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Tuve un sueño, tan real que el sudor frío me despertó en mitad de la noche. En él, yo, Ximena, la promesa de la charrería, veía cómo mi vida perfecta se desmoronaba. Una impostora, Sofía, la "verdadera heredera" que había ocupado mi lugar, aparecía para reclamar lo que creía suyo. Llegó menudita y frágil, llorando una historia desgarradora de privaciones, presentándose ante mis padres adoptivos, Don Ricardo y Doña Elena, a quienes creí míos por veinte años. Ellos la acogían con los brazos abiertos, culpables y conmocionados. Y entonces, mi realidad se convirtió en una pesadilla controlada. Sofía saboteaba mi despertador, me ofrecía un "licuado" que me provocaba un dolor terrible, y manipulaba mi montura para mi humillación pública. Caía estrepitosamente de mi caballo frente a toda la comunidad, mientras ella, la víctima, se convertía en heroína. Lo perdía todo. Mi honor, mi futuro. Me desperté con el corazón latiéndome a mil, la imagen de mi caída grabada en la mente. El sueño se sentía como una advertencia, una premonición escalofriante. Justo en ese instante, el teléfono sonó. Era Don Ricardo. "Ximena, hija, baja por favor. Tenemos que hablar de algo importante." Mi corazón dio un vuelco. Sabía lo que venía. El sueño no era solo un sueño. Ella estaba aquí. Pero esta vez, el resultado no sería el mismo. Yo tenía una ventaja que ella no conocía. Y no iba a desperdiciarla.
Desperté después de cinco años en coma. Un milagro, dijeron los doctores. Lo último que recordaba era haber empujado a mi esposo, Diego, para quitarlo del camino de un camión que venía a toda velocidad. Lo salvé. Pero una semana después, en la oficina del Registro Civil, descubrí un acta de defunción expedida hacía dos años. Los nombres de mis padres estaban en ella. Y luego, la firma de Diego. Mi esposo, el hombre al que salvé, me había declarado muerta. El shock se convirtió en un vacío helado. Regresé a nuestra casa, solo para encontrar a Angélica Herrera, la mujer que causó el accidente, viviendo allí. Besó a Diego, con una naturalidad que dolía. Mi hijo, Emilio, la llamaba "mami". Mis padres, Alba y Genaro, la defendían, diciendo que ya era "parte de la familia". Querían que perdonara, que olvidara, que entendiera. Querían que compartiera a mi esposo, a mi hijo, mi vida, con la mujer que me lo había robado todo. Mi propio hijo, el niño que llevé en mi vientre y amé con toda mi alma, gritó: "¡Quiero que se vaya! ¡Lárgate! ¡Esa es mi mami!", señalando a Angélica. Yo era una extraña, un fantasma rondando su nueva y feliz vida. Mi despertar no fue un milagro; fue una molestia. Lo había perdido todo: mi esposo, mi hijo, mis padres, mi propia identidad. Pero entonces, una llamada desde Zúrich. Una nueva identidad. Una nueva vida. Catalina Garza estaba muerta. Y yo viviría solo para mí.
Ricardo Mendoza se encontró observando la firma de Laura Soler en el acuerdo de divorcio, la misma caligrafía que una vez llenó cartas de amor santificadas. De repente, su mundo se hizo pedazos. En los últimos meses, su vida se había desmoronado: acusado de infidelidad, presionado a aceptar el hijo de otro hombre como suyo, abandonado en la nieve hasta casi morir, y humillado públicamente por su propia esposa y su familia política. Cada traición, cada mentira, lo golpeaba sin piedad, dejándole un dolor tan profundo que le costaba respirar. ¿Cómo pudo Laura, la mujer que solía prometerle amor eterno, la que alguna vez se preocupó por cada detalle de su vida, convertirse en una extraña, cómplice de su verdugo? Así, con el corazón destrozado y el alma purificada por el dolor, decidió que ya era suficiente. Se iría lejos, a un lugar donde el mar sanara sus heridas y el pasado no pudiera alcanzarlo, listo para comenzar de nuevo y encontrar la paz que tanto anhelaba.
