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Viajes por Filipinas: De Manila á Tayabas

Viajes por Filipinas: De Manila á Tayabas

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Viajes por Filipinas: De Manila á Tayabas by Juan Alvarez Guerra

Chapter 1 CAPíTULO I.

Adiós á Manila.-El Batea.-El puente de la Convalecencia.-El Pasig.-El recodo de las Beatas.-Santa Ana.-Paco.-Ruinas de San Nicolás.-Canteras de Guadalupe-El Santuario.-Herrera.-Malapadnabató.-Cueva de Do?a Jerónima.-Pueblo de Pasig.-Pateros.-Sarambaos.-Río de Antipolo.-Las orillas del Pasig.-Sus recuerdos.-Sus fiestas.-Anta?o y hoga?o.-M. Le-Gentil y otros autores.

Conocimientos del país.-Barra de Napindan.-El capitán del Batea.-Almuerzo en el vapor.-Bertita.-Locuacidad y mutismo.-Alhajeros ambulantes.-Laguna de Bay.-Unión de dos mares.-El pantalán de Santa Cruz.-Mi amigo Junquitu.-Madrugada del 1.° de Julio.-Carromatas.-Palos y atasques.-De Magdalena á Majayjay.-El río Olla.-Recuerdo á D. Gustavo Tóbler.-Una noche en Suiza.-Proyectos.

En la madrugada del 30 de Junio de 187..., dejé los incómodos asientos de un desvencijado sipan, tomando el que dicen camino-por más que no sea ni aun vereda,-que dirige al modesto embarcadero que en la margen del Pasig, y al pié del magnífico puente colgante, tienen los vaporcitos que hacen la carrera entre Manila y la provincia de la Laguna.

Instalado en la cámara de popa, mediante cuatro pesos, que fueron canjeados por un tarjetoncito amarillo y grasiento por el uso, principió la maniobra de largar. Silbó el vapor, desatracamos, y sorteando numerosas bancas zacateras, pusimos rumbo contra corriente, á la laguna de Bay.

Las palas del vaporcito, pesadamente batían las aguas del Pasig, evitando el timonel con una lenta marcha, el choque con alguna de las muchas peque?as embarcaciones que afluyen en aquellas horas á las cercanías del puente colgante, cargadas unas de cocos, verduras, le?a, piedras, ladrillos y tejas, y conduciendo otras gran número de alegres cigarreras que tienen su trabajo en la fábrica de Arroceros, y su domicilio en alguna de las poéticas casitas que bordan las orillas del río, y forman parte de los pueblos que hemos de ver desde las bandas del vapor.

A las pocas orzadas, dejamos por la proa los descarnados pilares de madera que serán en su día la sustentación del puente de la Convalecencia, así llamado,-se entiende cuando esté concluído [1] porque pondrá en comunicación las dos orillas del Pasig, siendo la principal base y en la que descansará aquel, la peque?a isla de Convalecencia, en la que vimos destacarse un amplio edificio, que nos dijeron ser el Hospicio.

Doblado el recodo que forma la islita, pudimos apreciar las esbeltas y elegantes construcciones de la calzada de San Miguel; construcciones, que de día en día, van perfeccionando, hasta el punto, que vimos una, constituyendo un verdadero palacio á la moderna. Dicho palacio es de hierro en su mayor parte; en sus jardines, cortados á la inglesa, se encuentran estatuas en gran profusión, y por las entreabiertas ventanas de los muros-cuyas líneas son una reminiscencia morisca-indiscretamente se asoma el sibaritismo oriental, por mas que trate de ocultarse entre cortinajes, importados de los ricos telares del viejo mundo.

Siguiendo la línea de construcciones, dejamos á la proa, Malaca?ang, residencia de nuestra primera Autoridad, y bien modesta por cierto, para la jerarquía del alto Jefe que la habita. á continuación de Malaca?ang-palabra tagala que quiere decir casa del pescador,-quedó el barrio de Nagtajan, desde el cual las orillas del río principian á tomar otro carácter. La piedra, el hierro y el ladrillo, son sustituidos por la ca?a, la nipa, y la palma brava, los cuidados jardines, por las revueltas y compactas agrupaciones de plátanos, bongas y ca?as; mezclándose las mansiones de recreo, con centros manufactureros, en los que predominan las alfarerías, las canteras y las cordelerías. En alguna de estas últimas, la alta chimenea indicaba, que bajo su negro tubo se aprisionaban las múltiples fuerzas del vapor.

