi abuelo Philip Qwindong, que en paz descanse, quien había llegado a Cuba a principios de
Emergió en mi mente la idea paranoica de que todo era falso, no más que una treta engañosa del destino avieso. Como tantas otras veces, me dije: «No te confíes», pese a que la buena fortuna asomaba su
idad concreta, porque entretanto podían surgir obstáculos insuperables e irse todo al carajo. Esta era la
si el maldito destino sólo está creándome una distracción, un espejismo, para que el g
l viaje. Me enviaron dinero suficiente, con el cual compré primeramente un teléfono móvil, para dejar tendido y firme el puente de comunicación familiar y en