Mi vida era un campo de agave, una lucha constante por mantener la herencia familiar y el tratamiento de mi madre. Mi única reliquia, un machete de plata de mi padre, me recordaba de dónde venía. Entonces apareció Isabela, una heredera poderosa, prometiendo salvarlo todo: el rancho, la vida de mi madre. La vi como una salvadora y acepté su condición de casarme con ella. Años después, descubrí que compartía su cama, su fortuna y mi vida con Javier, un sommelier arrogante. Mi vida se convirtió en un infierno de humillación. Me amenazó con el tratamiento de mi madre. Permitía que Javier destrozara el machete de mi padre y me humillaba públicamente, siempre poniéndose de su lado. Pero la verdadera pesadilla comenzó cuando Javier, su amante, causó la muerte de mi madre durante un procedimiento médico. Y ella, al presenciar mi dolor y rabia, ¡me golpeó, culpándome de todo! ¿Cómo podía alguien llamar a esto amor o justicia? Mi madre, mi ancla, había muerto por su negligencia. Mi único hijo por nacer fue cruelmente arrebatado por su mano, y mi vida, todo lo que sacrifiqué, se había desvanecido en una farsa. No quedaba nada. Humillado, destrozado y sin esperanzas, decidí que era hora de desaparecer. El mundo creería que morí, pero yo renacería lejos de mi cárcel dorada.
Eli Vargas, la discreta esposa secreta del magnate del tequila Ricardo Montoya, lleva tres años de matrimonio invisible, consumida por la indiferencia de un hombre obsesionado con su exnovia, Sofía de la Garza. En su propio cumpleaños, Ricardo la deja plantada, corriendo a consolar a Sofía, su "amor de juventud", recién llegada de París, como si Eli nunca hubiera existido. Humillada y con el corazón destrozado, Eli decide que es hora de escapar de esa jaula dorada y poner fin al suplicio, planeando vengarse sutilmente de la arrogante Sofía para facilitar el divorcio. Pero justo cuando la libertad parece un soplo cercano, la vida le lanza una cruel e inesperada bofetada: un embarazo no deseado, la condena a perpetuar su propia miseria en una nueva vida. ¿Cómo podría traer un hijo al mundo de un hombre que ignora su existencia, condenándolo a una vida de desamor y abandono como la suya? Eli toma la decisión más dolorosa y valiente de su vida: elige su libertad y la dignidad de un futuro sin el lastre de un amor no correspondido, aunque eso signifique borrar una parte de sí misma. Ahora, con su venganza y un secreto devastador en mano, Eli está lista para un nuevo comienzo, pero el destino le tiene preparada una última jugada familiar... una que convertirá el "amor verdadero" de Ricardo en el mayor escándalo de la jet set mexicana.
Mi mano temblaba mientras firmaba los papeles del divorcio, un acto que sellaría el fin de mi matrimonio con Isabella y pondría en marcha un futuro incierto. Pero para mí, Ricardo Vargas, ese no era el final, sino el comienzo de una segunda oportunidad, un milagro inexplicable tras una pesadilla que ya había vivido una vez. Recordaba la ceguera de Isabella, su devoción absoluta por su hermana, Camila, y su sobrino mimado, Mateo, cómo mi hogar se convirtió en una fuente inagotable de recursos para ellos, mientras mi propia hija, Sofía, era ignorada. La imagen más dolorosa, la que me había despertado sudando frío, era la de mi pequeña Sofía, de solo cinco años, ardiendo en fiebre, luchando por respirar. Mientras yo, desesperado, llamaba a Isabella una y otra vez sin obtener respuesta; ella, como siempre, atendía los caprichos de su hermana. Cuando finalmente regresó a casa, ya era demasiado tarde: la vida de Sofía se había apagado en la soledad de su habitación, y con ella, el alma de Ricardo se había roto en mil pedazos. Ahora que el destino me había dado una segunda oportunidad, me di cuenta de que mi esposa ni siquiera conocía a su propia hija. Necesitaba una prueba, un ultimátum silencioso, y así se lo propuse a mi Sofía: "Cuando mamá llegue, si viene a verte a ti primero y te da un beso, nos quedaremos aquí todos juntos; pero si va primero a ver a tu primo Mateo, entonces tú y yo nos iremos de viaje, un viaje muy largo, solo nosotros dos, ¿estás de acuerdo?". Unos minutos después, el auto de Isabella se estacionó afuera y escuchamos su voz melosa y preocupada: "¡Camila! ¡Mateíto, mi vida! ¿Cómo están? Vine en cuanto me dijiste que el niño tenía tos". Y así, la traición se confirmó, fresca y punzante como la primera vez, mientras veía la silenciosa decepción en los ojitos de mi Sofía. En ese momento, la rabia crecía en mi interior, y me di cuenta de que Isabella no había cambiado; ella nunca cambiaría. No sabía que esta vez, yo sí lo haría.
