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La princesa de repuesto

La princesa de repuesto

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Miriam y Jade son hijas mellizas de la reina Abigail y, debido a que la monarca desapareció en misteriosas circunstancias, la corte otorga a Miriam los derechos necesarios para mantener el control sobre la nación. Sin embargo, la joven fallece al dar a luz a su primogénita, por lo que a Jade le dan el título de regente para estar al mando por un tiempo limitado. Teniendo una sobrina que cuidar, la princesa Jade debe lidiar con varios obstáculos. Y es capaz de todo para ganar su lugar como la legítima reina del reino del Norte.

Capítulo 1 El nacimiento de la heredera

- ¡Es una niña! ¡Ha nacido la futura reina!

Los médicos y enfermeros estaban felices de lograr un nacimiento de éxito. El proceso de parto de la princesa Miriam duró largas horas, debido a que surgieron complicaciones causadas por su frágil salud y su pequeño cuerpo.

La bebé pesaba alrededor de cuatro kilos, lo cual era demasiado para la constitución física de la joven princesa. Debido a eso, perdió sus fuerzas y comenzó a debilitarse gradualmente.

Su esposo, el príncipe Rogelio, estaba más atento a la salud de su mujer que al nacimiento de su hija. Y al notar que los ojos se le cerraban lentamente, llamó al médico real:

- ¡Rápido! ¡Se está yendo!

Pero Miriam, tomándolo de la mano, le dijo con una débil voz:

- No. Déjalo. Ya es... tarde.

- ¡No digas eso, esposa mía! – Sollozó Rogelio - ¿Qué será del reino si te marchas? ¡Por favor, resiste, mi amor!

Uno de los médicos, al ver que los ritmos cardiacos de la princesa Miriam iban disminuyendo, preparó rápidamente el equipo de reanimación para reactivar las pulsaciones del corazón.

- La princesa Leonor será quien herede el trono, cariño – continuó Miriam, ya con apenas un leve susurro a causa de su debilitamiento – Y por eso... amor... te pido que la cuides por mí... hasta que tenga la edad para ser... la reina...

Rogelio siguió sollozando, pero asumió con la cabeza en silencio. Se sentía impotente debido a que solo podía mirarla. Poco a poco, la mano de su esposa lo iba soltando, hasta caer pesadamente al borde de la cama.

- Yo... te... a...

Los ritmos cardiacos se detuvieron y la princesa lanzó su último suspiro. El médico aplicó electricidad en su cuerpo para reanimarla, mientras el príncipe no paraba de llamarla, suplicando que regresara a su lado.

Pero todo fue inútil. La princesa Miriam había muerto.

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La tumba de la princesa se situaba en un terreno al fondo del palacio, donde también enterraron a los reyes y reinas del pasado que estuvieron a la cabeza del reino del Norte por generaciones.

Los nobles, burgueses, plebeyos y demás miembros de la realeza estaban ahí, despidiéndose de quien habría sido la próxima sucesora al trono mientras se debatían sobre lo que le deparaba al futuro de la nación, sin una reina disponible para el mando.

- La princesa Leonor es solo una bebé. ¡Sería un despropósito que la nombraran reina con apenas un par de horas de vida!

- Sí, pero como desapareció la reina Abigail y la princesa Miriam era la mejor opción... ¿Quién más podría ser? Si no fuera porque el rey cayó enfermo, estaríamos más aliviados ¿Acaso solo nos queda... ella?

- ¡No! ¡Ni la menciones! ¡Esa mujer es peor que el diablo!

- ¡No digas eso! Aunque nos duela, debemos admitir que la princesa Jade es la única opción... al menos hasta que la princesa heredera cumpla los dieciocho años tal como lo dicta la ley.

- Serán dieciocho largos años de opresión e infierno. ¡Estoy segura de eso!

Mientras los miembros de la corte discutían entre sí, a unos metros de la tumba se encontraba la princesa Jade, quien llevaba un vestido negro de cuello alto y mangas largas. La joven gozaba de una singular belleza debido a sus largos cabellos negros y enormes ojos color miel. Su hermana melliza, en cambio, era rubia, de piel pálida como la cera de una vela y lucía una expresión gentil que la hacía simpatizar con todo el mundo.

