s acacias y se veía sobre la mesa un vaso con flores, diríase que, en efecto, era aquello una casa de campo. Adornaban las paredes tres cuadros que Pomer
en-los enfermos o el doctor-se resistía a visitarle, recurría a peque?as astucias: aseguraba que en su cuarto había un ruise?or que cantaba admirablemente. De esta manera procuraba atraer gente a su habitación. Los enfermos estaban tan encantados como él de su aposento, y cuando les daba por elogiar la clínica, hablaban de él en primer término. Desde un principio, Pomerantzev
muy gruesos. Cuando se reía ense?aba no sólo los dientes, sino las encías también, lo que producía el e
ad o un taumaturgo y bienhechos de los hombres. La sensación de un poder enorme, de una fuerza infinita y de una gran nobleza no le abandonaba jamás. Con este motivo ponía en su modo de tratar a la gente una benevolencia de gran se?or, y rara vez era con ella severo y arrogante. Sucedía esto cuando le llamaban ?Egor?, en lugar de ?Georgi?, como él quería que le llamasen. Entonces se indignaba hasta saltársele las
quilizaba éste al doctor-
o exterior, desorden contra el cual Chevirev no podía hacer nada. Llevaban los cabellos, por lo general, bien peinados. Las dos únicas excepciones eran una se?ora que se obstinaba en llevarlos suelt
aba día y noche a las puertas, y una doncella cuarentona, de nombre Anfisa Andreievna. Durante muchos a?os había estado empleada como ama de llaves en casa de una condesa, algo parienta suya, donde dormía en una cama muy corta, casi de ni?o, en la que no podía acostarse sin encoger las piernas. Cuando se volvió loca, creía tenerlas encogidas para toda la vida y encontrarse, por tanto, en la imposibilidad de andar.
tzev, y le rogaba con frecuencia que se
sted es de los nuestros. Además, no es gran cosa lo que le pido a usted: un ataúd largo costará unos tres rublos
na colecta entre los enfermos y se le cons
parece muy bien. Se lo ag
amente, como blanca nube matutina
casa de la condesa unos iconos, cometió con uno de ellos un horroroso sacri
que llamaba a las puertas se mantenía también a distancia. Después de pasar rápidamente por todas las puertas abiertas, se detenía ante la del jardín y se ponía a llamar a ella, sin apresurarse, insistentemente, de un modo monótono, con interv
do a charlar un poco con él
se?or! ?Sigue
a Pomerantzev con sus grandes ojo
o a
ondía el
omo un eco, y tan extra?am
voy a abrir!-d
a forzar la cerradura; pero la p
n poco; mientras
scansaba, frotándose las manos y mirando con ojos asombrados, y al mismo tiempo indiferentes, al cielo, al jardín, a
entamente Petrov y le
trás de la puert
sario que
?Y si entra cuan
ario que
se llam
lo
aba en el bolsillo, volvió de puntillas a su sitio, detrás de un árb
cambiado las primeras palabras, no se escuchaban ya los unos a los otros, y hablaba cada
otro, y escuchaba atentamente lo que los enfermos decían. Parecía que también
orán Babilonia, y era incomprensible cómo tenía tiempo para dormir, para vestirse c