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Juegos prohibidos

Juegos prohibidos

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Porque amar a un imbécil de por sí ya es un desafío, pero amar a su hermanastro... es casi ilegal.

Capítulo 1 1. Como si fuera un verano cualquiera

-¿Diga?

-¿Quién habla? Resopla la voz masculina que casi me hace sobresaltar.

-¡Vaya, te había olvidado!, respondo mintiendo a medias.

-¿Quién es? Repite él haciendo como si también me hubiera olvidado.

-¡Adivina! Suspiro, cansada.

-Liv Sawyer, puede ser que sigas teniendo edad para jugar a las

adivinanzas, pero yo hace mucho que cumplí los 18 años. ¡Madura un

poco!

-Genial, contesto con ironía y una sonrisa falsa. Tristan Quinn, te

concedo la medalla del chico que tiene seis meses más, aun cuando no

hayas hecho absolutamente nada para merecerla. ¡Y que se cree tan

superior y maduro que no puede evitar recordarle al mundo entero que

ahora es un hombre!

-¿Desde cuándo tú eres el mundo entero? Me replica con un tono

provocador. Estabas igual de fastidiosa pero mucho menos pretenciosa

la última vez que te vi.

-Está bien, no necesitas recordarme esa atroz época en la que vivíamos

juntos a fuerza... ¿Qué quieres?

-Solo quería molestar a mi hermanastra hasta que me colgara, ríe al

otro lado de la línea.

-Deja de llamarme así. No soy nada tuyo y te doy cinco segundos para

decir algo inteligente o simplemente útil antes de que cuelgue. Cinco...

cuatro... tres...

-¡Solo dile a mi mamá que voy a regresar! ¡Hasta pronto, Sawyer!

Vete al diablo.

No solo colgó antes de mí. No solo me llamó por mi apellido y odio eso.

Encima de esto, no tenía previsto que regresara tan pronto. Las

vacaciones de verano acaban de comenzar y esperaba que, en su

internado para chicos ricos fuera de control, tuvieran clases más tiempo

de lo normal. Qué extraño, no escuchamos hablar de su entrega de

diploma. O tal vez su excelente madre no se dignó a ir. O Tristan sigue

jugando al rebelde y se negó a participar. Eso suena a algo que él haría.

Sin embargo, me hubiera gustado mostrarle a todos sus amigos de la

escuela -de la cual lo echaron- una foto de él con una toga negra y un

sombrero ridículo. Sin nada de brazos marcados, piel bronceada o corte

de cabello perfectamente descuidado. Ese es Tristan Quinn, el chico

popular, el alumno distraído temido por los profesores, el chico malo

que hace soñar a las chicas buenas. Cómo me hubiera gustado verlo

disfrazado del mejor de la clase con su diploma recién entregado, y por

primera vez, perdido entre la multitud en vez de opacar a todo el mundo.

Sí, hubiera dado lo que fuera para ver eso. Pero ahora, en una escala

del uno al diez, tengo un menos dos de ganas de verlo.

-¿Quién era? Me pregunta el pequeño Harrison que corre arrastrando

su peluche, un cocodrilo verde y blanco todo mojado y desgastado, al

cual le mordisquea sin cesar la pata delantera.

-Tu hermano, respondo suspirando.

Corrección: el imbécil de tu hermano. El insoportable de tu hermano que

se cree el rey del mundo y el más apuesto de toda la ciudad, al cual

admiras solo porque tienes 3 años y quisieras parecerte a él cuando

seas grande aunque esto sea lo peor que te pueda pasar en la vida.

-¡Titán! Grita el pequeño abriendo como platos sus ojos azules y

poniéndose a correr con los brazos abiertos como las alas de un avión.

Se supone que debería estar cuidándolo, pero Harry lleva diez minutos

sin dejar de hacer el avión, haciendo volar a Alfred el cocodrilo por los

aires. Al primer ruido que venga de afuera, llega a pegar su frente -y

su encantador corte de hongo- contra la ventana de la sala para

esperar a su adorado hermano mayor.

-¡Mamá, Tristan está aquí! Se pone a gritar finalmente retomando su

vuelo.

Me sobresalto de nuevo. Se escuchan unos «toc toc» contra la puerta de

entrada. Todavía no llega pero ya está causando molestias: típico de

Tristan Quinn. Muero de calor con los pantalones de mezclilla que me

puse en lugar de los shorts para no darle oportunidad de mirar mis

piernas desnudas con su actitud mitad divertida mitad indiferente. Y

mientras tanto, pasé a menos diez en la escala de «no tengo ganas de

ver su sonrisa arrogante, sus hoyuelos que a todo el mundo le parecen

seductores, su mechón rebelde que cae con perfección sobre su mirada

demasiado azul para ser cierta, ni ganas de escuchar su voz más grave

que la de todos los chicos de su edad, de lo cual no parece estar

orgulloso, o de leer en su mirada que adora provocarme solo por el

placer de verme explotar, y porque sabe muy bien que siempre lo logra».

