Gabriel sabe que las acciones tienen consecuencias, por eso, cuando la jueza lo obliga a pagar mil horas de labor social en el pequeño hospital del pueblo de Florencia, lo toma como la redención que está buscando, pero al llegar allí y ver que el pueblo está subyugado por el poder de un narcotraficante, no puede evitar pensar que liberarlos a todos será liberarse a sí mismo, y mientras descubre el verdadero amor, el deseo y la pasión, en los brazos de Samuel, tratará de asimilar que el destino que fue a buscar no es el mismo que le tendrá preparado la vida.
Christian Nodal sonaba de fondo, con su voz y su letra melancólica había logrado extinguir por completo la paciencia que había procurado guardar hasta Florencia, donde nadie pudiera escucharlo gritar y maldecir, o eso esperaba, pero el calor sofocante, que no menguaba ni siquiera un poco con el pequeño recorte de cartón con el que se ventilaba, le tenía al borde del abismo. Se movía, desabrochaba los botones de la camisa en un vano intento por refrescarse, pero nada parecía suficiente. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano izquierda, mientras que con la derecha seguía batiendo el cartón.
Hacía apenas unas horas había salido de Medellín, pero ya lo extrañaba como el sediento al agua; su cuarto, su privacidad, a su hermano. Ya no podía hacer nada al respecto, él mismo se había marcado a fuego ese destino, él había caminado por el sendero incorrecto y ahora debía enderezar el camino, y por eso se encontraba allí, viajando en un bus-escalera hacia el pueblo más olvidado de todo Caldas, soportando el calor más sofocante y penetrante que había experimentado en su vida.
Podía escuchar a lo lejos el río, pero el caserío, que estaba a ambos lados de la carretera, le impedía divisar la corriente fresca que avanzaba por alguna parte. Deseó profundamente estar en aquel caudal, pero de seguro no le daría tiempo.
Mientras buscaba en todas direcciones alguna heladería, aunque sabía que no la iba a encontrar, sentía como la camisilla se le quedaba adherida a la piel por el sudor, ya se había quitado la guayabera que su madre, muy amable mente, le había planchado esa mañana, y yacía desperdigada de cualquier manera a su lado, así que solo estaba con la camisilla sin mangas blanca que parecía ayudarle a conservar más el calor. Miró al señor que tenía al lado derecho, traía una camisa sucia y unas botas pantaneras que le llegaban hasta las rodillas, olía a tierra y sudor fuerte.
-Disculpe- le dijo, haciendo ademán de tocar le la rodilla para llamar su atención, pero se detuvo en medio camino.
-Dígame- los ojos negros del hombre le dieron un curioso repaso, y se quitó el sombrero para escucharlo mejor ¿acaso tenía tanto aire citadino?
- ¿Cuánto falta para llegar a Florencia? - el hombre, al ver la desesperación que le reinaba en los ojos, se limitó a redondear la cifra.
-Unas dos horas - Gabriel se le quedó mirando, sopesando la idea de ponerse a llorar o bajarse del vehículo y correr de vuelta a Medellín. Pero luego lo único que atinó a hacer fue agradecer al hombre con un movimiento de cabeza y bajar, casi pasando por encima de él, al suelo árido y polvoriento que le ensució los zapatos.
Ya en suelo se halló muerto de hambre, su estomagó rugió y la sensación ácida de la gastritis lo acometió, pero prefería no meterle nada al estómago; las curvas eran pronunciadas y no quería que terminara todo en el suelo de la escalera, como era reconocido, vulgarmente hablando, el vehículo. También le llamaban "Chiva" , pero a Gabriel le parecía ridículo comparar semejante medio de transporte con un loco animal. Observó la bestia que lo transportaba y se tomó un minuto para contemplar los detalles. Era un camión adaptado de manera artesanal para el transporte rural, tenía cientos de colores en los que predominaba el rojo y el azul. En su interior, las bancas puestas de manera horizontal lograban llenarse de la mayor cantidad de gente posible, solo tenía una entrada, así que las personas del fondo de la banca tenían que pasar por encima de las otras para salir. Gabriel se preguntó por qué no tenían entradas a ambos lados.
