, la lluvia casi no cesó. En las raras horas de intervalo, nieb
un blanco tapiz desgarrado sobre la hierba, verde aún, y en se
día no se veía un rayo de sol, y los árboles, tras los cristales, agita
ue cualquier otro, en su lugar, no sobreviviría. Diríase que su indomable voluntad, su loca idea fija de las puertas que debían abrirse, le habían hecho invulnerable, casi inmortal, y que la enfermedad no podía nada contra su cuerpo, olvidado hasta por él mismo. Ni so?ando dejaba de hablar de las puertas, de rogar, de suplicar y aun de exigir con voz terrible y amenazadora que las abriesen; la
ata de sandías, y cuando estuvieron en sazón le regaló la más hermosa a la enfermera. Esta quiso dársela a la cocinera para que la sirviese en la mesa; pero Pomerantzev no lo permi
ó por dibujar su propia persona, como propietario de los cuadros, y esto le gustó tanto que repitió el retrato en todas las páginas. Luego le pidió al doctor una gran hoja de papel, y dibujó una
eres rojas, de aspecto infernal, que se parecían a la suya. Luchaba largo rato, denodadamente, con sus enemigos, y acababa por ponerlos en fuga; diablos y mujeres huían a todo correr ante su espada flamíge
me la ha tirado entre las piernas, me ha hecho caer y ha pretendido estrangularme. Pero yo he acabado por vencerle. ?Se ha llevado lo suyo!
gran copia de curiosos detalles
ermanecía horas y horas inmóvil, sin atreverse a levantarse. Estaba seguro de que mientras no se moviese nada malo podía ocurrirle, y de que con sólo levantarse, con sólo moverse de su sitio, con sólo volver la cabeza, la desgracia terrible ocurriría inmediatamente. Pero una vez en pie, y habi
ta del estado inquietante de Petrov, había encargado de vigilarle toda la noche. Como durante el día, Petrov unas veces no se atrevía a moverse y parecía un cadáver, y otras sacudía todo el cuerpo, como si temblara de frío. Todo su hor
ca. Estaba seguro de que se paseaba por el bosque vecino, con su gorro de pieles, y de que se ocultaba debajo de la mesa, debajo d
oda prisa al doctor, que estaba en Babilonia, y cuando llegó, Petrov se encontraba ya mucho mejor, gracias a la presencia de gente y a una fuerte dosis de morfina que le habían dado; pero seguía temblando de pies a cabe
cualquiera... si le da la gana... ?Me quejaré! Si no puede usted ni tener un guarda, ?para qué se mete a abrir clínicas? ?Es una br
so-dijo el do
crea que voy a dejarme enga?ar
con ira el rostro afeitado de
sted en el
on la cabeza un
Se está
S
argo, hay que tener cuidado de que cierren las puer
us labios temblaban, y su risa pare
re las puertas. Le ruego a usted que me p
ancia, mientras que para mí podría tenerla muy
enfermero y a los guard
s? ?Cierren en se
dió r
tor nos iremos inmediatamente
ctor subió a sus habitaciones. En el corredor, junto a la escalera, encon
or!-mu
ionada, que no
pitió, sin a
o se ha acostado t
oct
?Necesita
oct
e hubiera hablado de su amor, del Babilonia, del ch
arle bromur
ego! ?Buen
. ?Volverá
ó su reloj. Eran
siado tarde.
rac
, a llorar, tan peque?a en el amplio y
ultó de nuevo su reloj y, sacudiendo l
no tardó en secarse. A las cuatro, cuando se hizo salir un rato a los enfermos a tomar el aire, las aven
entre las hojas secas, y miraba a cada instante atrás, para ver si quedaban huellas. Charlaba acerca del oto?o en Crimea, aunque él no había e
os!-propus
bos enfermos. Veían ante ellos el cielo frí
aban una larga cinta viviente, y aunque eran numerosos, en sus gritos se adivinaba un sentimiento de soledad, el temor de una interminable noche fría, una queja dolorosa
fijamente, ora a los pájaros, ora al médico. Guardaba un silencio tenaz.
voz que parecía, no se sabe por qué, de
aquí!-dij
o y se acercó
-. Usted, se?or Pomer
e irguió orgullosamente, y empezó a andar con paso firme, imitando con las mano
a-tam! ?Tam-
v, que, inconscientemente, seguían el compás. Petrov se estrechaba contra el doctor y miraba con
a-tam! ?Tam-
el primero, con paso solemne, la cabeza orgullosamente echada atrás y tamborileando. Los otros dos le s
uerte. Sacudía el cinc del tejado y pare
Petrov se mu