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En el año 2114 la totalidad de la población terrestre vive en el interior de "Mayyuws Minh", una megalópolis abovedada. Allí, bajo la atenta supervisión de Adrastea casi todos gozan de puesto de trabajo y servicios de ocio para poder disfrutar del momento. El día que a Vidar, un ingeniero informático, se le comunica el despido por motivos organizativos decide darse una fiesta de lujo con el importe del finiquito. Fiesta durante la cual conoce a Danna, una joven recién salida del centro de formación que no acepta el rango y puesto de trabajo que se le ha asignado al finalizar los estudios. A raíz de tal encuentro, ambos se ven envueltos en una serie de acontecimientos que les llevarán a conocer una realidad que nunca habían llegado a imaginar.
Vidar era al igual que la inmensa mayoría de los habitantes de la megalópolis un mero trabajador de segunda de una de las grandes corporaciones que mantenían ocupada a la mayor parte de la sociedad. Ni demasiado alto ni demasiado bajo. Quizá un par de centímetros por encima de la media, pero nada reseñable. Tampoco se podía decir que fuese guapo o feo. Se trataba tan solo de un hombre que rondaba los treinta años.
De pelo moreno oscuro y ojos a juego como el veinte por ciento de residentes de Mayyuws Minh, pues para concebirlo en el laboratorio se había utilizado una de las cinco variedades genéticas básicas existentes. Tal vez, si se quisiese sacar algún rasgo distintivo de él, aunque este no fuera físico, podría decirse que le gustaba reír, pues era algo que hacía con frecuencia casi por cualquier razón, aunque tal característica es muy probable que tuviese su origen en alguna reacción nerviosa involuntaria a las situaciones que le hacían abandonar su zona de confort. En cualquier caso, su aspecto y personalidad allí daban igual. Solo era una inapreciable pieza más en la compleja estructura económica por la cual se regía la vida en aquel lugar. Una vida anodina basada en un interminable ciclo de descanso, trabajo y consumo que obligaba a quienes giraban en su rueda a disfrutar del día a día sin pararse a pensar demasiado en lo que les depararía el futuro, pues en aquella urbe el concepto del «mañana» no existía, solo era válido el «aquí y ahora».
En Mayyuws Minh todo el crédito tenía fecha de caducidad: veinticuatro horas para ser exactos, por lo que el fruto del trabajo debía disfrutarse de inmediato a riesgo de perder lo ganado con el esfuerzo diario. Así, allí nadie tenía posesiones ni las necesitaba, sino que la existencia estaba supeditada al inmenso catálogo de alquiler de servicios o productos perecederos que ofrecía Adrastea, la avanzada inteligencia artificial encargada de manejar los hilos que hacían que tal sistema fuese viable.
Quienes hacía poco más de medio siglo habían creado tal estructura social lo habían hecho argumentando que así se fomentaba la competitividad y el gasto. Alcanzando con ello un estatus de pleno empleo y felicidad en la sociedad. Esa idea que en su momento sobre el papel había sonado maravillosa se acabó instaurando, dando paso a una nueva era en la que lo único que importaba a sus habitantes era el continuar disfrutando del consumo de placeres individuales desmedidos.
Pero, porque como casi con todo existía un pero, dicho sistema económico que se basaba en la pura matemática económica de mantener un equilibrio entre el generar productos y consumirlos, trajo consigo un enorme retroceso en los derechos de las personas. La rutina diaria que se veían obligados a realizar todos y cada uno de los miembros de la sociedad era una suerte de pesadilla reiterativa si no fuese porque todos los sujetos habían acabado interiorizando durante su periodo de capacitación que gozaban de auténtica libertad. Cegados por los supuestos beneficios de la engañosa cultura del esfuerzo.
Se podría afirmar sin lugar a error que el desarrollo de una jornada cualquiera de Vidar era el fiel reflejo de la de cualquier otro individuo: despertar tras seis horas de descanso en una de las cápsulas individuales de letargo y esterilización. Abonar el importe de ese tiempo de reposo y abandonar las instalaciones para que los trabajadores de otros turnos de trabajo pudiesen ocuparlas. Dirigirse al puesto de trabajo y realizar allí las tareas que Adrastea hubiese dejado preparadas.
En este punto conviene hacer un inciso para aclarar que tales tareas eran asignadas por la inteligencia artificial según los tiempos medios registrados en una inmensa base de datos que se iba actualizando cada jornada, por lo que cualquier desviación notable en dichos tiempos era analizada, y si se trataba de algún error del trabajador, este quedaba grabado en su expediente por si fuese necesario reasignarlo a un nuevo puesto de trabajo más acorde con sus capacidades o, en caso de no poder hacerse, despedirle, lo que allí al negarle los ingresos diarios venía a ser una suerte de condena a morir en vida.
Al finalizar la jornada laboral se transfería de forma automática a la cuenta personal del trabajador el jornal ganado, medido por puesto de trabajo, clase y productividad. Se cambiaba el turno y comenzaba el periodo de tiempo en que los trabajadores tenían total libertad para gastar el salario en lo que gustasen: cine, música, teatro, comida, tabaco, alcohol, juegos, sexo, etc. Siempre dejando intacto el importe del alquiler de la cápsula de descanso que incluía el aseo y el atuendo para el día siguiente y así, tras agotar el saldo disponible reiniciar el ciclo.
