ubí no conseguía pensar en anda más que en lo que podría ser el resto de su vida atada a un hombre extraño. Qu
le quedaba algo grande. Conoció a su esposo el mismo día de la boda. En su corazón albergaba la esperanza infantil de que todo podrí
se a la espalda de su padre, pero él mismo la tomó por los hombros, dejándola del brazo de su nuevo marido y se fue con
graciado y apestaba a tabaco y alcohol, vicios de los que ella aún no conocía. También era déspota y despiadado, sabía que tenía ante sí a una joven inocente y aun así, la usó a su
de la boda y se dedicaba al entregarse en bacanales de alcohol y lujuria con las prostitutas que le servían como consuelo y diversión, pues no eran frí
parte de su línea sanguínea y por fin estarían unidos verdaderamente los dos clanes. Con el pasar de los años rubí, no fue capaz de procrear. Él la culpaba. La golpeaba en s
s de sangre. Ya no buscaba mover contrabando o armas, ni apoyar las guerras de gangas rivales buscando algunos aliados para fortalecer su posición. No señor, ahora su distinguido marido, el rey de todos los hombres de aquella ciudad, quería ser
esara el pueblo que muchas veces lo vio pelearse a tiros con otros hombres y dejar cuerpos sangrientos en las calles. Rubí vio con asombro como ese mismo pueblo, lo apoyó; creyendo en sus men
sitio si no se ponía los pantalones que a muchos le quedaban grandes y así lo hizo. Mientras su espo
ortación y exportación, pero sus reales ganancias, las más importantes y que le otorga
as praderas de las afueras de la ciudad negándose a vivir enjauladas entre prisiones de concreto lloraron junto a ella por la pérdida y le pidi
los papeles una mañana de octubre ante el escritorio de su marido y él se lo rompió en el rostro se reía de ella, diciéndole que jamás podría escapar de lo pactado. La voluntad de Rubí era fuerte y acudió a cada abogado de la ciudad, decidida a escapar de aquel