/0/17365/coverbig.jpg?v=e423f40007933ff210aaa5857bb2e7c9)
Entre todas sus obras, Palacio Valdés prefería Tristán o el pesimismo (1906), cuyo protagonista encarna el tipo humano que fracasa por el negativo concepto que tiene de la Humanidad. Tristán, influenciado por un pesimismo de época, decide saldar los excesos de su misantropía llevando su delirio hasta el límite. Mientras, Reynoso se ve obligado a tomar una importante decisión, para lo que ha de enfrentarse a su propio código ético, lejos de convenciones morales sociales o religiosas. Clara y Elena, respectivamente, serán las víctimas o beneficiarias de las resoluciones de ambos personajes, tan antagónicos. Valdés era un arquitecto de novelas naturalista, estilo derivada del realismo literario de finales del siglo XIX, en el que desarrolla la formación de carácter del hombre a través de planteamientos filosóficos y cristianos, mostrando una mano certera en la creación de personajes femeninos, algo así como Flauvert con Bovary, perteneciente también al realismo
Un bando prodigiosamente grande de palomas vino a posarse sobre el tejado de la casa. Este quedó blanco como si una copiosa nevada hubiese caído sobre él. Las palomas todas, sin fallar una, eran blancas. En la pared enjalbegada de la casa, encima del amplio corredor con rejas de madera se abría un ventanillo que daba acceso al palomar. Las palomas ni por un instante so?aron con acercarse a él; ninguna intentó siquiera ponerse sobre la tabla que, a guisa de recibimiento, tenía delante. El día era demasiado espléndido para meterse en casa; un día tibio y claro de primavera en Castilla.
Por el ventanillo del palomar, con toda precaución y cuidado, asomó el rostro un hombre; un rostro atezado, varonil, de bigote gris. Giró sus ojos recelosos, inspeccionó minuciosamente los contornos y se retiró en seguida; volvió a asomarse y otra vez se retiró, como si espiase la llegada de un ladrón.
El ladrón llegó, en efecto. Dio un brinco y se plantó sobre la baranda del corredor; ascendió luego fácilmente por el grueso sarmiento de la parra que se enlazaba retorciéndose a las columnas de madera que sostenían el tejadillo, encaramose sobre éste y echando una mirada recelosa en torno y otra de ávido anhelo a la ventana del palomar, sacó la lengua y se relamió repetidas veces con repugnante ausencia de sentido moral. Luego, no sin cierto estremecimiento nervioso que corrió por todo su cuerpo, se preparó a dar el gran salto. Grande era, en efecto; enorme. Sólo un bandido avezado a correrías peligrosas tuviera la audacia de intentarlo. Después de algunas vacilaciones lanzose al espacio, logró tocar con las u?as la tabla, y presto se encaramó sobre ella. Y sin pérdida de tiempo se introdujo en el palomar. ?Desdichado! La traición le acechaba. Apenas puso allí la planta, un pesado garrote con furia manejado le hizo pagar cara su osadía. El criminal comenzó a arrastrarse por el suelo dando mayidos bien lastimeros. Su feroz agresor le contempló estupefacto con ojos extraviados, los brazos caídos y respirando anhelante. Quiso acercarse a su víctima, pero ésta huía arrastrándose por el sucio aposento donde estaban colocados, como en anaquelería de tienda, los nidos de los pichones.
-?Válgate Dios! Le he roto una pata-exclamó con voz temblorosa el hombre.
Era un caballero alto, fornido, de unos cuarenta a?os de edad, la tez morena, los ojos negros, los cabellos crespos y comenzando a blanquear; fisonomía abierta y simpática. Vestía traje de casa, chaqueta obscura y gorra de cazador.
-?Bis, bis...! ?menino...! ?pobrecito, pobrecito!
El gato permitió al fin que se le acercase y le dirigió una mirada triste y medrosa.
-?Vaya por Dios! ?vaya por Dios!-murmuró el caballero con acento que distaba mucho de sonar como el grito de triunfo del vencedor satisfecho.
