ores fueron con
dre, don Esteban Ferragut-tercera cuota del Colegio d
dían á los aparatosos oficios presididos por el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hi
ivir. Y el buen don Esteban, peque?o, rechoncho y miope, sentía en su interior un alma de héroe nacido demasiado tarde al pisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otras iglesias enormes y ricas le parecían monumentos de
ra tosca, con colores y oros imprecisos, sentada en un sitial románico. Unos naranjos agrios destacaban su verde ramazón sobre los muros de la iglesia, ennegrecida si
unto, cubriendo además las paredes con un revoque de yeso. Pero sobrevivían á la despiadada restauración los retablos medioevales, los blasones no
lo mismo que una ama de gobierno. Otros oían la misa de pie, irguiendo su descarnada cabeza, que presentaba un perfil de pájaro de combate, cruzando sobre el pecho las manos siempre negras, enguantadas de lana en el invierno y de hilo en el verano. Los
s no contaban. Y el notario, con voz melosa, ampliaba su respuesta: ?Buenos días, se?or marqués.? ?Buenos días, se?or barón.? Sus relaciones no iban más allá; pero Ferragut sentía p
lo alto iluminando espirales de polvo, moscas y polillas, le hacían pensar nostálgicamente en las manchas verdes de la huerta, las manchas blancas de los caseríos, los penachos n
pilla lateral. El sermón representaba para él media hora de somnolencia poblada de esfuerzos imaginativos. Lo primero que buscaban sus ojos en la capilla de Santa Bárbara
tre cana y una luz nueva por sus ojos. Algunas veces, al poder misterioso de tal nombre se yuxtaponía un nuevo misterio más obscuro y de angustioso interés: Bizancio. ?Cómo aquella se?ora augusta, soberana de rem
y cristianos), de bayaderas, de alquimistas y de feroces guardias sarracenos. Legisló como los jurisconsultos de la antigua Roma, escribiendo al mismo tiempo los primeros versos en italiano. Su vida fué un continuo combate con los Papas, que lanzaban contra él excomunión sobre excomunión. Para obtener la paz se hacía cruzado y marchaba á la conquista de Jerusalén. Pero Saladino, otro filósa don Esteban-. Hay que recono
os, que nadie había visto, pero cuya paternidad atribuía Roma al emperador siciliano: especialmente el de Los tres impostores, en el que Federico medía con el mismo rasero á Moisés, Jesús y M
su harén libre, en el que se mezclaban beldades sarracenas y marquesas italianas. Y la pobre joven, casada con ?Vatacio el Herético? por un padre necesitado de alianzas, había vivido largos a?os en Oriente con toda la pompa
torioso. Durante varios a?os resistió á sus pretensiones, consiguiendo al fin que su hermano Manfredo, nuevo rey de Sicilia, la devolviese á su patria. Federico había muerto; Manfredo hacía frente á las tropas pontificales y á la cruzada francesa que habían levantado los Papas ofreciendo al rudo Carlos de Anjo
La muerte rondaba en torno de la basilisa. Todos perecían: su hermano Manfredo, su hermanastro el poético y lamentable Encio, héroe de tantas canciones. Su sobrino el caballeresco Coradino iba á morir más adelante bajo el hacha d
ve que hacía rumbo á las perfumadas orillas del golfo de Valencia. Su sobrina Constanza, hija de Manfredo, estaba casada con el infante don Pedro de Aragón, hijo de don Jaime. La basilisa se instalaba en Valencia, rec
amosas Vísperas Sicilianas. La pobre emperatriz vivió hasta el siglo siguiente en la pobreza de un convento recién fundado, recordando las aventuras de su destino melancólico, viendo con la imaginación el palacio de mosaicos de or
e una roca de Nicodemia que manó agua milagrosamente para el bautismo de Santa Bárbara. El notario mostraba á su hijo el sagrado pedrusco incrustado sobre una pileta d
onocimientos históricos de su padr
icará mejor esto...
a á las emperatrices-, y Santa Bárbara curó milagrosamente á su devota. Para perpetuar este suceso, allí estaba Santa Bárbara en el cuadro, vestida con ancha saya y mangas de farol acuchilladas, lo mismo que una dama del siglo XV, y á sus pies la basilisa con traje de labradora valenciana y gruesas joyas. En vano afirmó don Esteban que este cuadro había sido pintado si
oba, le bastaba hacer memoria de la soberana de Bizancio para olvidar inmediatamente sus inquietudes y los mil ruidos extra?os del viejo edificio. ??Do?a Constanza!..