Tres años. Tres largos años desde que Alejandro, el hombre con el que iba a casarme, me abandonó en el altar, alegando una ridícula "iluminación espiritual" para unirse a una secta. La verdad, sin embargo, era mucho más sucia y terrenal: no había secta, solo Laura, una mujer a la que Alejandro, mi prometido, había decidido "rescatar" de la miseria para casarse con ella y escalar socialmente, dejándome a mí, Sofía, como daño colateral. Ahora, la mansión se abre de golpe y él está de vuelta, con la misma arrogancia, y a su lado Laura, embarazada, sus ojos recorriendo mi hogar con una mezcla de envidia y triunfo, como si esta casa también les perteneciera por derecho. Con una sonrisa torcida, Alejandro anuncia: "Sofía, he vuelto. Laura y yo nos casaremos. Ella espera a mi hijo. Pero no te preocupes, siempre habrá un lugar para ti a nuestro lado, como una hermana". Escuchar su propuesta, tan audaz como absurda, me revolvió el estómago. Recordé la humillación, las miradas de lástima, las fotos de él y Laura construyendo la vida que me robaron. Mi aparente sumisión los desarmó, se sentaron victoriosos en el sofá, pero justo entonces, un torbellino de energía infantil irrumpió: "¡Mami!" Mi hijo Daniel, de dos años, corrió a mis brazos, y la sonrisa de Alejandro se congeló, su arrogancia reemplazada por el shock. Laura lo miró fijamente, con incredulidad y furia contenida. Entonces, con la inocencia pura de un niño, Daniel señaló el retrato de su padre sobre la chimenea: "¿Dónde está papá? ¿Papá no ha vuelto todavía?". Esa pregunta, cargada de un significado que pulverizó su mundo, destrozó por completo el universo de Alejandro. Su cara, petrificada, pasó del shock a una furia oscura y profunda: ¿De qué demonios estaba hablando? ¿Quién era este niño?
El falso matrimonio había durado tres años. La víspera del regreso de su hermana gemela, Abril, Camila Solís recibió una llamada de su madre. —Abril vuelve mañana. Kael Trujillo es el prometido de tu hermana. Has ocupado el puesto de la señora Trujillo durante tres años. Es hora de que lo devuelvas. Camila, la talentosa pero desconocida música independiente, había guardado su guitarra, ocultado su propia identidad y se había convertido en "Abril" para salvar el sello discográfico de su familia. Se casó con la familia Trujillo, convirtiéndose en la sustituta de una sustituta. La vida en la mansión Trujillo no fue fácil. Kael era frío y distante, obsesionado con su primer amor, Emilia Cárdenas. Camila interpretó su papel con esmero, soportando su indiferencia y las constantes manipulaciones de Emilia. La arrojaron a un lago helado, la abandonaron para que muriera en el mar y la incriminaron por crímenes que no cometió. Era un fantasma en su propia familia, una herramienta para ser usada y desechada. Sus padres la habían abandonado desde la infancia, siempre fue el estorbo no deseado. —Nunca te amé, Kael. Ni por un solo segundo. Se marchó, dejándolo enfrentar las consecuencias de su crueldad. Encontró su libertad, su felicidad, su hogar, con un hombre que realmente la amaba y la respetaba.