Le pasó la mano suavemente por el lomo y quiso reconocerle la herida; pero el pobre animal lanzaba mayidos cada vez más dolorosos.
-?Qué diablo! ?qué diablo!-profirió en el colmo del disgusto.
De pronto, como si le hubiese ocurrido una idea feliz, se irguió de nuevo y abandonando al estropeado gato en el suelo salió del aposento, bajando un poco la cabeza para no chocar con el dintel de la puertecilla que le daba acceso. No tardó muchos minutos en presentarse otra vez con un canasto en las manos guarnecido en el fondo por un cojín de lana. Tomó al gato con infinitas precauciones y lo depositó sobre él. Luego, sacando del bolsillo un paquete de vendas, se puso a liarle la pierna rota con la delicadeza de un cirujano. El gato le dejaba hacer como si entendiese que de aquello dependía su salud. Cuando estuvo hecha la operación cogió de nuevo el cesto, transformado ya en camilla de hospital, y a paso lento y prevenido lo sacó de allí, bajó la escalera y lo depositó en una de las estancias del único piso alto que tenía la casa.
Era ésta una mansión de hidalgo o labrador acomodado. Los pisos de ladrillo rojo, las paredes enjalbegadas, los techos con las vigas al descubierto. Los muebles eran viejos, macizos, lustrosos; en las alcobas camas enormes de madera sin pabellón; en las paredes colgados grandes cuadros al óleo renegridos y confusos.
Reynoso, que así se nombraba el inventor de la emboscada descrita, contempló largo rato a su víctima que a su vez le miraba con expresión indefinible de temor, reconvención y tristeza dejando escapar débiles mayidos. El agresor respondía a estos mayidos con otros obscuros sonidos guturales que expresaban remordimiento. Al fin, no pudiendo resistir más tiempo la vista de aquella tragedia dolorosa, giró sobre los talones y salió de la estancia. Recorrió algunas otras desiertas en busca de su bastón de boj hasta que, recordando que lo había dejado en el palomar, hizo un gesto de pesar y no atreviéndose a empu?ar otra vez el fatal instrumento descendió a la planta baja, también desierta, y salió a la calle.
Delante se abría un anchuroso patio recientemente empedrado, cercado por elevada verja de hierro. Nadie pensaría que aquel magnífico patio pertenecía a la hidalga pero humilde morada de donde salía nuestro caballero. Y en realidad no era así. Aquella casita de paredes blancas y balcones de madera estaba allí solamente como un recuerdo de familia. A su lado, apartado treinta o cuarenta pasos, se alzaba un moderno y suntuoso hotel que bien pudiera denominarse palacio. Gran escalinata de mármol, montera de pizarra a lo Luis XIV, lunas enormes de cristal en los balcones, todo el arreo, en fin, de que ahora hacen gala los hombres opulentos cuando fabrican una mansión para su regalo. Las cuadras y las cocheras, también suntuosas, cerraban el patio por la izquierda.
Así que las palomas del tejado le divisaron en medio del patio abrieron las alas repentinamente y vinieron a posarse sobre él transformándole en informe estatua de nieve. Reynoso no recibió aquella acostumbrada caricia con la benevolencia de otras veces. El peso de su culpa le hacía atrabiliario.
-?Quitad, quitad! ?Fuera!
Y abriendo los brazos como aspas de molino y sacudiendo puntapiés a un lado y a otro las rechazó groseramente.
Herida la susceptibilidad de las cándidas palomas por aquel insólito recibimiento, se escaparon nuevamente al tejado. Algunas más zalameras que persistieron en querer picotearle la cabeza, fueron llamadas a la dignidad por sus compa?eras y no tardaron también en remontar el vuelo.
Reynoso se acercó a las cocheras y dirigiéndose a un mozo que limpiaba un carruaje:
-Dile a Pedro que enganche antes de las diez para ir a buscar a la estación al se?orito Tristán.