Distraídos en la contemplación de la ribera que teníamos á babor, dejamos el poético pueblecito de Pandacan, doblamos el recodo de las Beatas-así llamado, por haber existido en aquel lugar, un piadoso establecimiento de monjas,-y no sin trabajos, en los que hubo que emplear el tiguin para evitar los cientos de salientes que forman las revueltas del Pasig, nos pusimos á la altura de la sólida iglesia del pueblo de Santa Ana, teniendo también dentro de nuestro horizonte visible, el remate del torreón de la de Paco.

Tras la bullente estela de El Batea, fueron quedando, el rústico embarcadero de Lamayan, la sólida iglesia de Mandaloyo-por cuya cima se destacaban los picachos de los montes de Mariquina-los pueblos de San Pedro Macati y Guadalupe, el vadeo de San Pedrillo,-que pone en comunicación el barrio de ese nombre con aquel pueblo,-y las ruinas de San Nicolás, con su histórica pe?a, en que dice la tradición se convirtió un caimán, á la invocación que hizo un chino en aquel sitio, á dicho Santo, estando próximo á ser devorado por el carnicero saurio.

El santuario de Guadalupe fué el primer templo de Filipinas en que se empleó el ladrillo y piedra para bóveda. Fué construido por un fraile agustino, pariente del inmortal Herrera, á quien se debe el Monasterio del Escorial. El que dirigió el alegre santuario, dió más tarde ancho campo á la valentía de sus concepciones, en las magníficas obras de San Agustín de Manila, cuyo templo forma una hoja de laurel con el ilustre apellido de Herrera.

El pueblo de San Pedro Macati, perteneció á los padres jesuítas; á la salida de estos, fueron comprados sus terrenos y hacienda por el marquesado de Villamediana.

Pasado el sitio donde se dice se operó el milagro, y al que van en romería, y con toda la devoción de que son susceptibles los chinos, se principian á ver en ambas orillas del río grandes depósitos de piedras toscamente labradas, procedentes de las canteras de Guadalupe, las que suministran y llenan en gran parte las necesidades de Manila y sus arrabales. Dichas piedras, aunque muy porosas, y por lo tanto de fácil desmoronamiento, son apreciadas, y su transporte se hace en grandes bancas, que son vaciadas al pié del puente colgante, ó á las márgenes de los muchos esteros que afluyen al Pasig.

Las precauciones tomadas por el capitán, colocando á toda la gente de á bordo con tiquines, á la banda de estribor, nos hicieron comprender las dificultades que para doblarla presentaba la acantilada roca de Malapadnabató,-palabra tagala, que quiere decir, piedra ancha.-Los bellísimos helechos que tapizan el estrecho paso que abre en la pe?a el camino qué dirige al pueblo de Pateros, es altamente bello, y el naturalista tiene en aquellas graníticas paredes preciosos ejemplares de gigantescos musgos. Casi frente á la pe?a de Malapadnabató se halla el vadeo de aquel nombre, en el que, una rústica garita, y uno menos rústico camarín, se?alan un puesto de carabineros, llamados á vigilar las importaciones que lleva á Manila el Pasig. En las cercanías de la garita, y visible perfectamente desde el vapor, se destaca la entrada de la cueva de Do?a Jerónima,, de cuya cueva-que dicen se comunica con la de San Mateo,-cuentan los indios terroríficas historias de aparecidos, duendes, y sobre todo de tulisanes. Se afirma que el nombre que lleva es debido á que en su cavidad hizo vida cenobítica una pecadora arrepentida llamada Do?a Jerónima; habiendo quien asegura, por el contrario, que aquella cavidad fué hecha para ba?o de una sibarita y opulenta se?ora.

