tor apoyó la cadera sobre el escritorio. Sus
asta tarde otr
a, D
asa con tu mujer y tus dos
stás ha
un artícul
mas de impresionarme.
osé y Ricky. Me han asegurado que un traficante de armas se ha trasladado a esta ci
na palmadita en el hombro, acaric
icos grandes se preocupen de los crímenes violentos. No
s mientras su mirada se deten
ba ya tres años, pensó ella, desde q
l para ponérsela sobre la cabeza cada vez que hablaba con é
te lleve a tu
uvia de agujas y clav
pantalla de su ordenador con la esper
que llevaban una vida social muy agitada. Disfrutaban reuniéndose en el bar de Charlie a soñar con los días en que trabajaran en periódicos más grandes e importantes. La mayor parte de ellos eran como Dick: hombres de mediana edad, del montón, competentes, pero lo que hacían estaba lejos de ser extra
go dep
dico de tirada nacional. Así que, cuando tuviera cincuenta y tantos, o las cosas cambiaban mucho o tendría que trabajar par
guardando. Aquella maldita estaba vacía. De nuevo. Tal vez d
levarse algo a la boca, y para mantenerse aprovisionado, su mesa era un cofre del tesoro de perversiones con alto contenido en calorías. Sacó el papel y saboreó con fruición la chocolatina mientras apagaba las luces y bajaba la escalera que conducía a la calle Trade. En el exterior, el calor de julio parecía comportarse como u
dificios, que habían sido utilizados como oficinas en los años veinte cuando el centro de la ciudad era una zona próspera, estaban vacíos. Conocía cada grieta de la acera, sabía de memoria la duración de los semáforos. Y los sonidos entremezclados que se oían a través de las puertas y ventanas abiertas tampoco le resultaban sorprendentes. En el bar de McGrider sonaba música de blues, d