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Una historia sobre el adiós, el perdón y las segundas oportunidades. Samantha y Dylan están en una relación desde hace años, con altos y bajos como cualquier otra. Él decide sorprenderla y dar un gran paso: comprometerse. Sin embargo, luego de una discusión, todo parece acabar para él al sufrir un accidente de tráfico, donde pierde la vida. Cuando despierta, descubre que se ha quedado estancado en el mundo de los vivos porque tiene asuntos sin resolver. Jeremy, el nuevo compañero de Samantha, llega a sus vidas por cuestiones del destino. Él esconde un secreto: puede ver espíritus. Puede ver a Dylan, quien suplica por su ayuda y empiezan una travesía hacia el perdón, el duelo y el amor. En esta historia, nuestros protagonistas buscarán la paz que cada uno necesita y la forma de reencontrarse a sí mismos.
Ninguno había pensado antes en la palabra «efímero», hasta ese momento. Nunca sintieron que su amor sería así: pasajero, fugaz, perecedero.
Breve.
Así es nuestro paso por la Tierra. No tenemos asegurada la vida, pero sí la muerte. ¿Irónico, cierto?
A veces damos todo por sentado, nos tragamos palabras que podrían resolver todo y dejamos en el aire aquellas que lastiman. También vivimos cada día sin pensar que puede ser el último, en serio puede serlo, pero lo ignoramos porque no ha pasado nada.
Porque hemos tenido suerte.
Samantha se miró en el espejo y trató de respirar hondo, sintiendo un nudo en la garganta que la lastimaba. Era la misma sensación que aquel día, cuando discutió con su prometido y resistió un "te amo", un "vuelve aquí", un "hablemos" y ahora se ahogaba con esas palabras. Vestía un vestido negro de mangas cortas que llegaba hasta sus rodillas, unas zapatillas del mismo color y el cabello recogido, un poco desordenado. Ese día no se maquilló, no lo sentía necesario. ¿Para qué disimular las ojeras, si los ojos irritados e hinchados gritaban a los cuatro vientos que no había parado de llorar ni un día?
Estaba ahí de pie, con los ojos encharcados y un tumulto en la tráquea que le hacía arder la nariz y doler la cabeza. Estaba tratando de ser fuerte, pero el anillo en su dedo anular brillaba, capturando su atención como prueba de un futuro que no podrá ser.
Unos toques en la puerta la asustaron por unos instantes y se dio media vuelta, encontrándose con su madre. También vestía de negro, por supuesto. Ese día todos lo harían. La observó con una sonrisa apretada.
-Ya está todo listo, cariño -habló Anna-. Nos vamos cuando tú lo estés.
Sin darse cuenta, Samantha se encontraba dándole vuelta al anillo de compromiso y afirmó con la cabeza, fingiendo una sonrisa. Se miró por última vez en el espejo, tomó sus gafas de sol y un paraguas del color predilecto para aquella triste ocasión y se encaminó a la salida de su habitación.
-Estoy lista -mintió.
Salieron de la casa que pertenecía a la pareja y subieron al coche de Samantha, solo que esta vez manejaba su padre. Observó el camino, recostando la cabeza del asiento y suspiró, sintiendo una opresión en el pecho. Siguió jugando con el anillo en su dedo durante todo el trayecto y se estremeció de súbito.
Estaba allí de nuevo, esa extraña sensación. Miró a su padre, concentrado en el camino, a su madre de copiloto y a su hermana, Amanda, en la otra ventana. No había nadie tan cerca, pero así lo sentía. La mayor de las Grayson la observó, frunciendo un poco el ceño.
- ¿Estás bien? -murmuró y se quitó el suéter negro que tenía sobre su ropa negra, tendiéndoselo-. Parece que tienes frío, ten.
-Gracias -musitó, colocándose el suéter sobre sus hombros.
Llegaron al Cementerio del Calvario y su madre la ayudó a bajarse del coche plateado. Samantha observó el lugar tan lúgubre y el contraste que la naturaleza, tan llena de vida, le brindaba. Su hermana le tomó la mano con fuerza y se encaminaron hasta la zona donde sería el entierro, observando las lápidas y la gran cantidad de estatuas que habían: ángeles, santos, querubines, vírgenes María, Divino Niño, Jesús crucificado, José, arcángeles, cruces.
