En ese momento, mi mundo se tiñó de rojo. El dolor se convirtió en un odio que me consumió.
Cuando pensé que todo estaba perdido, su propio hermano, Heriberto, me rescató. Me dio el poder para transformarme, enviándome lejos para convertirme en alguien intocable.
Un año después, regresé como una artista de renombre internacional, lista para la última jugada. Y esta vez, no habría piedad.
Capítulo 1
Natalia POV:
Mi hermana Iara tosía, un sonido seco y doloroso que me perforaba el alma. El hospital olía a desinfectante y a desesperación. Ella estaba conectada a máquinas, su piel antes vibrante, ahora pálida y translúcida.
La pantalla de su monitor cardíaco parpadeaba con una regularidad agonizante. Cada latido era un recordatorio de un tiempo limitado. Me dolía verla así.
Tenía un talento enorme, Iara. Sus lienzos, llenos de vida y color, colgaban en las paredes de nuestra pequeña casa. Ahora, sus manos de artista temblaban.
La enfermedad renal terminal había llegado sin avisar. Un trasplante era su única esperanza.
Una mañana, un mensaje anónimo llegó a mi teléfono. Un video. En él, Pilar Muñoz, la esposa de Lázaro Morales, cerraba un trato. Un riñón. El riñón de Iara.
Mi sangre se heló. El dolor se convirtió en una rabia líquida. ¿Cómo podía alguien ser tan cruel?
Pilar Muñoz. Su nombre se grabó a fuego en mi mente.
Años atrás, Lázaro Morales, el magnate, había causado un accidente. Él conducía imprudentemente. Eladio, mi mentor, mi segundo padre, murió. Lázaro nunca lo olvidó. Su culpa era palpable.
Siempre me decía que mi ira era como un fuego purificador. Ahora, ese fuego ardía en mí.
Eladio me enseñó todo sobre la orfebrería. Mi taller era mi refugio. En cada pieza, sentía su presencia.
Recordaba a Eladio, sus manos fuertes y expertas, guiando las mías. Su risa resonaba en el taller. Una risa que se apagó por la imprudencia de un hombre poderoso.
Lázaro Morales era el esposo de Pilar. El hombre que había matado a mi mentor. El hombre que ahora, sin saberlo, se convertiría en mi arma.
Pilar anhelaba ser madre. Su obsesión con Lázaro era enfermiza. No era amor. Eran posesiones.
Lázaro no la amaba. Era un matrimonio de conveniencia. Él la veía superficial. Ella lo veía como un trofeo.
Sus vidas eran una farsa. Un castillo de naipes. Yo iba a derribarlo.
Lázaro buscaba la redención, un fantasma que lo perseguía. Intentaba expiar su culpa con proyectos conmemorativos.
Yo era la orfebre más talentosa de Eladio. La única que podía replicar su estilo. Mi arte sería mi entrada. Mi venganza.
Lázaro, ahogando sus penas en alcohol, tropezó en el bar de su mansión. Su voz, ronca, pedía ayuda.
Era mi oportunidad. La culpa de Lázaro me abría la puerta. La sed de venganza me empujaba.
Me detuve frente a la mansión. Las luces parpadeaban. Este lugar, tan lleno de lujo, tan lleno de secretos. Eladio, su recuerdo, me dio la fuerza para entrar.
Lo encontré en el suelo de su estudio. Botellas vacías rodeaban su figura. Su respiración era pesada.
Me acerqué. Su mirada se encontró con la mía. Había sorpresa, reconocimiento, y algo más, algo que no pude descifrar.
A pesar de su estado, su presencia era imponente. Un hombre roto, pero aún con el aura de poder.
Un camarero se acercó, sus ojos curiosos, casi como si esperara ver una chispa entre Lázaro y yo. Luego, se retiró, con una sonrisa disimulada.
Lo ayudé a levantarse. Su cuerpo, pesado y cálido, se apoyó en mí.
-Déjame ayudarte -dije, mi voz suave, casi inaudible.
Sus manos se aferraron a mi cintura. Su aliento caliente rozó mi cuello.
-No sé cómo llegué aquí -murmuró.
Mis dedos se deslizaron por su cabello. Podía sentir la tensión en su cuerpo.
Un gemido escapó de sus labios. Su piel ardió bajo mi toque.
-¿Estás bien? -pregunté, mi voz teñida de una falsa preocupación.
Me miró. Sus ojos, antes nublados, ahora tenían un brillo diferente. Una mezcla de deseo y confusión.
Se inclinó. Sus labios buscaron los míos. Elardio. Murmuró un nombre. Pero no era el mío.
Una sonrisa amarga se dibujó en mis labios. Elardio, sí. Mi venganza estaba en camino.
Lo aparté suavemente.
-Lázaro, no -dije, mi voz apenas un susurro.
Él parpadeó, un destello de conciencia en sus ojos. Me miró, confundido.
Entonces, la puerta del estudio se abrió de golpe.