Se acercó a un pequeño restaurante en el que la gente coreaba una canción vallenata moderna que se le antojó ridícula y cliché. ¿Desde cuándo eso es vallenato? Pensó mientras se acercaba a la pequeña barra americana que separaba el comedor de la cocina del pequeño restaurante y esperó a que alguien lo atendiera, pero las mujeres estaban demasiado entretenidas hablando con el ayudante de la escalera en la que él había llegado. El ayudante era el encargado de subir las maletas y cobrar los pasajes, pero el esfuerzo físico que requería hacer en su trabajo estaba bien recompensado por unos enormes brazos y un trasero de infarto. Lástima su rostro, se dijo Gabriel, pero siempre se le puede poner una bolsa de basura.
Las mujeres seguían entretenidas con el muchacho, así que se aclaró la garganta para llamar la atención, pero solo logró despertar al gato que se estiraba plácidamente en la barra americana.
-Buenas- anunció, y ahora sí que lo vieron. Las tres mujeres se volvieron hacia él, y luego se miraron entre ellas en un claro gesto de agrado. Gabriel se sintió incómodo. Desde hacía tiempo ya, sabía que no era desagradable a la vista: no era muy alto, uno con setenta y cinco o algo así, su físico, gracias a su historial delictivo se había formado bastante bien, nada exagerado, aunque podía presumir sin vergüenza sus brazos, pero lo que llamaba más la atención de él era lo negro de su cabello, la oscuridad de sus ojos y la blancura de su piel. Muchas veces tuvo que pasar por el incómodo momento de contestar a la pregunta de si se pintaba los labios, ya que eran tremendamente rojos. Heredó el cabello de su padre y las labios de su madre. Se miró en el espejo que había en el fondo de la pared y desvió la mirada al ver el parche purpura que le decoraba el ojo.
Las jóvenes se acercaron cadenciosamente, con el rubor pintado a brochazos mal dirigidos en los pómulos, las caras grasosas y el maquillaje corrido. Las tres se recostaron en la barra.
-A la orden- anuncio la primera, Gabriel tragó saliva, pensando que jamás en su vida había visto muchacha más desagradable, con el delantal lleno de aceite y el cabello despeinado, negro y largo, con acné por todas partes y los dientes amarillentos y torcidos, tenía un olor fuerte a manteca y chicharrón.
-¿Venden helados aquí?- preguntó tratando de que no le temblara la voz. De repente le entraron ganas de salir corriendo.
-Para usted- anuncio la más joven de todas -claro que sí.
Solo habían de limón, el sabor que más odiaba, según él, el limón dañaba todo, no entendía como lo añadían al pescado o al sancocho, y mucho menos como hacían helados con él.
Después de pagar no aguantó las ganas y caminó a paso rápido hasta la escalera, y cubriéndose con el cuerpo del hombre que estaba en la orilla de su banca, rogó al cielo que todas las mujeres de esa región no fueran igual de acosadoras, visualmente hablando, que esas tres.
Unos cuantos minutos después, el chófer salió del restaurante, arrastrando los pies y rascando su incipiente barriga, le sorprendió ver que no era calvo. El ayudante prácticamente se arrancó de los brazos se las tres "acosadoras" y caminó hasta la escalera, donde se posicionó cómodo en una banca frente él. El helado se le escurría por los dedos, pero le daba un poco de pena aventarlo por la ventana, además tendría que hacerlo por sobre el señor que le sonreía cada vez que cruzaban miradas. Optó más bien por metérselo todo de una sola vez y aguantó con estoicismo el dolor de cabeza que le provocó el hielo saborizado.
El sonido del motor al encenderse le trajo una alegría que parecía más vieja que el mundo, así que se chupó los dedos llenos de líquido verde y para cuando la escalera comenzó a avanzar, se encontró listo para recibir el aire fresco que entraría por todas partes. Incluso había tirado ya el pequeño cartón. La escalera comenzó a avanzar, pero diez metros más adelante esta frenó súbitamente, incluso tuvo que poner las manos en el respaldo de la banca de en frente para evitar perder un par de dientes.