Sacó luego su cronómetro. Eran las ocho. Dejó las cocheras y abriendo la gran puerta enrejada se introdujo en el parque. Bello, esmeradamente cuidado, pero no de grandes dimensiones. En el centro había una plazoleta rodeada de ca?as de la India y dentro una glorieta con enredadera de madreselva y pasionaria. En el fondo y en uno de los ángulos, adosada al alto muro que lo cercaba, estaba la casita del jardinero. Reynoso, sin pasar delante de ella como tenía por costumbre, quiso abrir la puerta de madera que comunicaba con el bosque, pero antes de hacerlo lo divisaron los chicos del jardinero que volaron hacia él dando chillidos penetrantes. Quedó un instante inmóvil y una sonrisa de alegría iluminó su semblante enfoscado. Las palomas habían tenido menos suerte.
-?Qué queréis?-preguntó fingiéndose serio.
-Un beso... un beso-respondieron los chicos, una ni?a y un ni?o de seis y cinco a?os respectivamente.
-?Nada más?
La ni?a, avergonzada, hizo signos negativos con la cabeza. Reynoso se inclinó para besarla. Mas he aquí que cuando lo estaba haciendo, el ni?o le introdujo suavemente la mano en el bolsillo.
-?Qué haces, pícaro?-exclamó el caballero alzándose bruscamente y mirándole con afectada severidad.
El chico, aterrado, se dio a la fuga. La ni?a reía: sus carcajadas sonaban frescas y cristalinas como el gorjeo de los pájaros.
-?A ése! ?a ése...! ?Al ladrón!-gritaba Reynoso.
Luego, sacando del bolsillo un caramelo, se lo dio a la ni?a diciendo:
-Tú, que eres buena, toma. A ese tunante nada.
Pero el chico, advertido, comenzó a volver sobre sus pasos gimoteando:
-?A mí! ?a mí también!
-Tú ya lo has robado.
-?No! ?no!
Y movía la cabeza a un lado y a otro hasta querer descoyuntársela, y ense?aba las palmas de sus manecitas untadas de tierra.
-Bien. ?Pero lávate esa cara y esas manos, gorrino!
El chico, sin vacilar, se fue corriendo al peque?o estanque de una fuente de mármol y comenzó a echarse agua a la cara. En vez de quitarse la tierra, la esparció de tal modo por sus rosadas mejillas que daba horror. Reynoso no pudo menos de soltar la carcajada. El ni?o comenzó a llorar perdidamente. Entonces su hermanita se brindó con maternal solicitud a lavarle. Le llevó al estanque, le restregó la cara haciéndole pasar sucesivamente del negro al gris, luego al blanco, después al rojo subido, tan rojo que el ni?o chillaba como un condenado y estuvo a punto de renunciar de una vez y para siempre a aquel caramelo tan dolorosamente comprado.
Reynoso estaba enajenado. Su faz resplandecía como la de un justo, aunque distaba mucho de serlo, como acabamos de ver. Después que se hartó de besar a los chicos salió del parque en una felicísima disposición de ánimo, prueba irrecusable de que un fútil suceso basta no pocas veces para acallar los más atroces remordimientos de nuestra alma.
El bosque contiguo al parque era delicioso: una espesura casi impenetrable formada de robles, olmos y fresnos que había dado nombre a la finca. Esta era conocida con el nombre de El Sotillo y estaba situada en las inmediaciones de Escorial de Abajo: toda ella, desde la casa, en suave declive hasta la ca?ada, por donde corría un arroyo. Después ascendía de nuevo el terreno. Reynoso atravesó el bosque por un lindo y retorcido camino enarenado que él mismo había hecho construir. Al cabo de algún tiempo de marcha el bosque dejaba de ser espesura sombría, impenetrable, y se transformaba en monte ralo de olmos y encinas por cuyos grandes claros pastaban algunas vacas negras y bravas con sus chotillos al lado. El pastor le salió al encuentro. Llevose la mano a su sombrerote de fieltro y le informó con rostro alegre de que aquella misma madrugada una de las vacas había parido. El propietario se acercó con satisfacción también a la vaca que lamía al tierno chotillo, echado debajo de ella, dejando escapar débiles mugidos de amor y de orgullo. Después emprendió de nuevo su paseo. Según caminaba, el monte se hacía cada vez más ralo y más bajo: las robustas encinas se transformaban en chaparros. La naturaleza rocosa del terreno, oculta en el parque y en el bosque, se mostraba ya al descubierto. Las piedras asomaban por todas partes. Algunas veces veíaselas desprendidas y yacentes en enormes bloques unas sobre otras en perenne equilibrio. En la tierra que había entre ellas, ardiente y feraz, crecían innumerables especies de flores silvestres de formas caprichosas, de aroma penetrante.