Introducción Me desperté en mi propia cama, el sol de La Rioja se filtraba suavemente por las persianas de mi habitación. Por un momento, el familiar aroma a madera vieja de la bodega llenó el aire, y todo pareció extrañamente normal. Pero entonces, un escalofrío glaciar me recorrió, no del frío, sino de un recuerdo que me heló hasta el alma. Era la vívida pesadilla de estar atrapada en un cuerpo diminuto y peludo, ladrando desesperadamente sin que nadie entendiera mis gritos. El recuerdo pavoroso de ver mi propio rostro, o el cuerpo que una vez fue mío, sonriendo mientras el veterinario inyectaba la letal dosis en una fría y maloliente perrera. Vi a Carmen, la esposa de mi hermanastro, habitar mi cuerpo, celebrando mi muerte con una copa de nuestro mejor reserva. A su lado, mis cómplices: mi prometido, Javier, y mi hermanastro Mateo. Habían intercambiado nuestras almas, todo por la herencia y la bodega familiar que mi padre me había destinado. Fui traicionada por los que más amaba, robada de mi vida y condenada a la agonía de un animal doméstico. La injusticia me quemaba, la crueldad de su plan era simplemente inconcebible. Miré mis manos, eran mis propias manos, no las patas de un cachorro. Toqué mi piel, era la mía, no el pelaje blanco y rizado de un Bichón Frisé. Había renacido. Estaba de vuelta. En el día de mi compromiso, el día exacto en que todo había comenzado. Esta vez, armada con la desgarradora memoria de mi muerte y una sed insaciable de justicia, ellos no tendrían escapatoria.
Soy Sofía Montoya, estudiante de Bellas Artes. Me había enamorado perdidamente de Mateo Vidal, un empresario influyente y mecenas, creyendo que nuestra relación era especial y que él era mi protector. Pero un día, el vídeo de nuestra intimidad se extendió como la pólvora por la universidad, convirtiéndose en una humillación pública. Las risas de Mateo y sus amigos revelaron la cruel verdad: todo era una venganza orquestada por Isabella, su hermanastra y prometida. Mi mundo se derrumbó. Los mensajes y burlas inundaron mi móvil, y mi padre me echó de casa, comparándome con mi madre y abandonándome a mi suerte. Lo peor llegó cuando Mateo, el hombre que amé, permitió que sus amigos me secuestraran, me torturaran y me dejaran marcada con cicatrices físicas y emocionales permanentes. ¿Por qué tanto odio? ¿Por qué mi existencia era un pecado tan grande como para merecer este infierno? Al despertar en el hospital, humillada y sin fuerzas, Isabella intentó matarme. Pero no me morí. En ese momento, decidí. Desaparecí. Me alejé para sobrevivir, sin mirar atrás, eligiendo que el pasado no me definiría más.
El aire en el salón de clases se sentía pesado. De repente, una figura familiar se paró frente a mi escritorio: Brenda, mi supuesta amiga. "Sofía, por favor, ¿me prestas tu identificación?" En mi vida pasada, esta petición fue el inicio de mi infierno. Le di mi información, y ella la usó para pedir un préstamo enorme a mi nombre, hundiéndome en deudas y arruinando mi reputación. Pero cuando Diego, mi supuesto novio, me arrebató el bolso para entregárselo, el dolor de la traición me golpeó como un rayo. Recordé el préstamo, la humillación, mis piernas rotas, la falsa acusación, y el camión que finalmente aplastó mi cuerpo. Todo orquestado por ellos dos. ¿Cómo pude ser tan ciega? La Sofía ingenua murió bajo las ruedas de aquel camión. Y renací con un único propósito: venganza.
Estaba en la cima de mi vida, mi legado familiar del vino floreciendo y una década de amor con Mateo, mi esposo y el brillante dueño de la bodega, que parecía perfecta. Pero en medio de nuestra gran celebración, su protegida, Sofía, anunció un embarazo de cinco meses... ¡de Mateo! La humillación pública fue solo el principio: elegí perdonar, aferrándome a la frágil esperanza, solo para descubrir tres años después que Mateo ya tenía gemelos con Sofía y exigía que los aceptara, incluso que fuera su niñera. Cuando descubrí que, milagrosamente, yo también estaba embarazada, él sobornó a los médicos para negarlo, y luego, en mi momento más vulnerable tras un accidente provocado por él, me negó una transfusión de sangre, dejándome desangrándome y perdiendo a nuestro bebé. ¿Cómo pudo el hombre al que salvé de la ruina, por quien mi abuela dio su vida, y que juró amarme, convertirse en un monstruo capaz de tal crueldad? No solo me arrebató a mi hijo, sino que su máxima perfidia, arrancando el tubo de oxígeno de mi abuela frente a mí, desató mi alma, y supe que era hora de que saliera de este infierno y reclamara lo que era mío.