-¡Esperen!- se escuchó el grito de una mujer. Gabriel volvió la vista atrás y la vio, traía un perro bajo el brazo y arrastraba a una niña que se negaba rotundamente a subir. Después de un par de golpes propinados por la madre, la niña, que no pasaría de los seis años, rompió a llorar escandalosamente. Se subieron justo en la misma banca que él, y el hombre que había a su lado lo empujo para hacerle espacio a la mujer en la orilla. La niña se paró justo en la puerta, obstaculizando el aire.
Genial, se dijo Gabriel, al menos me queda el frente.
Mientras fijaba toda su atención al frente, la escalera volvió a arrancar. Sintió al fin el aire, más caliente de lo que esperaba, golpearle con suavidad el rostro. Con la paz que le trajo la frescura, logró meditar un poco acerca de su situación, pensó que Florencia tal vez no estaría tan mal, incluso logró divagar en la posibilidad de encontrar a algún chico guapo, pero desechó la idea de inmediato, si no había encontrado a nadie que valiera la pena en una ciudad tan grande como Medellín, no lo encontraría en un pequeño pueblo conservador que seguro veía la homosexualidad como una aberración de la naturaleza, aunque en pleno dos mil veintidós la consciencia ya había cambiado, aun sobraban los pocos subdesarrollados, y los pueblos viejos eran la cuna de la homofobia, sobre todo con las costumbres tan arraigadas a la heteronormatividad que estos poseían.
La escalera frenó de nuevo, esta vez con más delicadeza, y su mundo pareció derrumbarse cuando un colchón de espuma, de unos dos metros por dos metros, se interpuso en su campo de visión. Maldijo mentalmente de todas las maneras y en todos los idiomas que conocía mientras trataba de buscar el pequeño cartón, ya que el calor escocia de nuevo. ¿cómo subían un colchón entre los pasajeros? La escalera arrancó de nuevo, y dejando el caserío atrás, cruzó el puente que separaba los departamentos de Caldas y Antioquia, y logró divisar con un ápice de melancolía el rio de aguas cristalinas que se extendía bajo él.
Media hora más adelante, el olor fuerte del hombre, la estreches de haber casi ocho pasajeros en una sola banca y el hedor del perro que babeaba mientras lo miraba fijamente, lo traían mareado. Trató de respirar por la boca, como le enseñó su madre cuando se mareaba en Medellín, pero allá las cosas eran muy diferentes, pues sólo se mareaba cuando viajaba en taxi, y sí que viajaba poco en taxi, y en el metro ¿quién se marea en el metro?
La cabeza le daba vueltas, y el estómago tenía una pelea a muerte consigo mismo, las personas parecían ondear al ritmo de una tonada que le parecía diabólica y maligna, y lo peor, él estaba inmerso en esa colada de personas que se meneaban al ritmo de los huecos en la carretera, de los baches y las piedras. Se apretó la cabeza tratando de disminuir el malestar que le provocaba náuseas. Después, trató de encontrar algún resquicio por dónde se colara el aire, o al menos para tratar de mirar hacia afuera. Pero no encontró nada, por los pequeños huecos entre las cargas y las personas logró ver el rastrojo pasar fugaz, y sintió solo el calor sofocante y los olores fuertes.
Después de un rato más de tortura, sintió como trepaba por su estómago, como cual araña que se esconde tras un cuadro, y lo único que logro atinar a hacer, fue mirar al hombre de al lado y preguntar:
-¿No tendrá por ahí usted una bolsa?
Para luego, sin dar tiempo a nadie, vaciar todo el contenido de su estómago en el piso. El perro comenzó a latir, la niña a llorar, y Gabriel no tuvo más remedio que apretarse el estómago y seguir vomitando.
§ö§
Después lavar el piso de la escalera en una pequeña quebrada que se escurría por todo lo ancho de la carretera, Gabriel se sintió un poco mejor. Se lavó la cara y tomó unos tragos de la Coca-Cola que había comprado en el auto servicio del último pueblo.
No le importaba las miradas que le echaban los demás pasajeros mientras el ayudante limpiaba el vómito. Solo se limitó a parecer invisible y beber ignorando los ojos curiosos de las personas.