Reynoso arrancó a pu?ados el tomillo, lo aspiró con voluptuosidad y se lo guardó en los bolsillos.
-Rico olor el de la mejorana, ?verdad, mi se?or?-dijo una voz a su espalda.
-No es mejorana, Leandro, es salsero. ?No ves sus florecitas?
-Verdad es. Muy rico también, muy majo; pero me gusta más la mejorana.
Leandro se había acercado. Era el anciano pastor encargado de los grandes reba?os de ovejas que Reynoso poseía, el personaje más considerable de aquellos campos, grave, prudente, sentencioso. En pos de él otros tres zagalones que le ayudaban, y más tarde el pastor de las vacas que acudía como siempre al se?uelo del cigarro. Porque Reynoso gustaba de pararse en compa?ía de sus servidores y fumar con ellos un cigarro.
-Hasta ahora no hemos disfrutado de una ma?ana tan templada como esta. Mirad los trigos qué verdes aún. El cierzo y la escarcha no les ha dejado crecer; pero unos cuantos días como este bastarán para hacerles ganar lo perdido. No sé por qué sospecho que este a?o vamos a tener una abundante trilla.
Así dijo el propietario pasando su petaca en torno. Los pastores, con sus grandes sombreros de fieltro y sus medios calzones de cuero, formaban círculo. Tomaron gravemente un cigarrillo, lo pusieron en el rincón de la boca y cada cual sacó sus avíos: yesca de trapo quemado, eslabón y pedernal. Bastaría con que uno encendiese; pero se hubiesen juzgado desairados si no se mostrase claramente que eran poseedores de todos los medios conducentes a producir el fuego. Chocaron los eslabones contra los pedernales, saltaron las chispas, ardió la yesca y más tarde los cigarros, todo en medio de un silencio solemne como el caso requería. Se dieron algunos ansiosos chupetones, y uno de los zagalones con inclinaciones más se?aladas a la retórica dejó al cabo escapar esta declaración inesperada:
-Me paece a mí, me paece a mí que si el tiempo no tuerce el hocico, en cosa de ocho días levantarán los trigos un par de palmos más... Es un decir, mayormente.
El auditorio guardó silencio, dando tiempo para que estas notables palabras penetrasen lenta y profundamente en su espíritu. El tío Leandro las rebatió al fin severamente.
-Cuando se habla una cosa, Celipe, es porque se sabe. ?Sabes tú, por un si acaso, que han de levantar los trigos dos palmos?
-Es un decir, tío Leandro.
-Bien, pero ?se sabe o no se sabe?
Nadie chistó. La lógica inflexible del tío Leandro pesaba como una losa sobre todos los cerebros, particularmente sobre el del zagalón que tanto se había aventurado en su discurso. Pero haciendo al cabo terribles esfuerzos para levantar el enorme peso que le agobiaba, logró al fin proferir, dando a su fisonomía una impresión de increíble astucia:
-Me paece a mí, tío Leandro... Yo he visto...
-Tú no has visto na-replicó el viejo pastor con un gesto de supremo desdén.
Nuevo y profundo silencio. Aquel osado ícaro que había querido elevarse con alas de cera, vino al suelo para no levantarse ya. La sabiduría del tío Leandro cayó sobre él y le dejó sepultado por siempre. La paz y el silencio debidos a los que han desaparecido le acompa?aron piadosamente. Se dieron algunos chupetones funerarios para honrar su memoria.
