ítu
recían tragarse el tiempo, borrando cualquier rastro de juventud o esperanza que intentara colarse entre sus pasillos. Para Anastasia Volkova, aquel lugar s
suyo. Desde su infancia le habían dicho qué vestir, qué aprender, qué callar, pero nunca imaginó que su madre, la es
n que ordenó que la llevaran al convento - Este mundo necesita almas disciplinadas, sometidas a Dios y tú, A
enviado. Su cabello dorado, que siempre había sido su orgullo infantil, fue escondido bajo un pesado velo blanco. Sus vestidos de seda y flores fueron reemplazados por una tela áspera y rígida, inca
; golpeaba la puerta de su celda, gritando que quería salir, que no pertenecía allí. Esos eran los gritos desesperados de una niña encerrada en contra de su voluntad, pero nadie res
ba escondidos en sus pantalones dulces o libros prohibidos por la estricta d
que la había puesto desde niña - No será para siempre, lo prom
en medio del mar. Sin embargo, un día, simplemente, él dejó de aparecer. No llegaban cartas, ni regalos o alguna
habló con nadie y en las que apenas comía lo suficiente para no desplomarse durante las misas. Fu
s de las otras monjas, a repetir las oraciones sin sentirlas, a obedecer las rutinas para no ser castigada. Su rostro angelical, de piel nívea y ojos azules profund
junto a la pequeña ventana de su celda. Desde ahí miraba la luna y tr
iños en los parques?", se preguntaba, pero la imaginación no alcanz
igiera resignación, sino que entendiera la furia que a veces se escondía detrás de sus ojos angelicales. Era esa furia la que mantenía vivo su corazón porque aunque nadie lo supiera, aunque ella misma a veces lo negara, An
eaba con cosas que ninguna monja debería siquiera imaginar. Soñaba con un hombre que la mirara como nunca la habían mirado: no con piedad, ni con lástima, sino con fuego en los oj
s sin corazón, pero que ella tenía o t

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