El día del examen de admisión, Ricardo, el 'hijo perfecto' de los Mendoza, caminaba sintiéndose invencible. Pero un objeto azul en un arbusto, una credencial con el nombre «Isabella Mendoza» y una sonrisa tímida, lo cambió todo. Al llegar a casa, la mostró esperando elogios, pero encontró un silencio sepulcral, seguido de la furia incomprensible de sus padres, su padre lo golpeó y lo echó de la casa. Nadie quería hablar de Isabella: el guardia de la escuela lo amenazó, el director lo echó gritando, y hasta un reportero lo trató como "basura". Su amigo Mateo le sugirió publicar la foto en redes para encontrar a Isabella, y Ricardo, sintiéndose reivindicado, lo hizo. Minutos después, su teléfono estalló, pero no con mensajes de agradecimiento, sino con advertencias anónimas: «Bórralo, idiota», «No sabes con lo que estás jugando». La situación escaló violentamente cuando su madre lo llamó con voz rota: "Tu abuelo está en el hospital. Le dio un infarto. Es tu culpa" . En el hospital, la familia entera lo recibió con odio, su padre lo golpeó, y su madre lo culpó de la "muerte" de su abuelo, tachándolo de egoísta. Incluso su mejor amigo, Mateo, al ver la credencial, lo despreció: "Eres un cerdo, Ricardo. Un maldito cerdo" . Solo y humillado, fue arrestado bajo múltiples cargos de acoso y difamación. En la fría celda, sintió un terrorífico destello de lucidez: Isabella no era una extraña. ¡Era su hermana, la que le había prometido proteger de niño!
El día de mi graduación se suponía que sería el inicio de mis sueños, pero se convirtió en la antesala de mi peor pesadilla. Mi propia hermana, Isabella, y mi mejor amigo, Mateo, me entregaron regalos envenenados: un amuleto de "buena suerte" y un ramo de flores, solo para que una alerta sobrenatural se materializara ante mis ojos, revelando su cruel complot. "¡No lo uses, Sofía!", "Tu amigo también es malo", "Perderás tu voz", "La becada triunfará", "Serás internada en un centro psiquiátrico, muriendo en el olvido". Sus sonrisas, antes cálidas, se transformaron en máscaras depredadoras, revelando la traición que se cocía a mis espaldas. ¿Muda? ¿Destrozada? ¿En un psiquiátrico? ¿Por qué esta maldad tan retorcida de quienes decía amar? ¿Y por qué justamente ahora, cuando mi carrera como cantante estaba a punto de despegar? En ese instante de revelación, con una calma que me sorprendió, supe que no caería en su trampa. El juego de ellos había terminado; ahora iniciaría el mío con la fuerza de un huracán.
Cuando desperté, el olor a desinfectante me golpeó, y las paredes blancas del hospital reflejaban el vacío de mi vientre. Una vez más, el doctor pronunció esas palabras devastadoras. "Señora Rojas, lo lamento mucho. Hicimos todo lo que pudimos, pero no logramos salvar al bebé" . Era mi séptimo aborto espontáneo, siete pequeñas vidas que se habían ido, y mi corazón ya no podía sentir más dolor. Ricardo, mi esposo, llegó corriendo, su rostro una máscara de angustia, y yo me apoyé en él, buscando consuelo. "Shhh, no digas nada. No es tu culpa, mi amor. Descansa, yo me encargo de todo" , susurró con voz tranquilizadora. Pero entonces, a través de la puerta entreabierta, escuché su voz, no la de mi amoroso esposo, sino una llena de alegría y emoción contenida. "Valeria, mi amor, todo salió perfecto. Se lo creyó todo" . Mi respiración se detuvo, un escalofrío helado me recorrió, Valeria Solís, su asistente. "Sí, el séptimo. Justo como lo planeamos. El doctor Ramírez es un genio, el 'accidente' fue impecable" . Planearon… ¿un accidente? Luego lo escuché, con una frialdad repugnante, llamar a nuestros hijos no nacidos… "engendros" . "Ya hablé con Ramírez. Le dije que necesitamos una solución permanente. Una histerectomía. Dijo que puede hacer que parezca una complicación necesaria por el último aborto" . Ricardo, el hombre al que amaba, el que había compartido mi vida durante diez años, había asesinado a mis siete hijos. Él y su amante, Valeria Solís, me lo habían quitado todo. Pero las lágrimas que ahora brotaban no eran de tristeza, eran de rabia y de una promesa silenciosa: iban a pagar.