Mas he aquí que al pastor de las vacas se le ocurre resucitarlo de entre los muertos.
-Tío Leandro, yo no diré mayormente dos palmos... pero que han de crecer ?eh! ?eh...! que han de crecer ?eh! ?eh!
Y se puso a reír bárbaramente, abriendo una boca de oreja a oreja sin que nadie le secundase.
El tío Leandro dio un profundo y amenazador chupetón al cigarro, y se disponía a disparar una de sus granadas formidables para reducir al silencio a aquel zángano, cuando no muy lejos de allí sonaron dos tiros.
-?Cómo?-exclamó Reynoso levantando súbito la cabeza-. ?Un cazador furtivo?
-?Quiá!-replicó un zagal-. Es la se?orita Clara. Bien tempranito pasó por aquí con los perros.
El rostro del amo se serenó, dilatándose con una sonrisa de complacencia.
-?Qué chica! ?Qué chica!
Todos los rostros se volvieron hacia el sitio en que habían sonado los disparos, expresando cordial alegría.
-?Y para cuándo es la boda, mi amo?-se atrevió a preguntar uno.
-Allá para octubre-respondió amablemente el caballero.
El tío Leandro extendió la mano solemnemente y habló de esta manera:
-Que Dios, nuestro Se?or, esparza a pu?ados la felicidad sobre esa buena se?orita. La hemos visto nacer, la hemos visto crecer y volverse más hermosa que una azucena. Más de uno y más de dos entre nosotros la han llevado en los brazos. No levantaba una vara del suelo y ya le gustaba montar a caballo como ahora. Una tarde la bestia se le espantó y se metió ala adentro por una charca. La madre (que en gloria esté) gritaba. Sólo yo, que estaba cerca, la oí; me planto en dos saltos a la orilla, me echo al agua, y cuando ya andaba cerca de llegarme al cuello, pude alcanzar el caballo y sujetarlo. Salimos chorreando y la ni?a me abrazó y me besó. Podéis creerme-a?adió volviéndose a sus compa?eros-, más estimé yo aquel beso que si me hubieran puesto una onza de oro en la palma de la mano.
-?Está visto, hombre!-?Pues bueno fuera!-?Ni que decir tiene!
Así aplauden todos las nobles palabras del viejo pastor.
-Lo único que siento-prosiguió éste-es que nuestro amo se nos vaya de esta finca donde tanto dinero tiene enterrado cuando se concluya el palacio que está fabricando, según creo, allá en el camino de la Fuente Castellana de Madrid.
-Me paece a mí, tío Leandro-dijo el imprudente Felipe-, que nuestro amo no se va de buena gana, porque aquí bien se regala... Pero como la se?ora es tan amiga del lujo...
-?Qué dices?-exclamó Reynoso levantando vivamente la cabeza y encarándose con el zagalón.
Este se puso pálido y balbució miserablemente:
-Es lo que tengo oído por ahí...
-?A quién se lo has oído?-preguntó el caballero afectando calma, pero con el rostro contraído.
-?Calla, zángano, calla! ?Si eres más cerrado que un cerrojo! ?No te da vergüenza, grandísimo zote?
Todos le recriminan duramente. Reynoso un poco dulcificado le dijo:
-Ni a ti ni a nadie puedo consentir que pronuncie una palabra que redunde en desprestigio de la se?ora. Hasta ahora no ha hecho más que vivir con arreglo a su clase; pero aunque gastase todo el lujo que puede ostentarse en Madrid, todo sería poco para lo que ella merece... Entiéndelo tú y los que te lo hayan dicho.
-?Bien puede usted perdonarlo, mi amo-manifestó el tío Leandro-, porque este mozo no es más que una caballería salvo el alma que es de Dios y no de él...! Es que cavilo que si tarda un cuarto de hora más en nacer, nace ya con la albarda puesta... En fin, se?or, que es una grandísima bestia... No hay más que verlo.