Jade derramó un par de lágrimas mientras contemplaba a su difunta hermana. Ignoró todas las conversaciones malintencionadas de los nobles y procedió a juntar sus manos en señal de rezo, mientras pensaba:

"Desde pequeña, siempre fui la 'princesa de repuesto'. Y todo por haber nacido un par de horas después de mi melliza. Pero les demostraré a todos esos imbéciles de la corte que si soy digna de ocupar el trono y superar, incluso, a mi propia madre. Y sé perfectamente por dónde empezar".

Se acercó al príncipe Rogelio quien, en esos momentos, lloraba a mares sobre el ataúd de su esposa. Lo tomó del hombro para llamar su atención y le dijo:

- Necesito hablar contigo.

Rogelio interrumpió su llanto y siguió a su cuñada.

A pesar de su tristeza, le intrigaba saber qué era lo que quería la princesa Jade de él ya que, durante todo ese tiempo en que vivió en el palacio en calidad de esposo, su cuñada nunca le prestó atención. Incluso, actuaba como si no existiera, porque siempre andaba sumergida en sus propios asuntos. Así es que lo primero que pensó fue que, posiblemente, lo echaría del palacio ya que consideraría que nada lo ataba a ese lugar.

Y, generalmente, el esposo de una princesa o reina casi no entablaba contacto con los hijos que tuvieran en conjunto debido a que su única función era "plantar la semilla correcta". Los niños eran criados por tutores o niñeras especialmente entrenados para educar a los futuros reyes o duques de la nación, sin darles chances de elegir su destino.

Sin embargo, Rogelio era diferente. Él si quería hacerse cargo de la niña y no solo porque fuera su hija, sino porque le prometió a su esposa, en su lecho de muerte, que la protegería con su vida.

Ambos príncipes fueron a una habitación vacía y, ahí, la joven le dijo:

- Estoy consciente de lo perturbado que se encuentra ahora, cuñado. Perder al amor de tu vida ha de ser una de las cosas más dolorosas que puede experimentar el ser humano... o eso me dijeron. Nunca me he enamorado.

- Me apena ver que esté preocupada por mi bienestar, alteza – le dijo Rogelio, de forma apática – pero le juro que sabré recomponerme. Puede que mi mujer ya no esté más en este mundo, pero me dio a cambio un tesoro que deseo conservar hasta que me llegue mi turno de partir a su lado: nuestra hija. Y, por eso, haré lo que sea para permanecer en este palacio. No dejaré que me la aparten de mi lado.

- Lo sé – dijo Jade, mostrando una extraña sonrisa.

Rogelio tragó saliva. La princesa Jade no era de sonreír mucho pero, cuando lo hacía, era simplemente porque estaba tramando algo extraño. Así es que supuso que se valdría de alguna de sus artimañas para someterlo ahí mismo y, de paso, humillarlo por diversión.

Fue por eso que casi se cayó de espaldas cuando ella le dijo:

- Te propongo algo: casémonos.

- ¿Qué?

- Sí. Quiero que nos casemos – repitió Jade, mientras cruzaba sus brazos y lo miraba de una forma muy extraña, como si intentara transmitirle un cariño que para nada sentía por él – ahora mismo, la corte está discutiendo sobre si otorgarme o no el puesto de sucesora al trono. En circunstancias normales, sería mi sobrina quien debiera ocupar ese lugar debido a que forma parte de la línea directa principal de sucesión al trono. Mi madre desapareció y mi padre está enfermo, así es que soy la única opción que les queda – ante eso, su mirada se tornó triste, como si en verdad le doliera perder a sus seres queridos – Admito que tengo un motivo egoísta para esto pero, también, pienso que te convendría aceptar mi propuesta.

- ¿Y en qué me beneficiaría casarme con usted, su alteza? – preguntó Rogelio, achicando los ojos.

Jade bajó los brazos y se acercó lentamente a su cuñado. Luego, le acarició una mejilla y notó que se ponía incómodo ante esa extraña muestra de cariño por su parte.

"¡Lo tengo a mis pies!", pensó Jade, con una sensación triunfante. "Ahora solo queda apuntar hacia su lado débil"

- Si te casas conmigo, mantendrás tu título de príncipe y podrás permanecer en el palacio las veces que quieras. ¿No te emociona eso, querido cuñado? ¿Seguir disfrutando de tus privilegios y, de paso, estar cerca de tu hija?