Mi empresa, InnovaTek, era el trabajo de mi vida. La construí desde cero con mi novio, Ricardo, a lo largo de diez años. Éramos novios desde la universidad, la pareja de oro, y nuestro mayor negocio, un contrato de 50 millones de dólares con Grupo Apex, por fin estaba a punto de cerrarse. Entonces, una repentina ola de náuseas me golpeó y me desmayé, solo para despertar en un hospital. Cuando regresé a la oficina, mi tarjeta de acceso fue rechazada, mi entrada revocada, y mi foto, tachada con una "X", estaba en la basura. Brenda Soto, una joven becaria que Ricardo había contratado, estaba sentada en mi escritorio, actuando como la nueva Directora de Operaciones. Anunció en voz alta que el "personal no esencial" debía mantenerse alejado, mirándome directamente. Ricardo, el hombre que me había prometido el mundo, se quedó a su lado, con el rostro frío e indiferente. Desestimó mi embarazo, llamándolo una distracción, y me puso en licencia obligatoria. Vi un tubo de labial rojo brillante de Brenda en el escritorio de Ricardo, el mismo tono que había visto en el cuello de su camisa. Las piezas encajaron: las noches hasta tarde, las "cenas de negocios", su repentina obsesión con el celular... todo era una mentira. Llevaban meses planeando esto. El hombre que amaba se había ido, reemplazado por un extraño. Pero no dejaría que me quitaran todo. Le dije a Ricardo que me iba, pero no sin mi parte completa de la empresa, valuada al precio posterior a la financiación de Apex. También le recordé que el algoritmo central, aquel en el que Apex estaba invirtiendo, estaba patentado únicamente a mi nombre. Salí, saqué mi teléfono para llamar a la única persona que nunca pensé que llamaría: Damián Ferrer, mi más acérrimo rival.
El rancio olor a humedad de la bodega me asfixiaba, un recordatorio cruel. Mi prima, Isabella, me sonreía con desprecio, el vestido de novia áspero pegado a mi piel sudada. "Sofía, ¿de verdad pensaste que podías escapar? ¿Que podías arruinar mi boda?" Su voz helada resonó, y entonces, lo recordé todo. Diez años de exilio en el rancho de la abuela, solo para volver a la Ciudad de México y descubrir que mi vida había sido robada. Isabella, la hija de mi tía, se había convertido en la hija amada de MIS padres. Incluso mi prometido, Javier, el heredero del imperio tequilero, era ahora de ella. El compromiso, la vida que me pertenecía, todo le fue entregado. Intenté huir de la bodega donde me encerraron el día de su boda, correr a la iglesia, detener la farsa. Pero mi madre, Elena, me enfrentó, sus ojos llenos de una frialdad desconocida. "Isabella es mi hija. Tú no eres nadie." Cada palabra fue un golpe. Mi padre, Ricardo, se acercó, ofreciéndome tequila con un aroma químico, un veneno. "Bebe esto, Sofía. Termina con esta vergüenza." Cuando me negué, mi madre gritó con desesperación: "¡Mátenla! ¡Mátenla aquí mismo!" Los guardias me forzaron a beberlo. Sentí el líquido amargo quemar mi garganta. Morí. Pero no fue el final. En la oscuridad, una extraña verdad se reveló: el veneno era un engaño. Era el plan de mi padre y del presidente Alejandro, un retorcido juego político. Mi "muerte" era el primer paso para convertirme en la Primera Dama. Y ahora, estoy de vuelta. De vuelta en esta bodega. De vuelta en el día de la boda. El vestido áspero, el olor a humedad, la voz cruel de Isabella. Esta vez, el guion será diferente.