Como nadie, ni el mismo interesado, tuvieron por conveniente oponer el menor reparo a los extremos de este sensato discurso, todo él quedó aprobado por unanimidad. Nuestro caballero se serenó por completo. Despidiose afectuosamente y caminó de nuevo la vuelta de su casa sin volver la cabeza atrás. Si la hubiese vuelto habría visto con cuánta solicitud los pastores seguían inculcando en el ánimo de su compa?ero Felipe la idea enteramente panteística de su identidad esencial con la familia de los équidos.
In the previous life, Maggie Johnson was so cowardly, gullible and stupid that she was coaxed by her fiance and stepsister and then broke her legs and lost everything including her fortune, love and even life. However, she was so lucky that she was reborn in the year before everything happened. Since her life restarted, how could she repeat a previous tragedy? Therefore, in this life, she took the opportunity to improve herself and take revenge on the ones who had ever insulted her. Facing the people who had humiliated her previously, she became smart and experienced to break their frames and tricks that had caused her to hurt in the previous life. Finally, no one could stop her pace to amaze the world any more.
Kallie, a mute who had been ignored by her husband for five years since their wedding, also suffered the loss of her pregnancy due to her cruel mother-in-law. After the divorce, she learned that her ex-husband had quickly gotten engaged to the woman he truly loved. Holding her slightly rounded belly, she realized that he had never really cared for her. Determined, she left him behind, treating him as a stranger. Yet, after she left, he scoured the globe in search of her. When their paths crossed once more, Kallie had already found new happiness. For the first time, he pleaded humbly, "Please don't leave me..." But Kallie's response was firm and dismissive, cutting through any lingering ties. "Get lost!"
“Drive this woman out!” "Throw this woman into the sea!” When he doesn’t know Debbie Nelson’s true identity, Carlos Hilton cold-shoulders her. “Mr. Hilton, she is your wife,” Carlos’ secretary reminded him. Hearing that, Carlos gives him a cold stare and complained, “why didn’t you tell me earlier?” From then on, Carlos spoils her rotten. Little did everyone expect that they would get a divorce.
After a painful breakup with her boyfriend of two years who coldly told her to her face that he couldn't keep dating her because she was too uptight--In a moment of anger and defiance, Anna decided to throw caution to the wind for one reckless night. She headed to the wildest club in Texas, determined to lose herself in the chaos. But fate had other plans. To her shock, she ran into her ex-boyfriend at the club. Desperate to save face, she made a split-second decision and approached a stranger, pretending he was her new boyfriend. What she never anticipated was the magnetic pull she would feel towards him or the fact that she'd end up going home with this mystery man. Soon enough, the real surprise hit her--this stranger wasn't just anyone; he was her new boss. What begins as a night of rebellion spirals into a whirlwind of forbidden attraction, societal pressure and hidden affairs. And now there are so many things at stake. Find out how this story unfolds.
Rumors claimed that Fernanda, newly back with her family, was nothing more than a violent country bumpkin. Fernanda just flashed a casual, dismissive grin in response. Another rumor suggested that the usually rational Cristian had lost all sense, madly in love with Fernanda. This frustrated her. She could tolerate gossip about herself, but slander against her beloved crossed the line! Gradually, as Fernanda's multiple identities as a celebrated designer, a savvy gamer, an acclaimed painter, and a successful business magnate came to light, everyone realized they were the ones who had been fooled.
Due to the plight of her family, Phoebe had no choice but to embark on the path of selling herself. In an accident, she had a tangled night with Alexander. Everything began to derail, and even if she fled to the ends of the earth, she would still be found by him and entangled... *** Phoebe screamed in frustration, "What do you want from me?" What was this supposed to be? He raised an eyebrow wickedly. "What do I want? You'll find out soon enough." With that, he hoisted her up and carried her back into the office. The door slammed shut with a kick, and he cleared the desk with a sweep of his arm before laying her down on it, his body pinning hers in place, completely trapping her in his grasp. Every cell in his body was telling him he wanted her. He wanted to claim her again. This time, there would be no escape for her-he wouldn't let her slip away. Never again. If he had suffered for five years, then this woman wouldn't get off easily either!