as. –¿Escogiste ya un libro? Asentí, un poco apenada. Me daba miedo que descubriera que elegí uno de su esposa antes que un clásico. –Perfecto. Nos vemos en clase la próxima semana. D
y él quería volver al ataque. Le pedí que no lo hiciera, que me había sentido incómoda. Contestó que si yo era una frígida no era su problema, así que lo boté de mi casa. Antes de irse me amenazó: si no me acostaba con él en ese momento, la relación estaba terminada. Le respondí que igualmente no quería estar con nadie que solo pensara en acostarse conmigo. –No sirves para más nada, Rebecca –me gritó de vuelta–. Y tus escritos ni siquiera me gustan. Pensé que eras consciente de lo horribles que son y que, al menos por pasar la tortura de escucharlos, tendrías la decencia de acostarte conmigo. Lo abofeteé. A Marco no lo vi nunca más. Me sentí tan decepcionada del amor, que ni siquiera me apuré en encontrarlo. Lola me decía que necesitaba tener sexo de nuevo lo antes posible porque si no, me podría volver loca, y que mientras más tiempo pasara, peores consecuencias tendría en mi psiquis... Ni que ella fuera Sigmund Freud. Cuando me retiré de la casa del Sr. Fitz, él se brindó amablemente para llevarme a mi hogar. Aunque insistí en que estaba a pocas calles, que podría caminar y tomar el aire puro, se empeñó en darme el aventón. El camino de regreso fue en total silencio. La amabilidad momentánea que mostrara en su casa se desvaneció, aunque en algún momento pareció sonreírme. Cuando descendí del automóvil, el profesor me agarró de
dentro. Quise parar, lo juro, pero la idea de tener al Sr. Fitz como mi esclavo, obedeciendo mi tiranía del placer, me ponía por las nubes. Se me doblaron las piernas y decidí cerrar la ducha. Me tumbé en el suelo del baño con las piernas abiertas y mojé
ras acompasaba las caricias a m
on mis piernas y rompieron en mi pelvis, el aire dejó de pa
empo que hacía algo así, sino que era una ironía total: había tenido una