á un tiro de bala de la cueva se levanta la iglesia del rico pueblo de Pasig. Aquí, el horizonte se ensancha y se aprecian distintamente las desigualdades de los escabrosos y agrestes montes de San Mateo.

Las orillas de esta parte del río están llenas de cascos y bancas. Los indios de Pasig son tenidos por los mejores bogadores de la provincia de Manila. Son, en efecto, muy fuertes, y manejan con destreza y vigor la ancha y corta pala que les sirve de remo, al par que de timón.

Hubiéramos querido visitar de noche el pueblo de Pasig para ver el uniforme que usan los serenos, de que nos habla Mr. Jagor, en sus Viajes por Filipinas.

No bien concluímos de oir el desagradable graznido de los miles de patos que rodean las cercanías del vadeo de Pasig, cuando el panorama varía por completo. Dilatados campos sembrados de palay, se muestran por doquier. Las riberas se despojan de las verdes y poéticas bóvedas, viéndose al carabao arador que pesadamente abre el surco en que ha de fructificar el arroz. En este dilatado trayecto va ensanchándose el cauce, contándose en él gran número de sarambaos, en cuya plataforma no solamente se alzan los cruzados brazos de ca?a que sostienen la red, sino que también un cobacho de nipa, en el que vive toda una familia, cuyos individuos, durante las horas de trabajo, tienen su puesto y su lugar de maniobra en aquel rústico aparato flotante, cuyo mecanismo se reduce á una red tejida de cabo negro pendiente en sus cuatro extremos de unas ca?as, que á su vez las sujeta un mástil, dispuesto de forma, que un contrapeso graduado sumerge y hace subir la bolsa que forma la red.

Tras consagrar un piadoso recuerdo á la milagrosa imagen de Antipolo, á la vista del río, cuyo cauce siguen la mayor parte de los miles de romeros que visitan el santuario, y después de una corta marcha, franca y desembarazada, entramos en la barra de Napindan, que abre la gran Laguna de Bay.

Las riberas del Pasig han sido objeto de rimas y trovas, y sus aguas cantadas por melancólicos amantes y por músicos más ó menos inspirados. El día de San Juan y los tres de carnestolendas constituían cuatro fiestas fluviales, en las que los remojones, las regatas y las enfrentadas en banca, figuraban en primer término. La libertad que reinaba en estas diversiones, la convierte en libertinaje M. Le-Gentil en las descripciones que de ellas hace en sus Viajes. Dicho francés, que dignamente precedió en exactitud en la manera de narrar costumbres á otros compatriotas suyos, vino á estas islas el a?o 1767, por orden de su rey á estudiar el paso de Venus por el disco del sol; y si observó el cielo, de la forma que lo hizo del suelo, no hay duda que el monarca francés quedaría completamente enterado de el paseito de Venus. Como M. Le-Gentil vino á observar los astros, nada tiene de extra?o que al escribir costumbres filipinas en Francia, se acordara de el tan sabido cantar ?de el mentir de las estrellas?.

En honor á la verdad, no nos debe tampoco extra?ar esto en extranjeros, cuanto que ahora bien recientito [2] se ha publicado en Madrid un libro titulado Recuerdos de Filipinas, y una Memoria en Barcelona, sobre colonización de estas islas, que dan gozo leer. Si los recuerdos del autor del primero tienen el valor que los de su libro, no me extra?aría se le olvidara hasta el saber escribir, lo que es difícil, pues literariamente hablando el libro es bueno. En cuanto al autor de la Memoria, solo diremos que muy formalmente afirma en el prólogo llevar estudiando diez a?os de colonización filipina, y en efecto ... , á las cuatro páginas dice, que los principales productos de exportación de este país, los constituyen entre otras cosas-en que por cierto no cita el abacá-los mongoz (?), las naranjas y los cortes de pantalón ... ?Bien! ?muy retebién, por los cortes de pantalón, los mongoz y los diez a?os de colonización!

á las once de la ma?ana, navegando en plena laguna, se sirvió el almuerzo, sentándose á la mesa el capitán, antiguo lobo marino de la carrera del Cabo, que le ahogaba el calor de la caldera, la estrechez del barco, lo limitado del horizonte, y más que todo, el agua dulce, que en tres palmos de fondo batían las palas de las ruedas. Se comprende el mal humor que habitualmente dominaba al capitán del Batea, acostumbrado á recorrer la grandiosidad de los inmensos desiertos del Océano.