El panorama era una obra de arte fúnebre en definitiva.
El entierro empezó y todos se colocaron alrededor del ataúd. El cura empezó a despedir con un emotivo discurso a Dylan Reeves, aunque solo los padres parecían escuchar.
Dylan creía no tenerle miedo a la muerte. Sabía que de algún modo su día llegaría; pero allí de pie frente a un ataúd con su cuerpo inerte dentro, odió con cada fibra de su ser que lo consiguiera. ¡No era el momento! Incluso él lo sabía. No era hora de decir adiós, tal vez por eso aún seguía estancado en el mundo de los vivos viendo como todos lloraban su pérdida.
No podía creer que su existencia había acabado. No entendía el por qué seguía en la tierra. ¿Iría al cielo? ¿Dónde está la luz que lo guía hasta Dios? ¿Y dónde está Él? ¿Se quedará estancado aquí? ¿Iría al infierno?
¿Y qué rayos pasaría con Samantha?
Observó los rostros tristes y empapados de lágrimas de sus allegados, todos vestidos de negro y escuchando las palabras que decía el cura, frases que no llegaban a sus oídos porque solo lograba percibir a su prometida. Parecía ida, con lágrimas secas en sus mejillas, jugando con el anillo en su dedo. Le destrozaba el corazón verla así: hecha pedazos.
«Todo por mi culpa» pensó, derrotado.
Las cadenas empezaron a descender hacia la fosa a la que ahora pertenecería y sus ojos se llenaron de lágrimas. Observó a sus padres, quienes se abrazaban entre ellos para darse consuelo, a Leonard quien se acercó a Samantha al notar que empezaba a derrumbarse, a su primo Jack y a su cuñada, con quien nunca se llevó del todo bien.
Notó como Samantha parecía caer en la realidad y empezó a negar con la cabeza, tratando de acercarse al lugar. Se dejó caer de rodillas y Leonard se acuclilló junto a ella, pidiéndole que se calmara. Ella observaba la escena, aún sin poder creerse la situación. No paraba de temblar y de negar con la cabeza.
Era en serio, su amado estaba muerto; con quien iba a casarse, tener una mascota (o varias) y tal vez dos bebés, una casa nueva, un futuro. Él ya no estaba y con él se fueron todas sus ganas de vivir.
Nunca se detenía a pensar en la muerte y tampoco imaginó que perdería a su alma gemela tan pronto. En su cabeza se repetía que no debió dejarlo ir, furioso y herido, que debió hacerle caso y quedarse junto a él. Demostrarle que lo amaba por encima de todas las cosas.
Incluso de sí misma.
La tierra empezó a cubrir el ataúd de Dylan y eso la rompió más. Las lágrimas bajaban por sus mejillas como una cascada y su cuerpo temblaba de dolor, rabia y desesperación.
―No, no... ―suplicó―. ¡No lo hagan! ¡Deténganse!
Leonard y Rick vieron su intención de levantarse y la ayudaron, pero no la dejaron ir más allá porque sabían que si se lo permitían se lanzaría a la fosa con su prometido. Gritó con todo el aire de sus pulmones, desgarrándose la garganta y rompiendo el corazón de su prometido.
―Sáquenlo de allí ―suplicó, sin fijarse en la mirada cargada de preocupación de sus padres o del dolor en la de sus suegros.―. O llévenme con él, por favor. N-no voy a po-poder sin él ―gritaba entre sollozos.
«Es mi culpa, es mi culpa. Perdóname, Dylan. Lo siento muchísimo» pensó ella, apretando sus párpados para dejar de soltar lágrimas, pero no funcionó.
-Está bien, Sam. Déjalo ir -la voz trémula de Leonard trató de tranquilizarla, aunque por dentro se encontraba tan destrozado como ella. Acarició sus cabellos en busca de darle consuelo, pero ella no podía parar de llorar.