De esta manera, en el interior de una de las cápsulas de letargo y dándose una relajante ducha de vapor comenzó el día en que Vidar perdió su puesto de trabajo y se vio arrastrado por los acontecimientos que habrían de cambiar su vida y percepción del mundo para siempre.
-Buenos días -saludó Vidar como cada día al recepcionista del rascacielos donde estaba situado su cubículo laboral y se subió a uno de los ascensores junto a otros treinta trabajadores con su exacto aspecto grisáceo y homogéneo. Se bajó en la planta cincuenta y dos, y se sentó en su silla tres minutos antes de lo estipulado en su jornada laboral, por lo que la silla aún conservaba el calor de su anterior ocupante. Conectó el ordenador y al ir a revisar sus tareas pendientes se le cayó el alma a los pies.
En lugar del listado diario de labores tenía en la bandeja de entrada de su correo electrónico un único mensaje parpadeante en el que rezaba:
«7 de marzo de 2114
Señor/a Vidar S6G8PL1
Operario clase B
Mayyuws Minh
ASUNTO: CARTA DE DESPIDO
Me dirijo a usted para notificarle que a partir de la recepción de este correo electrónico la empresa ha decidido prescindir de sus servicios debido a un reajuste en la plantilla para poder alcanzar los ambiciosos objetivos de producción del trimestre en curso y acelerar la fecha de entrega del importante antivirus para Adrastea en el que ha estado trabajando los últimos meses. Su puesto será ocupado por dos nuevos operarios clase C/B, capaces en conjunto de mejorar los resultados de su rendimiento en al menos un cincuenta por ciento por poco más de un ciento veinticinco por ciento del importe de su salario.
Desde el alto mando admiten que se trata de un despido improcedente debido a su naturaleza puramente estratégica, por lo que según convenio se le abonará el finiquito estipulado: un único ingreso equivalente a dos días de salario completo, y se le añadirá a la bolsa de empleo global, donde esperamos que Adrastea le asigne con premura un nuevo puesto acorde con sus características laborales. Por lo tanto, se solicita que haga entrega inmediata de su puesto y deje sobre su escritorio el material que tenía asignado para la realización de sus tareas.
De igual manera agradecemos el tiempo que ha formado parte de nuestro equipo, así como el esfuerzo y compromiso para con la sociedad que ha demostrado a la hora de realizar sus funciones.
Atentamente:
Darren N3U7PQ02W
Jefe de departamento clase B/A».
En cuanto el sensor ocular de la pantalla detectó que Vidar había finalizado de leer el mensaje, el ordenador cerró la sesión y el monitor se quedó en negro. Vidar ni se molestó en intentar introducir su usuario y contraseña pues ya había dejado de formar parte de la plantilla. Siguiendo las instrucciones de la notificación, depositó el material de oficina que guardaba en el cajón sobre la mesa y se marchó de allí intentando mostrar la mayor dignidad que pudo, ya que el motivo dado para justificar el despido, aunque cada vez más común en aquellos tiempos, era equiparable a la sustitución de un trasto viejo.
Antes de haber alcanzado el ascensor otro operario había llegado a su despacho, redistribuido el mobiliario de la sala para añadir un puesto de trabajo extra y dos jóvenes recién salidos del centro de capacitación dispuestos a comerse el mundo habían ocupado sus nuevos asientos y se habían puesto a teclear código como posesos.
El rápido descenso en el elevador se le hizo eterno mientras su mente divagaba acerca de lo que haría a continuación. A efectos prácticos disponía de unas pocas horas para disfrutar del dinero que recibiría en breves instantes por su despido, y tras agotarlo entraría en la incertidumbre de la bolsa de empleo, pues las únicas fuentes de ingreso de los desempleados eran el minúsculo pago por la energía eléctrica que generaban sus cerebros que se volcaba a la red a través del chip de identificación multifunción que todo habitante de «Mayyuws Minh» tenía implantado de forma subcutánea cerca del cerebro, o los micro donativos de caridad que alguien pudiera hacer por compasión. Sintió angustia al pensar cómo cada vez con más frecuencia los trabajadores con mayor experiencia laboral eran reemplazados por personal más joven y ese flujo creciente generaba un retraso en la recolocación de los sustituidos. ¿Qué hacer en tal caso? No era ningún secreto para los cerca de tres mil millones de habitantes de la macro ciudad el aumento de solicitudes de suicidio asistido voluntario: último recurso de aquellos que por no disponer de una fuente de ingresos digna se veían abocados a abandonar el tren de vida al que estaban acostumbrados.
«¡Ja! No tengo nada de lo que preocuparme. Estoy seguro de que antes de darme cuenta Adrastea me habrá recolocado en un nuevo puesto. Siempre he sido un trabajador ejemplar y eficiente, y eso debe estar reflejado en mi expediente. Así que disfrutaré de lo que he ganado hoy y mañana será otro día».
Se animó a sí mismo Vidar, y en cuanto puso un pie en la calle escuchó alto y claro el mensaje del chip que indicaba el ingreso de su finiquito: «Saldo disponible en su cuenta personal - seis mil créditos. Fecha de caducidad – ocho de marzo de dos mil ciento catorce. Tiempo restante – veinticuatro horas. Disfrute de su dinero».
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