La vida del agua dulce, la monotonía de una ribera siempre la misma, la precisión de las llegadas, las inofensivas y uniformes varadas, la etiqueta de la cámara, el tiquin, la falta de olas, de horizonte, de grandiosidad, de espacio y de luz, traían al bueno del capitán de un humor que había ratos en ni él mismo se podía sufrir. El hombre de mar metido entre las cuatro tablas de un vaporcito ribere?o, es como el milano de las regiones australes, que se le encerrara en un jaulón de gallinas.

-?Capitán! ?cómo se llama ese aparato de pesca?-le dije se?alándole una balsa que se veía en la orilla.

-No sé-me contestó con marcada aspereza.-No conozco-a?adió-más aparatos de pesca, que los arpones balleneros y los dobles aparejos para izar las tintoreras de los trópicos.

-Pescas que deben ser muy peligrosas, capitán.

-?Capitán! ?capitán!-repitió con acentuado desprecio.-?Capitán de qué? ?de este cajón con ruedas? ?Mil rayos y bombas! ?Capitán de río, sin rol, sextante, ni brújula, con cuatro rajas de le?a en la bodega, una derrota de diez horas, un buque en miniatura y un tiquín por timón! ?Vaya un capitán!

El sarcasmo y la rudeza de las palabras del antiguo marino, involuntariamente me hicieron recordar al célebre personaje de la Agonía, drama en que Larra dice por boca de un viejo contramaestre de los que acompa?aron á Colón, ?que las tormentas en tierra, son truenos que apenas se oyen y gotas de agua que ensucian?. El capitán del Batea era un retrato del viejo lobo de la Ni?a.

Ya que hemos principiado á bosquejar tipos, vamos á trazar cuatro brochazos-por más que sea á la ligera-en los bocetos de los personajes que ocupaban la mesa. A la derecha del capitán, que sudaba, no tinta, sino brea, embutido en un corbatín y una americana negra, se encontraba sentada una empleada que respondía al nombre de Bertita: ojos melados, negros, grandes, y velados de largas pesta?as; pelo fino, lustroso, abundante, negro como sus ojos; nariz peque?a y un tanto arremangada, símbolo de burla; labios finos; dientes, aunque de mortales huesos, y no de perlas, compactos, blancos é iguales; tez morena; seno alto y exuberante; manos redondas y peque?as, y sonrisa marcadamente picaresca, constituían el distinguido conjunto de Bertita, que vestía ligera y limpia bata de viaje, recogido sombrero de terciopelo con pluma, cuello y pu?os á la marinera, cinturón de piel de Rusia, y diminutas botitas color café.-?Les gusta á ustedes el tipo?-Sí.-Pues á mí también. El capitán, de cuando en cuando, la miraba de reojo, y hasta creo que el buen hombre se olvidaba de todos los horizontes de los trópicos, por el peque?o cielo que constituía la risue?a cara de Bertita, en la que no había mas nubes que un picaresco lunar puesto en el labio superior con más malicia que queso en ratonera. A la mitad del almuerzo, ya nos había contado quién era, adonde iba, porqué había venido, quién era su padre, su abuelo y hasta un primito á cuyo solo nombre, largó un bufido muy pronunciado un respetable y obeso se?or que estaba sentado á su lado, y que á grandes rodeos-pues en esto, era lo único en que enmudecía Bertita-supimos era su esposo. Este, como le llamaba aquella, tenía una cara de todo un buen hombre; el género paciente y la clase resignada, se definían perfectamente en aquel armazón de carne, en la que brillaban dos ojillos azules, unas narices abultadas y granugientas, y una calva cercada de algunos mechones blancos, compa?eros de un enmara?ado y desigual bigote. Toda la locuacidad de Bertita, era mutismo en el se?or D. Paco, quien se limitaba á aprobar con monosílabos los largos períodos que salían de la fresca y sonrosada boca de su esposa.

