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Ana Lía acepta la propuesta de Diego de una pasión sin ataduras una vez por semana. Mientras, empieza a trabajar al servicio del Sr. Varone, presunto mafioso que pronto mostrará interés en ella. Intrigada por la muerte de su mejor amiga, Ana sabe que ambos hombres están relacionados con el hecho. Sin embargo, llega el punto en que la pasión le pone una encrucijada.
Eran las tres y media de la mañana cuando escuché que alguien intentaba decirme algo. Me encontraba en un salón de la funeraria, prácticamente sola, dónde pretendía tomar un poco de aire puro.
–¿Puedo o no?
–¿Perdona? –tuve que disculparme con mi interlocutor. Era un muchacho alto, de pelo negro desordenado. En mi estado no pude captar muchos más detalles.
–Qué si puedo sentarme. Estoy cansado de andar de un lado para otro y son las tres de la mañana.
Asentí. Traté de calmarme, pero llevaba llorando a intervalos desde la tarde.
–¿Quieres un pañuelo? No pareces estar muy a gusto con ese –señaló una servilleta que casi se estaba deshaciendo en mi mano. Me dio un pañuelo con el que me sequé el rostro y, de paso, me impregnó su perfume. Era muy fresco, con olor a cítricos.
–Gracias –le devolví el pañuelo. Él lo miró algo incómodo y me lo regresó:
–Quédatelo.
Aquel estaba siendo, por mucho, el peor día de mi vida. La primera llamada fue a las dos de la tarde: mi mejor amiga había muerto. No sabía en ese momento cómo había ocurrido, pero meses atrás se había alejado de todo y todos. No me volvió a llamar por más que insistí, pero imaginé que sería pasajero, otro de sus ataques de histeria con Renato, su ex; o una malcriadez más.
–¿Un ser muy querido?
Las palabras del muchacho me sacaron de mis pensamientos.
–Mi mejor amiga. Se suicidó –le dije.
–Lo siento mucho. Por ti, claro.
–No lo sientas por mí. Al menos yo estoy viva. A saberse que hizo que Elena decidiera terminar con su vida.
–¿Ves? Exactamente por eso lo siento por ti. Las razones de Elena solo ella las sabía, ¿no?
Hice un gesto afirmativo.
–Ahora tú, sus amigos y familia deben estar atormentados pensando qué hicieron mal, en qué le fallaron o por qué razón no bastó el cariño de alguna de esas personas a su alrededor para mantenerse con vida.
Estallé en llanto. Me sentía un poco culpable por todo pues, a fin de cuentas, ella no me confió sus motivos.
–Si te sirve de algo, yo también he perdido a alguien muy cercano.
–No, no me sirve de nada -dije entre sollozos.
–Un compañero de aventuras muy querido, víctima de una enfermedad. Es una pena.
El tono que utilizó ante la memoria de su amigo muerto me pareció incluso ofensivo. Lo decía con demasiada tranquilidad. Como si hubiera adivinado mis pensamientos, se puso en pie e hizo un ademán de retirada. Dudó unos segundos y luego se volteó:
–A Elena no le habría gustado que estuvieras así. Te invito a una hamburguesa.
Sin pensarlo mucho le dije que sí. Me puse en pie, me volví a secar las lágrimas con su pañuelo y lo seguí fuera de la funeraria. El sitio a pesar de su fin lúgubre era luminoso y amplio. La decoración discreta, con muchas flores y retratos. Casi a la salida, en uno de los salones, estaba una señora con la voz rajada, llorando. Pude verla unos segundos y me estrujó el corazón. Era pequeña, muy arrugada, aparentaba más de 80 años. Al parecer había muerto su marido.
–Ya no existen amores así –dije.
–Dices tú –respondió él, divertido.
–Estoy segura.
–No des cosas por sentado –contestó, no sin antes depositar por unos segundos sus ojos en los míos.
Ahora que lo veía bien, mi acompañante no era particularmente hermoso a primera vista, pero en su conjunto era muy atractivo. Sus gestos, su manera de caminar, sus ojos avellana delimitados por pestañas largas y cejas finas, contrastaban con su barba recortada y labios gruesos.
-Me llamo Diego, por si te lo estabas preguntando.
En una situación normal le habría soltado una ironía tipo «no, no lo hacía», pero con todo lo que sucedía no tenía ánimos para otra cosa que asentir o disentir con la cabeza.
-De verdad me gustaría poder ayudarte -continuó-. He perdido algunos amigos y sé exactamente cómo debes sentirte.
-Para de hablar, por favor -le rogué, aunque mi tono denotaba molestia.
El resto del corto camino permanecimos en silencio. A pesar de no saber quién era o a qué se dedicaba, sus pasos en medio del silencio me reconfortaban. Nunca me había sentido tan sola, ni siquiera cuando Leo me había dejado para irse fuera del país.
-Soy Ana Lía -dije cuando llegamos al puesto de hamburguesas. La madrugada era algo fría, pero estaba despejada. En esa parte de la ciudad no había muchos edificios altos y la poca contaminación lumínica permitía ver las estrellas. Siempre había estado enamorada del cielo nocturno.
-Mucho gusto entonces. Tu hamburguesa, ¿de pollo o res?
-Pollo -contesté.
El puesto estaba muy limpio. A esa hora despachaban por una ventanilla de cristal, pues la violencia en había aumentado en los últimos años. A pesar de ello nunca tuve miedo a andar sola porque sabía defenderme bien. Diego, por su parte, me inspiraba confianza. Parecía algún tipo de empresario u hombre de éxito. Vestía bien, según pude notar al observar más de cerca. Llevaba un reloj caro y una chaqueta de marca.
Me tendió la hamburguesa y le di las gracias. Me adelanté y pagué por ambos. Él no hizo ni un ademán por impedirlo y eso me gustó, pues estaba harta del machismo disfrazado de caballerosidad.
-¿Te sientes mejor? -me dijo. Le contesté que sí y, al morder la hamburguesa, caí en cuenta de que llevaba todo el día sin comer.
-Me gusta también la de pollo. Es más sana y tiene mejor sabor -rompió el silencio Diego. Imaginé que se sentía incómodo con toda la situación, pero él había venido a mí, no viceversa
-Sí, a mí también.
Seguí comiendo en silencio. Los dos estábamos de pie delante del puesto de hamburguesas. No había nadie más en la calle y solo se escuchaba el sonido de la radio del vendedor. Tratando de ser amable, le dije:
-¿A qué te dedicas?
-Mi trabajo no es de los que uno presume. Digamos que a veces puede ser muy aburrido, otras divertido.
-Como todas las empresas. Debes estar todo el día detrás de un buró haciendo informes aburridos y videoconferencias.
Diego se echó a reír.
-Ya quisiera. La verdad mis clientes pueden ser excesivamente aburridos y muy exigentes.
En ese momento sonó mi celular. Era Victoria, otra de mis amigas. Me dijo que regresara a la funeraria, que la madre de Elena quería verme y la ayudara con algunas cosas pendientes de su hija. Cuando terminé la llamada, Diego había desaparecido.
Lo único que me quedó de él en ese momento fue su pañuelo. Además de su olor delicioso, me quedó un rotulado: Caballeros de Compañía.
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