Cuando el ayudante terminó no le dio las gracias, se dijo que no lo hacía porque era su trabajo, pero en el fondo sabía muy bien que le daba vergüenza mirarlo a la cara, supuso que era humillante limpiar el vómito de otra persona y temió enfurecerlo si lo miraba directo. Así que el resto del camino trató, por todos los medios, de evitar algún tipo de contacto con el susodicho.
El camino se le hacía largo, tan largo que el dolor en el cuerpo a causa de estar tanto tiempo postrado en la misma posición le resultó, cuando menos, tortuoso. Hacia rato que estaba solo en la banca, pues las demás personas fueron abandonando, una a una, el vehículo cuando llegaban a sus respectivos destinos. Paulatinamente se halló sólo, al parecer Florencia era tan lejos y aburrida que las personas preferían vivir en el campo que, en el casco urbano, por eso, hacía ya un rato que en toda la escalera era el único pasajero, cosa que le desagrado al darse cuenta que había pocos obstáculos que le impidieran toparse con la mirada del ayudante.
Pero la vida siempre había parecido un chiste de mal gusto para él, y lo comprobó cuando, sin poderlo creer, vio como el ayudante se trepaba por todos los barrotes de la escalera y se sentaba a su lado.
-¿Cómo va?- le preguntó, y Gabriel no supo exactamente a qué se refería, así que se limitó a sentir con la cabeza sin mirarlo directamente. Pero la presión en su pecho no hacía más que incrementarse. La culpa era lo que más le acongojaba en la última semana. Gabriel sabía exactamente como aliviar un poco el malestar, esa era su nueva vida ahora, y quería empezarla bien.
-Lo siento- dijo después de un rato, pero el ayudante pareció poco sorprendido.
-Tranquilo- le estrujó el hombro con delicadeza -no es la primera vez que tengo que hacerlo. No importa- Gabriel lo miró, sintiendo que desaparecía un poco el incómodo malestar.
-Gracias- fue lo único que dijo y volvió la vista hacia el frente, pero el ayudante no perecía dispuesto a dejarlo ir así, sin más.
-Usted no es de por aquí, ¿cierto?- Gabriel negó levemente.
-¿Se nota tanto?
-Pues resalta por encima de todos- ahora sí que Gabriel lo miró, ¿acaso estaba coqueteando con él? El muchacho le estiro la mano mientras se presentaba -Miguel.
-Gabriel- le devolvió el apretón, y fue solo un segundo, un segundo en que el apretón se tardó más de lo necesario, en el que el calor de las miradas fue cómplice de lo que ambos descubrieron en ellas. Gabriel estaba más que acostumbrado a leer entre líneas, pero por más que intentaba no podía encontrarlo atractivo. Era guapo, incluso más guapo que algunos con los que pasara un roce rápido en alguna discoteca. No supo por qué no le presto suficiente atención cuando estaba en el restaurante, se dijo a sí mismo que sería por el aire heterosexual que desprendía, pero allí, con la calidez de su mano entre la suya, lo supo. Él bateaba para ambos lados.
Le soltó la mano y regresó la vista al frente. Estaba cansado de ser él quien tenía que dar el primer paso siempre, pero hacia dos días había salido del closet con su familia, y todos lo apoyaron, eso le dio la fuerza necesaria para saberse lleno de orgullo. Atrás iban quedar los días de polvos rápidos y a escondidas. Todo había cambiado, él había cambiado, y sin tener ya que esconderse, sintió una extraña sensación hacia los que aún lo hacían, tristeza y empatía, todos desesperados buscando satisfacer sus deseos, a escondidas, por miedo, pero él ya no tenía miedo, entonces allí, sentado junto a su, anteriormente nueva conquista, se dijo que, si uno de ellos quería algo de él, se lo tenía que ganar.
El ayudante regreso a las bancas de adelante, un poco decepcionado, seguro creyendo que había fallado en su radar gay, y Gabriel se sintió un poco culpable, pero él ya había dado el paso, ya había saltado hacia la libertad, y con ello quería creer que se merecía algo mejor que un desfogue rápido.