Ocupaba la izquierda del capitán, uno de esos misteriosos seres que de cuando en cuando aparecen por las provincias del Archipiélago, llamándose unas veces alhajeros y otras naturalistas, por más que en la generalidad de los casos, sean verdaderos caballeros de industria, que á la sombra de cuatro maletas llenas de abalorios y hoja de lata, enga?an la credulidad de los indios; sirviéndoles otras veces de pretexto, media docena de plantas parásitas, que ni entienden, estudian ni clasifican. Al lado de estos últimos, los hay-y yo me honro con la amistad de algunos-que recorren los bosques de este país con el afán de enriquecer la ciencia, sufriendo toda clase de privaciones, ante la satisfacción de aumentar sus herbarios. El tipo que nos ocupa, no puedo definir á qué clase pertenece. Habla poco y su acentuación se?ala al gascón, por más que dice es alemán; come bien, y sobre todo bebe mejor. Completaban los comensales, una pálida, mestiza china, más difícil de bosquejar que el anterior.

Al lado de la mestiza, observaba y comía el autor de estas líneas.

-?Jesús, que café, capitán!-dijo Bertita, haciendo un gracioso mohín de desagrado al saborear el negro líquido que humeaba en la taza:-nunca podré acostumbrarme á estos brebajes recordando el Moka que se tomaba en casa del Ministro, el primo de este. Pues no digo á ustedes nada, del que se servía en la embajada de Rusia, ni el que se daba en las soirées de la Baronesa: ?Jesús, Jesús, qué país! Veinte días hace que desembarcamos, y lo que es así pronto me vuelvo á mi Cádiz.

Ya pareció aquello, dije para mis adentros, andalucita tenemos.

-Pues no crea V. que esto es tan malo-la dije-cuando V. se instale, y lleve algún tiempo de país, le parecerá muy bueno.

él silbido del vapor cortó nuestra conversación, al par que nos anunciaba la llegada á Bi?an. El bretón se quedó en aquel pueblo.

Nuevamente en marcha, cada cual procuró colocarse lo mejor que pudo, tanto en la cámara como sobre cubierta.

El vapor navegaba por la extensa laguna de Bay, madre del Pasig. Las aguas de aquella en los fuertes Sures y Nordestes, toman gran movilidad, haciéndose un tanto peligrosa la navegación en peque?as embarcaciones. Varios naufragios registra la crónica de la laguna de Bay, y según algunos pesimistas, aquella es una constante amenaza para Manila. No conozco el desnivel que existe entre la laguna y Manila, si bien debe ser mucho, dada la situación que aquella ocupa y lo rápido de la corriente del Pasig.

La laguna de Bay-que no sabemos qué razón hay para no darle el nombre de lago, pues aun de estos habrá pocos en el mundo que midan las grandiosas proporciones de aquella-tiene un circuito que se hace subir por unos á 35 leguas y por otros á 30. Esta laguna tiene islas, penínsulas, cabos y ensenadas, y en sus orillas, se asientan ricos y bellísimos pueblos, contándose entre ellos, el de Santa Cruz, cabecera de la provincia. La península que forman los ricos terrenos de Jalajala, y los poéticos sitios que rodean á Los Ba?os-pueblecito así llamado por tener unas termas de reconocidas propiedades medicinales,-son lugares que encontramos en los itinerarios de la mayor parte de los turistas. Las playas de aquel peque?o mar-pues no otro nombre debe dársele-están salpicadas de bonitos pueblos, los cuales de día en día, ven con creciente temor que las aguas van invadiendo sus territorios, fenómeno fácil de explicar, si se tiene en cuenta la cantidad de agua y arenas que arrastran las treinta y tres vías que alimentan la laguna, con la desproporción de su desagüe, que se opera por una sola, que es la del Pasig. La aglomeración de arenas, va haciendo difícil la navegación por muchos sitios, y si en un plazo corto no se establecen servicios de dragas, la barra de Napindan opondrá un poderoso obstáculo á los más reducidos calados al par que las aguas irán absorbiendo territorio. La cordillera del Bay-bay limita uno de los horizontes de la laguna, la que podría unirse con el mar Pacífico, de abrirse un canal en aquella cordillera, única barrera que se interpone entre ambas aguas.