, tomaban algo de aquella otra que dor
s de zarzamora y una piel ardorosa y fina, le ayudaba á desnudarse ó le despertaba para llevarle al colegio, Ulises tendía los brazos en torno de ella con repentino entusiasmo, como si le embriagase el pe
eros vapores, como débiles burbujas del légamo que duerme en el fondo de toda
e de esta vida imaginativa
?Ah, historiero!... E
los idealismos inútiles y su respeto á los artistas; un respeto semejante á la vener
uego canónigo; luego prelado. ?Quién sabe si, cuando ella no existiese, otras mujeres le admirarían precedido de una cruz de oro, arrastrando el mant
compa?eros de colegio de Ulises acudían en las tardes libres, atraídos doblemente por el encanto de ?jugar á los
o en espera de los papeles que acababan de garrapatear á toda prisa los escribientes, levantaban la cabeza con asombro. El metálico estrépito hací
se revestían á la vista de los fieles, cubriéndose con albas y doradas casullas, colocando en sus cabezas graciosos bonetes. La madre, que espiaba detrás de
te de capellanes los que estaban en el altar. Debían ceder las casullas á los que miraban, para que, á su vez, ejerciesen el sagrado ministerio. Esto era lo tratado. Pero el clero se resistía al despojo con la altivez y la majestad de los derechos adquiridos, y las mano
ndeles de barniz saltado que mostraban la roja pasta del ladrillo. Los ceramistas valencianos del siglo XVIII los habían ornado con galeras berberiscas y cristianas, aves de la cercana Albufera, cazadores de
vasiones de la Historia. Gatos y ratas huían por igual á los rincones. Lo
tra ciencia jurídica que no fuese la suya. Era el tiempo en que los comerciantes de antigüedades no habían descubierto aún la rica Valencia, donde la gente popul
No encontraba ya para los cuadros paredes libres, ni espacio en sus salones para los muebles. Por esto las nuevas adquisiciones tomaban el camino del pòrche, provisionalmente, en espera de una instalación definitiva. A?os después,
o si le hubiesen salido patas. Do?a Cristina y sus sirvientas, obligadas á vivir en continua pelea con el po
ento de carcoma, y cuyos hierros, calados como encajes, se desclavaban de la madera. Unos blandían espadines de pu?os de nácar ó largas tizonas, luego de envolverse en capas de seda carmes
de ?ladrones y alguaciles?. Los ladrones no podían ir vestidos con ricas telas, su uniforme debía ser modesto. Y revolvían unos montones de trapos d
es del Ticiano y de Rubens. El notario los guardaba únicamente por respeto histórico. El tapiz carecía entonces de mérito, como todas las cosas que abundan. Los roperos de Valencia tenía
en los montones de libros almacenados por su padre un volumen que relataba, á dos columnas, con abunda
tente en el fondo de sus actos y sus deseos. En realidad, sólo había leído algunos fragmentos. Para
conquista. ?Que todo buen castellano pase esta raya...? Y los buenos castellanos-una docena de pilluelos con largas capas y tizonas, cuya empu?adura les lleg
vargue?os, mesas y pirámides de sillas, empezaban á disparar volúmenes contra sus perseguidores. Venerables libros de piel con dorados suaves, infolios de blanco pergamino, se abrían al c
esván á las delicias místicas de la abandonada capilla. Los indios eran los más dignos de execración. Para compensar la humildad de su papel con nuevos esplendores,
s de maderas y correteos de animales invisibles, la caída inexplicable de un cuadro ó de unos libros apilados, le ha
es, como los inoportunos ruidos que despiertan de un ensue?o hermoso. El desván era un mundo co
ela, un galeón, una nave, tal como los había visto en los viejos libros: las velas con leones y crucifijos pintado
telas. Y el navegante, seguido de una tripulación tan numerosa como irreal, saltaba á tierra tizona en mano, escalando unas monta?as de libros, que
a. Algo, sin embargo, quedaría por descubrir. El era el punto de encuentro de dos líneas de marinos. Los hermanos de su madre tenían barcos en la costa
e melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pintó Velázquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, dos lunares
s en el lugar de las pupilas. Todavía, para mayor remordimiento, a?adió unas cuantas cuchilladas... En la misma noche, estando su padrino invitado á cenar, el notario habló de cierto retrato adquirido meses antes en las inmediaciones de Játiva, ciudad que miraba con interés por haber nacido los Borgia en una aldea cercana. Los
l desván. El abogado don Carmelo Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificación de la vida id
estra época. A espuertas podría ganar el dinero
icolores y dorados que cubrían las paredes veía unas cabezotas de yeso, c
rtos momentos echaban á volar las películas de su caspa. Los ojos dulces del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acogían á Ulises con el amor de un solterón que se hace viejo y necesita inventarse una familia. El era quien le había dado e
opas argentinas, desnudeces marmóreas, placas de diversos metales sobre fondo de peluche, en las que brillaba imperecedero el nombre
cilidad se llevaba la flor natural destinada á la oda heroica, la copa de oro del romance amoroso, el par de estatuas dedicadas al más completo estudio históric
ano. Fuera de Valencia y sus pasadas glorias, sólo la Grecia merecía su admiración. Una vez al a?o le veía Ulises puesto de
ban sus elogios otros poetas, clérigos dados á la rima, encarnadores de imágenes religiosas, tejedores de seda que sentían perturbada la vulgaridad de su existencia por
triacos. El había suprimido los fueros de Valencia. ??Borbón, maldito seas!...? Pero se lo decía en verso y en lemosín, circunstancias aten
tratos y bustos ornaban la biblioteca. Veía perfectamente su cabeza limpia de tal adorno, pero la realidad perdía todo valor ante la firmez
rta vez hasta había pasado la frontera, lanzándose audazmente por un país remoto titulado el Mediodía de Francia, para visitar á otro poeta que él llamaba
admitía informalidades en asuntos de mesa, se impac
Aquí tenemos
huga saliente sobre un abdomen encorsetado con crueldad. Después, mucho después, aparecía un rostro blanco y radiante, una cara de luna. Y mientras saludaba al peq
i?o nunca la había visto en su casa. Do?a Cristina elogiaba sus cuidados con el poet
s manda. Todos, por serios que parezcan, son en el fondo unos perdidos.
o en misterios. Su padrino tenía relaciones con una mujer; era un enamorado como los héroes de las novelas. Recordó muchas de sus poesías valencianas, todas dirigidas á una dama; unas veces
. Y se imaginó igualmente que sus encuentros debían ser por la ma?ana, en uno de los huertos de fresas inmediatos á la ciudad,
e y el ama de llaves, llegó á sospechar si do?a Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusiás
esta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos vo
o su padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre.
con puertas alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dormían los volúmenes del protocolo envueltos en
expansión-, no hay arrozal que dé lo que da esta fin
s del campo, cuando oían hablar de hombres sabios, pensaban inmediatamente en el notario de Valencia. Le veían con religiosa admiración calarse las gafas para leer de corrido la escritura de ven
sin alusiones á los pecados de la carne, pero en los que figuraban los órganos digestivos con toda clase de abandonos líquidos, gaseosos y sólidos. Los clientes rugían de risa,
a objeto de las conversaciones de sobremesa en
?-preguntaba Lab
úplica: ?Di arzobispo, rey mío.? Para la buena se?ora, su hi
o si fuesen céntimos; figuraría en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmesí y un birrete chorreando por sus múltiples caras la
a estas imágenes
o ser
os los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista de un uniforme, su alma
?Capitán de qué?... ?De arti
pa
pitán d
sabía él quién era el culpable de esta disparatada id
a, allá en la Marina, un hombre excelente pero algo loco, al que llamab