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Abel acaba de perder a sus padres en un trágico accidente y es tanto el dolor a causa de su fallecimiento, que se propone limpiar toda la casa que fue heredada a él, con tal de no caer en depresión. Durante esa diligencia el joven hace un extraño hallazgo en el viejo ático; un antiguo retrato de una muchacha cautivadora pintado en lienzo. Incapaz de tirarlo se lo queda, desconociendo que dicha imagen lleva un trasfondo y algo mucho más inusual que de alguna manera lo tiene extrañamente embelesado. Karina, la prometida de Abel hará lo imposible por deshacerse de aquel lienzo que considera maldito para sus vidas.
Aquel retrato lleno de polvo había aparecido justo después de ese fatídico día, en el que Abel había llorado desconsolado al recibir la llamada devastadora. Sus padres habían fallecido y nada en este mundo los traería de vuelta con vida. Ese hallazgo había marcado un antes y un después, por esa razón no podía ignorarlo.
Desde que la noticia llegó hasta sus oídos, Abel lloraba desconsolado entre los brazos de su prometida Karina. Nada alivianaba la noticia. El dolor era insoportable y las lágrimas parecían dos caudales de agua interminables.
-Ya, cariño, está bien. Llora todo lo que necesites -Esas eran las únicas palabras que a ella se le ocurría decirle, sin recibir ninguna respuesta por parte de Abel.
El día anterior, aquel accidente había sido brutal. En el suelo yacían trozos de los dos vehículos; habían quedado casi pulverizados. Incluso fue demasiado difícil para las autoridades de rescate, llegar a reconocer los cuerpos y contactar a los familiares. Lo único que ayudó fueron los documentos de identificación, que de milagro encontraron entre los escombros.
El tiempo pasaba como un río apresurado para Abel, porque, en cuanto se dio cuenta, los protocolos de luto habían terminado y ya llevaban a sus padres hacia el cementerio. No había nada más que hacer a esperar el justo momento del entierro.
Luego, en un abrir y cerrar de ojos ya todo el mundo le había terminado de dar el pésame y se despedían de él, dejándolo para que él terminara de asimilar aquello que aún le parecía irreal. Ya sus padres "descansaban en paz", decía la gente.
«¿Cómo es que afirman eso? ¿Acaso ya han comprobado que sea así, o es solo una manera de alivianar la carga del dolor?». Abel había dejado de creer en muchas cosas desde ya hacía varios años, así que, algunas palabras no tenían mucho o nada de sentido para él, pero las aceptaba con respeto.
Lo único que quería creer era que ellos ya no sentían dolor ni angustia en sus cuerpos y en nombre de ellos no se daría por vencido. Él con toda devoción seguiría trabajando en esa agencia de bienes raíces, continuaría practicando box, el deporte que más le gustaba y contraería matrimonio con su prometida, como ya desde seis meses la presentaba a la sociedad.
«Pero primero lo primero -dijo Abel para sus adentros-. Me mudaré de regreso a la casa que ellos habitaron por tantos años y que con tanto amor me heredaron. Ese será el hogar donde veré a mis hijos y nietos crecer. Ya lo he decidido».
La decisión ya estaba tomada y en un par de semanas se mudaría de su apartamento de soltero en el centro. Los días transcurrían como agua en un río, pero antes debía ir a echar una revisión a cada resquicio de la antigua casona. Por supuesto que Karina iba con él en el auto y ambos iban haciendo muchos planes a futuro.
-¿Te imaginas lo bien que estaremos con nuestros diez bebés en ese lugar? -dijo una sonriente Karina y Abel casi sale disparado del carro al escuchar semejante cantidad.
-¿Tan poquitos? -inquirió Abel divertido y ella abrió los ojos como platos.
-¿Crees que somos conejos o qué? -regañó Karina en broma.
-Tú comenzaste a decir cifras de conejos.
Ambos reían y bromeaban como la feliz pareja que eran desde que se conocieron. Pronto estacionaron en la entrada de la casa. Su estructura siempre había sido muy llamativa. No cabe duda que sus padres habían cuidado bastante bien de ella. Ahora le tocaba a él poner de su parte con tal estructura.
-Podría darme el lujo de poner un bello jardín justo aquí -señaló con ambas manos-, para que adorne con sus flores el frente, ¿qué te parece, amor? -dijo Karina como una niña con juguete nuevo.
-Cariño, tú podrás adornar esta casa como se te antoje -musitó Abel y ella lo apretó en sus brazos.
Abel sacó las llaves del bolsillo de su pantalón negro y por fin abrió la puerta principal de la casa.
-He venido aquí un par de veces y para los días festivos por dos años consecutivos. Definitivamente aún guarda la esencia de tus padres -dijo Karina, pero luego volteó a ver a Abel, para ver si no había sido inoportuno su comentario.
-Ellos seguirán viviendo en nuestras memorias -respondió secamente Abel mientras veía el tapete rectangular que decía "Bienvenidos".