á las cuatro de la tarde, después de no pocas varadas, atracamos al pantalán de Santa. Cruz.

Hechos los ofrecimientos y despedidas de ordenanza, vino un fuerte abrazo, dado por mi querido amigo D. Manuel Junquitu, quien me esperaba en el desembarcadero.

El resto de la tarde lo pasamos en visitar el pueblo, el cual me pareció sucio y triste. Está dividido por un río, sobre el cual se levanta un magnífico puente, construido en estos últimos a?os. La cárcel, hecha en peque?o bajo el modelo de la de Bilibid, de Manila; la iglesia, convento, y Casa Real, [3] son los únicos edificios notables que tiene Santa Cruz.

Por la noche después de la cena, nos obsequió el bondadoso Alcalde D. Antonio del Rosario con una serenata que oímos desde los balcones de la Casa Real.

á las once, habiendo dejado todo dispuesto para seguir mi viaje, me acosté.

Muy de madrugada fuí despertado, tomando después del indispensable chocolate, los duros asientos de una carromata tirada por dos pencos. Palo aquí y atasques allá, llegamos al cabo de hora y media á Magdalena, en donde mudamos de caballos, continuando hasta Majayjay, pueblo muy nombrado y conocido por tener en su jurisdicción la célebre cascada del Botocan.

De Magdalena á Majayjay puede hacerse el camino en tiempo de secas en carruaje, empleando dos horas, siendo expuesta esta forma de locomoción cuando reinan las aguas, en cuya época, lo accidentado del terreno y los aguaceros torrenciales que manda el Banajao, ponen el camino intransitable. En dicho camino es notable un puente que se eleva sobre el río Olla, dedicado á Nuestra Se?ora de la Sacristía, según leímos en la piedra.

En Majayjay, fuí á parar á la casa del suizo D. Gustavo Tóbler, excelente naturalista, radicado y casado en el país. Jamás olvidaré las horas que pasé al lado de aquella inteligencia verdaderamente cosmopolita, y de aquella actividad incansable. Interpretaba al piano con envidiable maestría las más delicadas melodías de Beethoven, y fotografiaba con su cáustico lápiz, ó su correcta pluma, las costumbres filipinas. El tiempo que le dejaba libre el cuidado de un magnífico cafetal, lo repartía entre el amor de su esposa, el cari?o de sus hijos, el estudio, y el preparado y conservación de sus colecciones.

Amante, hasta el delirio, de su país, vivía feliz entre las agrestes fragosidades que rodean á Majayjay, las cuales le recordaban las pintorescas monta?as de Suiza. Efecto de su laboriosidad contrajo una afección al hígado, que le condujo al sepulcro siendo aún joven. Murió en Hong-kong, dejando algunos trabajos inéditos, que el autor de estas líneas le vió escribir en una temporada que vivieron juntos.

La tarde que llegué á Majayjay y en la que por primera vez hablé al Sr. Tóbler, se concertó que á la madrugada siguiente visitaríamos la cascada. El resto de tarde y noche hasta que nos acostamos, la ocupamos en recorrer y examinar el peque?o museo que constituía la casa del Sr. Tóbler, quien con su acostumbrada amabilidad explicaba objeto por objeto. Pájaros, mariposas, reptiles, herbarios y parásitas, había por doquier. Al lado de Linneo y Cuvier, se veía á Goethe y Cervántes, confundidos con espátulas y bisturís, lápices y pinceles, mezclándose en este conjunto los tarros de jabones arsenicales, con los tubos de colores. Lo artificial, juntamente con lo natural, las obras del hombre, con las obras de Dios.

En la época á que me refiero, concluía el Sr. Tóbler un precioso álbum de costumbres filipinas, que más tarde mandó litografiar á Alemania, formando un curiosísimo tomo, del cual conservo un ejemplar que me regaló.

Ya era bien entrada la noche, cuando dejamos la conversación, yendo en busca del lecho, en el que no tardé en quedarme dormido al arrullo de un riachuelo que corre cerca de la casa.

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