as al pueblo. Pero nada, nada pasaba. El camino largo y polvoriento empezaba a oscurecerse y las historias sobre brujas y demonios empezaban a aflorar en nuestras mentes y bocas. Se aproximaba el pa
los colores rojos en el cielo, indicaban que nuestra hora estaba llegando. "¿Qué haremos?" le preguntaba angustiada a Yule. "¡Cerremos los ojos con fuerza y corramos!" ¡Vaya idea la de Yule! Cerrar l
sonrisa empezó a dibujarse en nuestros asustados rostros. "¡Saque la mano, saque la mano!" le ordené a Yule quien en seguida empezó a agitar la mano cual soldado extraviado en territorio enemigo, justo cuando ve el avión de rescate pasar sobre él. Envuelto en una humareda polvorosa y dando saltos en la carretera, el ca
negro y de polvo nos devolvió a la placita de la aldea, donde miré de reojo hacia la casa del señor Faustino y no pude evitar recordar aquella escena y sentir la misma sensación de asco y vergüenza. Ya la noche había caído y caminamos rápidamente el trecho que faltaba para llegar a nuestras casas. Persignándonos y con la
siluetas de mis hermanos se reflejaban en las paredes, mientras estos, sentados en el suelo o en los taburetes, comían las mazorcas que papá estaba asando en el fogón. Mamá, quien venía del
s rojas cubiertas de musgo, estaba muy maltratado por el tiempo y la lluvia. Las habitaciones y la cocina se distribuían alrededor de un patio de piedras grises, separado por un gran corredor. Mi cuarto estaba amoblado con dos camas y montones de trapos, y
ra la cuarta de una escalera de nueve hermanos, quizá, un lapso de dos años nos separaba el uno del otro. Mis hermanos mayores eran el ejemplo a seguir. Había que respetarlos y obedecerlos, dada su gran madurez. Ellos jamás podrían pertenecer al mundo de los jóvenes, aunque lo eran, pero mis hermanos jamás. Para Emilia estaba reservada la gloria en la ciudad, pues iba muy bien en la escuela y en un futuro no muy l
construido con los insumos provistos por papá (un par de rejillas de metal y cuatro ladrillos rotos y gastados). Todo en ella era improvisado, imaginado. Francamente la casita era muy fea y herrumbrosa, pero yo la imaginaba como aquellas mansiones donde no había estado jamás, esas que podí
s que, desesperados, querían irse de la aldea porque sabían que era la ciudad el lugar donde podía haber un futuro para ellos. Anécdotas maravillosas se contaban de los que pudieron llegar allá. A veces, aquella idea se me presentaba esperanzadora y atrayente. Se decía que nuestra meta en la vida era estudiar y superarse, llegar a ser lo que los padres no habían podido. Mi padre decía que debía estudi