Dylan se acercó y se plantó frente a su novia. Sus ojos claros demostraban la tristeza de su corazón mientras la observaba. Recorrió con su mirada su cuerpo tembloroso a causa de los sollozos y cerró por un segundo los ojos al notar el anillo de compromiso, reluciendo en su dedo. Alzó la mano para acercarla a su rostro y se detuvo a centímetros, casi rozando su piel.
« ¿Podría sentirme de nuevo? » se preguntó y acercó su mano al rostro de su novia. Notó los vellos de Samantha erizarse y ella inhaló con fuerza, alejándose de inmediato. Lo logró, todavía podía sentirle.
―Aquí estoy, nena. Aquí estoy, no me he ido ―susurró, cerca de su rostro.
El olor a menta, característico de Dylan, llegó con fuerzas al rostro de Samantha y aspiró hondo. Observó a su alrededor con el ceño fruncido, preguntándose qué rayos había sido eso.
« ¿Acaso él...? » la duda flotó en su cabeza.
― ¿Dylan? ―preguntó.
―Sí, sí. Soy yo, ¿me oyes? ―preguntó él, tomando su mano. Notó como Samantha miraba su mano con horror y la apartó―. Lo siento, lo siento.
― ¿Qué sucede, Sam? ―preguntó Leonard.
―Sam, escúchame por favor ―suplicó Dylan―. Te amo y siempre lo haré. Siempre estaré contigo, verte y no poder hablarte y que me escuches o me veas es mi castigo. Pero al menos puedes sentirme y espero que nada ni nadie pueda quitarme eso. Sé feliz ¡y no cometas ninguna locura, joder! Te amo, Samantha. Los amo. En serio lo hago, incluso después de muerto.
Decidió que lo mejor era irse del lugar, por el bien de Samantha. No quería afectarle más de lo que ya lo había hecho y se alejó. Notó como negaba con la cabeza y se dio media vuelta para no verla, al menos por hoy.
―No, no ―dijo, mientras daba varios pasos vacilantes hacia adelante―. ¡Dylan, no te vayas! Yo... ¡Yo también te amo! ―gritó, buscándole.
« ¿Me escuchó? » se preguntó él, con esperanza.
Observó a su alrededor y notó que todos la veían con lástima, como si se hubiese vuelto loca de la noche a la mañana. Él volvió a posar sus ojos sobre ella y se fijó en su resplandor, porque eso era Samantha: un ser de luz. En donde ella estuviera, siempre había luminosidad, sus ojos, su risa, su rostro... Y ahora estaba ahí, titilando, a punto de apagarse.
Samantha sintió que el anillo en su dedo era demasiado pesado y lo acercó a su corazón, pensando que así estaría cerca de Dylan.
―Por favor, no te vayas. No me dejes sola, Dyl ―rogó, haciendo que una lágrima recorriera la mejilla del fantasma frente a ella.
Ambos tienen una pasión en común: los postres. ¿El problema? Se llevan de perros. Él es arrogante, egocéntrico y bromista. Ella es testaruda, orgullosa y atrevida. ¿Qué sucede cuando un beso lo endulza todo? Hay quienes dicen que el postre es un lujo que no va al estómago; va directo al corazón. Entre amargas peleas y caricias de chocolate, ambos encontrarán una pasión más en común: el amor que sentirán el uno por el otro. |SEGUNDO LIBRO DE LOS HERMANOS DÍAZ. PUEDE LEERSE DE FORMA INDEPENDIENTE AL PRIMERO: A FUEGO LENTO|
Gabriela Arellano es una estudiante venezolana de último año de gastronomía, que decide mudarse a México en busca de un mejor futuro. En su primer día de clases, tropieza con un hombre y empiezan con mal pie. Ella no se queda callada y le canta las cuarenta, sin saber que tiene al frente a Mauricio Díaz: uno de los mejores chefs de la ciudad, uno de los dueños del mejor restaurante del país y, además, quien ofrecerá pasantías en su escuela a los estudiantes más preparados. Sin embargo, como el destino no puede ser más entrometido, la vida los junta varias veces y no pueden ignorar que las chispas que saltan cada vez que discuten no son precisamente de odio... sino de algo igual de fuerte, de lo que no se puede escapar. ¿Serán capaces de mantener a raya sus deseos o terminarán quemándose a fuego lento?
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