A pesar del dolor en en el cuello, el trasero y la espalda, estaba entrando en un cómodo sueño, el frío había comenzado a acometer hacia un rato, y estaba calentito en su enorme chaqueta, era un abrigo enorme que le quedaba grande, de un cuero sintético que se caía a pedazos. Era de su hermano, cinco años mayor, que se la había regalado justo esa mañana, y le traía tantos recuerdos que no pudo decirle que no, también fue una especie de reconciliación. Un poco más adelante, cuando el sueño casi lo vencía, unos tres hombre hicieron parar la escalera, pero no se subieron. Movido por la curiosidad abrió los ojos y observó como uno de los hombres hablaba con el ayudante, otro con el chofer y el tercero se subió a revisar las pocas pertenencias que había en el vehículo. Llegó hasta la banca de Gabriel y movió su maleta para verificar si había algo debajo, era un hombre muy pequeño y moreno que le dedicó una mirada fría antes de bajar. El ayudante y el otro hombre hablaban de él. Casi dio un brinco al darse cuenta, ambos hablaban y lo miraban. Apartó la vista, incomodo, y sintió adrenalina cuando se agarró del pasa manos y se acomodó frente a él.
-¿Quién es usted? -le preguntó. Gabriel levantó la mirada, era un hombre tan alto que no cabía dentro del vehículo, así que se recostó en el espaldar de la banca del frente, tenía músculos y un cabello rubio casi blanco, al igual que su barba. El hombre tenía una profunda cicatriz en la cara, era intimidante, pero Gabriel pensó que le tenía más miedo a quien se la había hecho -¿De dónde viene? -hizo otra pregunta y Gabriel miró al ayudante, que asintió con la cabeza, asustado.
-De Medellín -anunció con la calma que lo caracterizaba.
-¿y para dónde va?
-Florencia -el hombre se cruzó de brazos y unas enormes venas se le marcaron, e irremediablemente pensó que era un hombre sexi.
-¿de paso o a quedarse? -Gabriel sintió un poco de calor en la cara, y si no hubiera sido por la mirada asustada del ayudante, hubiera tratado al hombre de sapo.
-Voy a quedarme -dijo con seguridad -Mi primo Axel trabaja en el hospital y me...
-Ah -lo interrumpió, y una sonrisa rara se le pintó en la cara -eres su primo, ¿Por qué no me avisó?
-¿Por qué habría de hacerlo? - Gabriel comenzaba a tener impaciencia. El hombre se rio sarcásticamente y levantó los brazos por sobre su cabeza, agarrándose de las vigas de madera horizontal y dejando al descubierto una pistola de cacha desgastada que tenía enpretinada entre el pantalón y la piel.
De inmediato e instintivamente el muchacho calculó todas las formas posibles para desarmar al hombre, sería como quitarle el petalo a una rosa. Gabriel reconoció de inmediato el tipo de persona que era, uno de eso que se creía que el rey del mundo por que el arma que portaba en la mano tenía más huevos que él, pero que en el fondo son unos cobardes. Pensó en la frase que leyó un día en un libro de Patrick Ness: "un cuchillo solo vale lo que vale quien lo empuña"
El hombre terminó de reír
-¿Qué por qué debió avisarme? ya lo descubrirás -le revolcó el cabello de una manera que pretendió ser tierna, como cuando acaricias a una mascota que no entiende que le dicen que se comporte, y él aguantó las ganas de quitarle la mano de un puñetazo. Se bajó de un salto y golpeó un par de veces la estructura de la escalera hasta que esta emprendió la marcha de nuevo. Los tres hombres se quedaron en la carretera, hablando entre ellos. Gabriel dejó escapar el aire que había guardado en los pulmones. En donde diablos me metí se dijo.
Un poco más allá, lo vio, más grande de lo que se había imaginado. El pueblo de Florencia parecía una mancha enorme en la montaña, con estructuras antiguas y la cúpula de la iglesia que sobresalía por encima de todo. Sintió un extraño escalofrío, sin saber que todas las personas con las que se encontraría allí le cambiarían la vida, y él a ellas.
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