Cerró la puerta del apartamento con el hombro y cruzó la sala sin quitarse los zapatos. Tiró las llaves sobre la pila de libros en la mesa de la cocina. El ruido fue seco, como un punto final.
Se sentó. Respiró. Abrió.
Adentro, una carta, tres documentos oficiales con un escudo extraño y una copia amarillenta del plano de una casa.
"Le informamos que, según testamento registrado, la señora Mila Dervishi es la única heredera de la propiedad ubicada en la calle e Qetësisë, barrio Mangalem, Berat, Albania."
"Se recomienda su comparecencia personal para inventario, identificación de bienes y firma de traspaso."
Leyó la palabra heredera tres veces.
Después, la palabra Berat.
Luego, el plano de la casa - hecho a mano, líneas temblorosas, dibujos de habitaciones que parecían no haber visto luz nunca. Una marca roja en el centro decía: Dhoma kryesore. Sala principal.
El nombre le dejó un sabor metálico en la boca. Berat. La ciudad donde nació su abuela. Donde su madre vivió hasta desaparecer. Donde todo lo feo, viejo o no dicho de la historia familiar parecía haber sido enterrado - o encerrado.
Dejó los papeles sobre la mesa y se quedó allí, inmóvil, como si su vida hubiera tropezado con algo invisible.
Esa noche, no durmió.
Abrió la notebook. Buscó fotos de la ciudad - "Berat + casa Dervishi + Mangalem".
Nada.
Luego: "casa maldita Berat".
Demasiados resultados.
Había foros oscuros, publicaciones antiguas de vecinos contando historias de luces que se encendían solas, de un hombre que desapareció en el sótano en los años 80, de niños que evitaban pasar por esa calle de noche. Un blog decía que nadie se quedaba allí más de tres noches. Otro mencionaba la casa "blanca y torcida donde el sol no entra".
La casa de la abuela.
La casa que, ahora, era suya.
Al día siguiente, Mila reservó una habitación en una pensión del centro histórico. Dos estrellas. Desayuno incluido. Cama individual. Si todo salía como esperaba, no estaría allí más de una semana.
Berat estaba lejos, pero no era inalcanzable. Tres horas de vuelo hasta Tirana, luego dos más en coche por las montañas. Dudó al comprar el pasaje - no por el precio, sino por la incomodidad de volver a un lugar que nunca había conocido de verdad.
De niña, su abuela hablaba de la ciudad con frases cortantes y palabras escupidas como espinas:
"Nunca mires atrás."
"Quien se va, no vuelve."
"La casa se quedó con los muertos."
Ahora, todo eso sonaba menos a metáfora y más a advertencia.
El taxi se detuvo frente a la pensión al final de la tarde. El sol empezaba a bajar, reflejándose en las ventanas de las casas apiladas sobre la colina, como ojos que observaban su llegada.
La recepcionista le sonrió con una amabilidad ensayada, le entregó la llave y señaló las escaleras. Mila subió cargando la maleta pequeña, evitando las fotos antiguas en las paredes del pasillo - mujeres de ojos duros, como si la juzgaran por estar allí.
En la habitación, la colcha era de crochet y la sábana, áspera. Mila se tumbó con la ropa puesta. No durmió. Otra vez.
A la mañana siguiente, caminó hasta la calle indicada en los documentos.
La calle e Qetësisë. Calle de la Tranquilidad. Una ironía.
La casa estaba allí. Aislada, torcida, con ventanas como cicatrices. La madera de la puerta principal estaba agrietada. La pintura, gastada en tonos de gris y rojo oscuro, chorreaba como sangre seca.
Apoyó la mano en el picaporte y sintió el frío del metal atravesarle la piel hasta los huesos. Un chirrido respondió cuando empujó la puerta.
La casa olía a polvo, hierro y algo que no sabía nombrar - algo viejo, embotellado, como un recuerdo podrido.
Había muebles cubiertos por sábanas blancas, telarañas en las esquinas del techo y un espejo rajado en el pasillo.
Dio dos pasos y se detuvo.
No sabía por qué, pero estaba segura: alguien había estado allí después de su abuela.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Quizás era el viento.
Quizás no.
De regreso, se detuvo frente a una pequeña construcción al lado - parecía un anexo o taller.
Un hombre con pantalones manchados de pintura y camisa blanca arremangada estaba agachado, evaluando tablones viejos con ojos concentrados.
Levantó el rostro al oírla acercarse.
Al menos diez años mayor, piel dorada por el sol, barba corta y ojos muy claros - tan claros que no parecían combinar con el resto.
- ¿Eres Mila Dervishi? - preguntó, antes de que ella dijera nada.
Ella asintió, sorprendida.
- Soy Blerim. Me llamaron para evaluar la estructura de la casa.
Mila miró de nuevo hacia la construcción.
- ¿Y bien?
Él se encogió de hombros, apoyándose contra la pared de piedra.
- Tiene alma. Pero está casi por hundirse.
- ¿Se puede hacer habitable?
- Depende de lo que llames habitable.
- Quiero pasar unos días allí. Organizar lo necesario. Luego vendo.
Blerim la miró con una expresión difícil de leer - como quien sabe algo que no puede decir.
- Puedo limpiar dos habitaciones. Sacar los escombros más grandes. Arreglar lo básico.
Ella asintió, decidida.
- Entonces hazlo.
Él se dio la vuelta, pero antes de entrar al taller, dijo:
- No vayas sola antes de eso.
- ¿Por qué? - preguntó Mila, con una sonrisa irónica. - ¿La casa está embrujada?
- No. - respondió él, sin mirarla. - La casa está despertando.