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Al otro lado del océano, a cientos de kilómetros del reino del Norte, había una pequeña isla donde construyeron una prisión destinada a los nobles y miembros de la realeza condenados por un crimen. La idea era evitar que algún posible aliado los ayudase a escapar para organizar un golpe de estado contra la corona por deseos de venganza.

En esos momentos, solo una persona se encontraba en ese lugar, dentro de una celda, que nadie se molestó en cerrarla porque no había ninguna forma de salir de esa isla sin ser devorada por los tiburones. Ahí yacía una mujer de cabellos canosos, ojos celestes y un vestido que antes era blanco pero que, a falta de lavado, se volvió gris y mugroso con el tiempo.

La mujer rondaba cerca de los sesenta años, o eso creía. Le daba lo mismo tener sesenta o cien debido a que todos los días le eran iguales. Nunca pasaba nada extraordinario.

Un par de guardias recorrieron los pasillos de la prisión. Miraron a la mujer por unos instantes y, luego, continuaron su camino mientras comentaban:

- Se ha relajado mucho, últimamente. Ya no intenta luchar más.

- Bueno, habrá sido duro para ella que su propia hija la traicionara.

- ¡Esa joven es peor que el demonio! Espero que no se le olvide pagarnos lo que nos debe solo para mantener a su madre con vida.

- ¡Sí! ¡Ya me cansé de cuidar de ella! Pero no podemos lanzarla al mar, sabiendo que ella es...

- No hace falta que lo digas en voz alta.

Las voces desaparecieron poco a poco y la prisionera, al estar sola de vuelta, soltó un par de risas de burla. Luego, se levantó, miró por la ventana y se percató de que un pequeño bote se acercaba a la isla.

Normalmente solían traer prisioneros en botes, debido a que había rocas muy filosas que podrían dañar a los barcos que se acercaban demasiado. Pero ese bote no tenía tripulantes más que un joven marinero vestido de azul.

Los guardias de hace un rato se le acercaron, de forma amenazante, mientras lo apuntaban con sus potentes rifles que disparaban rayos láser. Pero el joven visitante les mostró una nota y, tras leerla rápidamente, lo dejaron desembarcar sin impedimentos.

El marinero ingresó a la prisión, sin ser escoltado por ningún guardia. Caminó directo hasta la celda de la prisionera y, una vez que estuvo frente a ella, hizo una reverencia diciéndole:

- Buenos días, su majestad. Vengo de parte de su aliada para sacarla de aquí y brindarle un asilo.

La reina Abigail se levantó. Le llenaba de curiosidad saber el porqué esa persona siquiera se molestaría en ayudarla, siendo que pertenecía a otro reino y tenía sus propios problemas. Pero lo que más le impactó fue que supo que no había fallecido, sino que la capturaron y la retuvieron en esa isla contra su voluntad.

Antes de hacer sus cuestionamientos, el marinero logró disipar parte de sus dudas:

- Una persona que la estima demasiado y cuyo nombre no lo diré aquí, contactó con su aliada para que pueda otorgarte asilo hasta que estés fuera de peligro. La informaré de los detalles por el camino pero, por ahora, le pido que me siga en silencio, majestad.

- En ese caso, lo seguiré, joven marinero – dijo Abigail, recuperando repentinamente sus ánimos – pero lo que me intriga ahora es saber cómo logró sobornar a los guardias de esta isla para que me dejen marchar.

El marinero le mostró una pequeña bolsa, en donde tenía acumulado algunos diamantes. Luego, lo cerró y le respondió:

- Tu hija no les pagó lo suficiente para detenerte y mantenerte con vida en este horrible lugar. A veces solo basta con dar una mejor oferta para hacer cambiar de bando a los desleales que solo se mueven por sus propios intereses. Espero que esté conforme con mi respuesta.

- Estoy conforme. Salgamos de aquí.

Y, sin decir nada más, siguió al marinero hacia su bote para escapar juntos de esa isla del terror.

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Recién lanzado: Capítulo 37 El deseo de la princesa   12-25 18:37
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