El olor a carnitas y el humo de cigarros llenaban el patio. Era mi fiesta de despedida. Mi mamá y mi papá, orgullosos, presumían mi carta de aceptación a la universidad. "Nuestra Luz se nos va a la capital", decía mi padre con la voz quebrada. "Va a ser alguien grande." El "Tío" José y mi abuelo Don Pedro me miraban con admiración. "Siempre fuiste la más lista", me palmoteaba el Tío José. Mi abuelo me entregó un sobre abultado de dinero. "Para que no te falte nada, mi niña." Todos aplaudían, me llamaban "Luz María", la promesa del barrio. Pero en mi boca, la palabra "gracias" se sintió como ceniza. Mientras todos caían borrachos, entre ronquidos y el zumbido de mosquitos, supe que era el momento. Llené dos cubetas con gasolina. El fuego corrió como una serpiente hambrienta. Las llamas naranjas y rojas devoraban todo. Vi las siluetas arder, escuché los gritos. Contaba a los muertos en mi cabeza. "Uno. Dos. Tres. Catorce." En la sala de interrogatorios, el oficial Sánchez me gritaba. "¡Catorce personas, Luz! ¡Incluyendo a tu propio abuelo! ¿No sientes nada? ¿Eres un monstruo?" Él no entendía. El Comandante Ramírez, con sus ojos cansados, me preguntó. "¿Por qué una chica como tú quemaría a todo su barrio? ¿Qué puede hacer que una luz brille tanto hasta quemarlo todo?" Lo miré, la sonrisa seguía en mi cara. "No soy una luz, Comandante", le dije, mi voz sonando extraña. "Soy el incendio." Pedí ver a mis padres. Ellos entraron, mi madre con el rostro hinchado, mi padre envejecido. "¡Dime que no es verdad, mi vida!", gritó mi mamá. "¡Ellos te dieron todo!" "Yo prendí el fuego", dije en voz baja. "Yo los maté a todos." Mi madre tembló. Mi padre palideció. "¿Por qué?", susurró mi padre. "Porque se lo merecían", respondí, con una sonrisa torcida. Sus ojos se llenaron de terror.
