Sensual y be
patria de origen. Sin embargo mi caso era raro. No me adaptaba a la idea de que estaba fuera de Cuba, en otro país. Estaba allí mirando aquella otra realid
brir que todo era un simple sueño. Era el poderoso vínculo con el pesim
as y diversión. Al poco rodábamos en el yip por entre los cocoteros de Marcus Garvey avenue. Hacía un clima fresco, con amenaza de temporal y en el ambiente de la ciudad predominaba u fuerte olor a mariscos, a salitre y parri
i puentes vistosos sobre ríos de gran caudal, ni un fastuoso cerro con un Cristo encajado en su cúspide, ni un malecón como el habanero. Pero algo especial tenía Kingston, que solo se percibía al estar en ella. Una cosa eran las fotos y otra muy diferente estar allí. El reggae parecía flotar por doquier como niebla musical in
diferente: la vegetación de jardines exquisitos, los techos rojizos de los chalets, las fachadas de colores rimbombantes. Comitivas de turistas con camisas de f
le de tienditas y timbiriches que a los lados de la avenida invitaban al deleite culinario. Todo en la ciudad me resultara agradable, pese a las advertencias de los primos sobre la
eseo de disfrute por cumplir. A ese fin Brox casi me había obligado a vestirme a su estilo. Camisa hawaiana, short y chanclos de goma, pañuelo atado a la cabeza, una gran cadena dorada de acero quirúrgico al cue
s, todas en bikini, con cuerpos absolutamente despampanantes. En cuanto notaron mi acento, las chicas dejaron detrás a Brox y Morris y concentraron en mí su atención, coqueteán