En la alta sociedad de Jalisco, Scarlett Salazar y Máximo Castillo no eran la pareja más envidiada por su amor, sino por la guerra sin cuartel que libraban públicamente. Nuestra contienda era la comidilla de todos, un constante tira y afloja donde cada uno luchaba por demostrar su indiferencia total hacia el otro. Pero mi mundo se detuvo el día que recibí un diagnóstico: una enfermedad hepática terminal. Por primera vez, anhelé una tregua, busqué a Máximo para terminar nuestros últimos meses en paz. Su voz gélida al otro lado del teléfono, acompañada por el gemido meloso de mi mejor amiga y prima, Yolanda, destrozó toda esperanza. "Scarlett es como un tequila sin añejar, pura apariencia", escuché decir a Máximo, "Contigo, en cambio, cada momento es un extra añejo, complejo y adictivo." Fue entonces cuando la traición se reveló en su forma más vil: Yolanda había orquestado una grabación falsa, convenciendo a Máximo de que nunca fui más que una interesada. ¿Cómo pudo mi propia amiga, la que se crió a mi lado, apuñalarme así? ¿Y Máximo? ¿Cómo pudo creer semejante mentira y devolverme tanto odio? Con el corazón hecho pedazos y la salud desvaneciéndose, solo una idea me invadió: borrarlo todo. Decidí que borraría cada recuerdo de Máximo, de Yolanda, y de esta guerra sin sentido, para encontrar la única paz que me quedaba antes de morir.
El olor a chile tostado era el aroma de mi única alegría, el mole de mi madre, la receta que me dejó antes de morir. Ese mismo aroma llenó mis pulmones justo antes de que los pitbulls de mi abuelo me desgarraran la garganta en una bodega de tequila abandonada. Pero estoy de vuelta, y acabo de ganar el gran premio de un festival gastronómico con la misma receta, un contrato que cambiará mi vida. Mi hermano, Mateo, se acercó, la codicia brillando en sus ojos mientras yo sujetaba el sobre. "Felicidades, hermanita. Ahora podremos pagar las medicinas de la abuela y mis estudios," dijo, pero yo sabía que sus palabras eran una trampa. Intenté negar la victoria, pero por la noche, él me siguió hasta un callejón y, tras un forcejeo brutal, rompió el contrato. Mi familia llegó, y la abuela, con lágrimas de cocodrilo, y el abuelo, con furia alcoholizada, me acusaron de "tener una crisis" y de estar "confundida". Los vecinos asomándose y la policía que llegó no vieron mi desesperación, solo a una familia "intentando controlar" a su hija "histérica". Me abofetearon, me patearon, me llamaron "plaga" y "maldición", mientras mi abuela observaba impasible. ¿Cómo iba a saber que la pesadilla que viví en mi primera vida regresaría así, amplificada por su crueldad y la ceguera de un sistema que no me creería? Esta vez, no me quedarían en esa prisión. El dolor no me paralizó; me dio claridad. Decidí que buscaría la verdad que me mató una vez, y esta vez, sobreviviría para revelarla.
El olor a fritanga era mi vida, mi universo. Isabella, la chica del restaurante de barrio, sirviendo "corrientazos" mientras mi secreto amor, Mateo, un aparente estudiante sin un peso, me esperaba en la esquina. Nada podía ser más normal. Hasta que una mujer elegante irrumpió, revelándose como mi madre biológica, ¡con una prueba de ADN! De repente, estaba en una mansión de Rosales, la supuesta hija perdida de los Trebor. Pero esta "bienvenida" no era un reencuentro, sino un infierno de desprecio. Mi "padre" Carlos me entregó un brazalete de esmeraldas de calidad "turística", mientras a su hija Valentina le daba un rubí brillante, exponiendo su absoluto desdeño. Me humilló, intentó comprar mi silencio y, en una fiesta ostentosa para "presentarme", reveló fotos mías con Mateo, riéndose en el barrio, para ridiculizarme públicamente y forzarme a dejarle. ¿Cómo iba a soportar tanta hipocresía? ¿Por qué me traían a este circo de mentiras solo para destruirme? ¿Era yo solo un peón en un juego retorcido de poder? Pero la noche de mi humillación pública, cuando el mundo creyó verme caer, las puertas se abrieron. Mi "novio de la calle" Mateo entró, no con ropa gastada, sino con un traje que gritaba poder, y presentó a sus padres: los dueños del imperio de esmeraldas más grande de Colombia. Los Trebor no sabían con quién se estaban metiendo, ni con quién se habían burlado. Y esa misma noche, la verdad saldría a la luz.