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Isabela Vargas, una joven muda de un pueblo costero de Oaxaca, vivía en una jaula de oro. Casada con el poderoso Ricardo Montenegro, su vida era un lujo vacío, una prisión sin barrotes. Pero un día, el velo de la opulencia se rasgó con un acto de crueldad inimaginable. Ricardo, enloquecido por la desaparición de su amante Sofía, ató a mis padres en la playa, con el agua subiendo peligrosamente. Exigió que revelara el paradero de Sofía, o ellos pagarían el precio. Mi mudez, una tortura adicional, se convirtió en la mordaza de mi angustia más profunda. Observé, inmovilizada por el terror, cómo sus hombres empujaban las cabezas de mis padres bajo el agua. Un grito ahogado murió en mi garganta, mientras el mundo entero de desvanecía. Mis padres. Muertos. Por mi culpa, resonaba en mi mente. El dolor era tan inconmensurable que me consumía, un fuego invisible que mi silencio amplificaba sin piedad. ¿Cómo podía el hombre que juró amarme ser mi carcelero, mi torturador, culpándome de una tragedia que él mismo orquestó? De ese abismo helado y esa agonía silenciosa, nació una nueva Isabela. Con un único y sombrío propósito: venganza. Busqué a Elena Cruz, mi amiga química, y en un cuaderno escribí una nota firme: "Necesito un veneno. Indetectable. Para él. Y para mí."