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Adrián Ramírez, un drogadicto y baterista desempleado, cree en las casualidades más que en cualquier cosa. O tal vez no. Con su vida derrumbándose vertiginosa e irreparablemente, rentas atrasadas y un corazón roto debido a su última relación fallida, él piensa que alguna fuerza superior está en su contra. Es decir, ¿qué más podría ser? Dios, el Destino y el Cosmos, incluso Satanás, lo odian a muerte. Fin de la historia. Sin embargo, la tarde en la que regresa de una fallida entrevista de trabajo y se encuentra con un bebé tirado en el basurero, Adrián se da cuenta de que la vida es mucho más que un juego de dados. A veces, solo a veces, Dios y el Destino nos empujan al fondo del océano, sin salvavidas, solo para enseñarnos a nadar.
-Coño, mami, ¡no! -Tan patético como podía serlo, me aferré a ella-. Te juro que...
Gabriela se removió hasta soltarse y se giró de nuevo hacia mí. Sus pequeños ojos marrón oscuro me enfrentaron entrecerrándose. De haber sido inteligente, yo habría retrocedido. Pero, ah, mierda, la inteligencia y yo éramos enemigos entonces. Aún ahora, no obstante, va mejorando. Algo así.
Como sea.
Apuntó su larga, larguísima uña roja, decorada con piedrecitas brillantes y negó.
-No. Me cansé. ¿Crees que me gusta vivir aquí, como una recojelatas y todo eso? -Ni siquiera me dio tiempo de responder-. Pues, ¿qué crees, mijo? ¡No!
-Pero Gabi, bebé, escúchame.
-¡No!
-Estoy lográndolo.
Para ser honesto, no estaba consiguiendo nada además de rentas atrasadas, facturas y porquería lloviéndome; sin embargo, conservaba la esperanza.
Gabriela alzó una fina ceja hacia mí. La comisura de su labio tembló y luego estalló en carcajadas. Me lo merecía, siendo honesto, pero me dolió en lo más profundo. Y bueno, ¿dónde mierda estaba el «por siempre juntos» que me prometió cuando todo estaba bien, cuando yo aún era el baterista y líder de Asesino Nocturno, la banda de black metal sinfónico más importante del país? En el infierno, claro, como todo lo demás: amor, dinero y sexo. Quizá no en se orden, pero oye, ¿qué importa? Mi mujer estaba dejándome.
Tirándome como a una vaina desechable. Tú sabes, primero te miran como si realmente les doliera, empiezan con las lágrimas falsas y ese discurso cutre de «no eres tú, soy yo», que es mentira. Aunque en este caso el problema sí era yo.
Llevaba siéndolo los últimos años.
-¡Ja! ¿En serio? -Hundió el dedo en mi hombro y me empujó-. Hace tres años que no logras nada, Adrián, ¡tres-años! No un mes ni dos, ¡tres años! ¿Y yo qué, me como un cable mientras tu juegas a ser famoso?
Por supuesto que no, sin embargo, esto no era justo. Por como yo lo veía, era muy fácil culparme a mí por todo, mientras que ella no hacía nada en absoluto para ayudarme. Hey, no digo que se prostituyera, pero ¿tanto le costaba buscar un empleo? Yo lo intentaba, todos los días, aunque no era fácil. No desde que mi mundo se vino abajo.
Respirando hondo, me forcé a calmarme. No había dormido la noche anterior, estaba cansado, hambriento y necesitaba café. Está bien, algo más que café, como una botella de whisky o un poco de cocaína. Al parecer tendría que morirme de abstinencia porque mis bolsillos estaban vacíos.
-Mami, coño, por favor -rogué-. Solo un tiempo. Estoy lográndolo, en serio. Voy a ir a una entrevista con una banda nueva, además mañana me pagan y...
-¡No! -El desprecio en su mirada se clavó profundamente en mí-. Estoy harta, ¿entiendes? ¡Har-ta! Ya no te quiero. Me cansé. Odio esta vida de mierda que me das.
Las lágrimas picaron duro en mis ojos. Apreté los párpados para no dejarlas salir. Ella no podía ver mi debilidad, no más de lo que lo hizo en el pasado. Gabriela conocía todos mis vicios, pero siempre me mostré fuerte para ella. Como el Rambo rockero que no lloraba, jamás. Yo era su Batman o una mierda de esas. Y ahora me dejaba como al estúpido e insignificante Robin al que nadie quería. Ya sabes: el maricón débil y triste. Síp, ese era yo.
Merecía todo ese desprecio y aun así estúpidamente esperaba algo más.
¿Ves? Tonto, tonto.
-Gabi, por favor...
Negó, indiferente. Gélida como el maldito Polo Norte. Esa no era la mujer que conocía, a la que amaba. Ella arrugó la nariz, revisando su teléfono (en el que por cierto se me fue todo mi último sueldo) y una lenta sonrisa se trazó en sus labios. Uh-oh. Eso no podía ser bueno. Así era como me sonreía a mí, en el pasado, antes de convertirme en la mierda que no quería ni pisar.
Y la soltó. La jodida bomba que destrozó mi mundo:
-Tengo alguien más. ¿Te acuerdas de Jesse? Bueno, me voy con él.
Todo se tambaleó. ¿Cómo no recordarlo? El amigo-cara-bonita que le llamaba casi a diario. Síp, el que tenía nombre y rostro de mujer. Un niño rico con sonrisa de anuncio y mirada arrogante. Jodido hijo de puta. Nunca me agradó. «Pero a ella sí». El pensamiento me atravesó como una bala y el dolor vino después. Gabriela me estaba dejando por alguien mejor y con más dinero, que podría darle la vida llena de lujos a la que le acostumbré antes de mi caída.
La estrella del rock se hundía en el infierno y su novia lo abandonaba . Qué bonito, maravilloso, considerado y etcétera.
Lo normal.
-¿El que tiene voz de pito? ¿En serio, él? ¿Y qué hay con ese nombre? Jeeesseeee, Jeeeeeesseeeee. Es de jeva y todo. ¡Coño, Gabi, puedes hacerlo mejor!
-¿No me digas? Por eso me voy con él.
Golpe bajo. Era una experta en eso. Mis ojos quemaron, llenándose de lágrimas. Maldición, no podía llorar delante de ella. No yo. Nunca lloraba.
Jamás.
Y con todo, eso hice: me quebré delante de la única persona que no debía, como un niño abandonado en medio de la calle. Gabriela me dio una mirada desdeñosa, como si le repugnase y resopló.
-Eres patético. Nada qué ver con el Adrián del pasado. Sangriento nunca habría llorado como un marico .
Sí, tal vez. Pero ese que estaba delante de ella, llorando tan tristemente, no era el baterista que una vez fue famoso; sino un simple hombre enamorado al que le arrancaron el corazón.
-Adiós.
-Gabi...
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