Ambos jóvenes entraron a la casa que tenía un amplio salón para recibir visitas. Todo debidamente amueblado y colocado en su lugar. A sus padres les encantaba decorar con jarrones, figuritas de porcelana y muñequitos de plástico. También les encantaba tener tapizadas las paredes de retratos de la familia.
-Es una casa hermosa -comentó Karina.
-Sí que lo es -dijo Abel con la voz entrecortada. Pensaba que la fase de luto había acabado, pero se dio cuenta que no era así.
-¿Abel, estás llorando? -inquirió a su prometido que se había volteado para no dejar ver su rostro.
-No me veas más, Karina -espetó Abel tratando de endurecer sus palabras.
Karina sintió que sus ojos se aguaron también y por inercia puso su mano en el hombro de su prometido.
-Amor, sólo quiero que sepas...
-¡Ya, Karina, déjame un rato a solas por favor! -regañó Abel con un tono pesado mientras le daba la espalda.
Karina no supo reaccionar, posó una mano en su boca y sin proponérselo sus ojos se comenzaron a llenar de lágrimas. Él jamás le había hablado de esa manera tan ruda en los dos años que llevaba de conocerlo. Entendía su dolor, pero que le hablara así le pareció extremo.
Sin duda esas palabras mezcladas con el tono de voz le dolieron mucho más que una bofetada en la cara. Karina comenzó a sollozar y Abel no le daba la cara. Ella se dio la vuelta y comenzó a caminar ligero para desaparecer en los adentros de la casa quizá hacia la cocina o a alguna otra habitación, o probablemente había subido una de las dos gradas de caracol que llevaban al segundo nivel.
Cuando Abel escuchó los sollozos y los pasos de su prometida alejándose, se sintió como el hombre más imbécil de toda la galaxia. En efecto, sus mejillas estaban llenas de lágrimas, estaba muy dolido por su pérdida. Sentía que ya había llorado demasiado y le avergonzaba que ella lo viera llorar como una niñita a cada segundo.
«Un hombre nunca debe mostrar debilidad ante nadie», esas eran las palabras de su padre. Pero intentó aplicar aquello y solo terminó lastimando los sentimientos de Karina.
Abel tuvo el impulso de ir a buscarla y se dirigió a la cocina; no había nadie. Fue al cuarto de lavado y... nada. Buscó en el baño, en los cuartos de lectura y gimnasio. Incluso en el patio trasero, pero no había rastro de Karina.
Se dirigió entonces al segundo nivel. Subió las gradas y hasta sintió un poco de vértigo con esa vuelta cuesta arriba. Revisó cada una de las habitaciones pero ella no estaba. Esto comenzaba a exasperarlo. En el camino se dio cuenta que ya no recordaba cuan grande aquella casa podía ser; se sentiría como un frijol saltarín bailando de un lado a otro, pero tendría que acostumbrarse.
Cuando volteó a ver se dio cuenta que la escalera del ático estaba abajo, al parecer alguien la había jalado para subir; Karina por supuesto, ¿quién más? Con paso presuroso se dirigió hacia allí y vio hacia arriba para detenerse a escuchar si Karina hacía algún ruido pero... nada.
-¿Karina? -llamó Abel sin obtener respuesta alguna.
Sabía que ella no le iba a responder, luego de semejante grito que le propinó. Así que decidió subir las escaleras para buscar a su amada y pedirle perdón. Los zapatos de vestir casi provocan que se caiga de espaldas gracias a sus suelas lisas, pero logró subir sin mayor dificultad.
Cuando logró ponerse de pie, se dio cuenta que el lugar estaba más que polvoriento. Rápido se sacudió toda la suciedad que se había impregnado con la velocidad de la luz. El lugar estaba un poco oscuro a pesar de que eran a penas las dos de la tarde.
Sacó su celular y activó la linterna y se dio cuenta que Karina no mostraba rastros de estar allí. Algo en su corazón se oprimió y un escalofrío se hizo presente en su cuerpo. Pronto buscó el interruptor y al encontrarlo encendió la luz y apagó su linterna.
Aquel lugar estaba lleno de objetos olvidados y amontonados ¡Cuánta basura podía albergar una casa, cielo santo! Abel dio unos pasos para chequear el lugar. Este sería el primer lugar que se pondría a limpiar el día de mañana que llegara específicamente listo para ese labor.
Sus pupilas se movían de un lado a otro. Eran demasiadas cosas viejas que en definitiva no quería en su nuevo hogar. Dio unos cuantos pasos más y de pronto sus ojos marrones se quedaron fijos en un cuadro que jamás había observado colgado dentro de la casa. Era la pintura de una mujer trigueña de cabellos castaños y sedosos.
Le pareció curioso que no fuera de algún familiar que conociera. Era un retrato pintado en lienzo, pero se veía muy bien dibujado. Los trazos eran delicados y finos; además la belleza del rostro de la mujer era excepcional. Abel se quedó embelesado cuando vio los ojos de la chica. Eran lo más hermoso que había visto en su vida.
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