¡Nada de ganas, nada de ganas, nada de ganas!

Tengo ganas de hacer un berrinche echándome al piso como lo hace

Harry cada que no obtiene lo que quiere.

Solo que yo agregaría un par de groserías. ¡Maldición, maldición,

maldición!

-¡Estoy ocupada, querido! Responde la madre del pequeño dos horas

más tarde, desde su oficina bien cerrada. ¡Y no grites así, necesito

concentrarme! E intenta pronunciar Tristan correctamente, Harry, tu

logopeda te lo ha repetido mil veces. ¡Quítate ese peluche de la boca! Y

pídele a Liv que abra la puerta, ya te dije que no abras si no sabes quién

es.

¡Pero acaba de ver a su hermano por la ventana!

Creo que Sienna Lombardi es la persona más estúpida que conozco -

solo después de su hijo mayor. Lo bueno es que decidió quedarse con su

apellido de soltera en lugar de tomar el de mi padre cuando se casaron.

Al menos así no lleva el mismo apellido que yo. ¡«Estoy muy orgullosa

de mis orígenes italianos», seguro! Estoy segura de que esa es su puerta

de salida. Este es su segundo matrimonio y está lejos de ser el último-

por favor, Dios mío, ayúdame a salir de esta. Bueno, no debe ser tan

estúpida ya que administra el hotel más lujoso de Key West y jamás está

vacío. Pero en todo caso, es la mujer más egoísta del mundo. Se la pasa

todo el tiempo entre su hotel, donde le puede gritar a sus empleados

para desahogarse, y su oficina en la casa, donde exige un silencio total,

gritando para que la dejemos tranquila. Y no solo no se ocupa de

ninguno de sus dos hijos -mandó a uno a un internado y al otro lo deja

con decenas de niñeras, entre las cuales estoy yo- sino que además, las

raras veces que está aquí, ni siquiera hace como si escuchara lo que

dicen. O como si le diera gusto recibirlos cuando regresan a la casa

después de tres años en el internado. ¿Es humanamente posible tener

tan poco corazón?

-¡Sawyer, sé que estás allí, ábreme! Grita Tristan impaciente detrás de

la puerta.

Mierda...

Su voz. Sigue teniendo el mismo efecto en mí que en todas las chicas

buenas o no tan buenas de la ciudad. La voz del chico que parece un

poco más grande. La voz del chico seguro de sí mismo, que no tiene

miedo de nada, que da órdenes sin pensar un segundo que alguien

pueda desobedecerlo. La voz del chico que te susurraría las palabras

más crueles en tus sueños más ardientes, esos que nunca tienes, ni

siquiera cuando te duermes pensando mucho en ello.

-Sawyer, ¿qué diablos haces? ¿Quieres que sigamos jugando a las

adivinanzas? ¡Porque puedo adivinar cómo estás vestida sin ninguna

dificultad! Anuncia con una sonrisa en la voz.

-Inténtalo, farfullo sin nada mejor que responder, deteniendo a Harry

que muere de la emoción y no comprende nada de nuestro juego.

-Sin duda te pusiste un pantalón de mezclilla para evitar que te mire. O

más bien para evitar sonrojarte si lo hago. Y debes traer una de esas

playeras informales para que nadie pueda ver que no tienes senos.

Maldición...

-Entra y cállate, digo bruscamente abriendo la puerta para que el

calvario termine.

Harrison le salta encima gritando su nombre -o algo parecido- y

luego se queda aferrado a su pierna, en silencio. Tristan le acaricia el

cabello, suavemente, deslizando mil veces sus largos dedos en ese corte

de hongo horrible que a su madre tanto le gusta, y que al hermano le

divierte tanto cada vez que lo tiene a la mano.

-Hola, termina por decirme, un tono más abajo.

Su voz es grave pero su mirada también. Pensé que se regocijaría de

adivinar lo que traía puesto. En lugar de ello, me observa, espera mi

reacción. Detesto esa seguridad que le hace tolerar el silencio. Y hasta

adorar todos los momentos de incomodidad que es capaz de provocar.

Ese imbécil sería verdaderamente apuesto si no estuviera tan consciente

de ello. Jamás se lo he dicho a nadie, pero creo que se parece a Brad Pitt

de joven. Solo que menos rubio. Pero tiene todo lo demás. A la vez

«chico adorable» y «macho dominante». Sonriente pero misterioso

también. Que pretende ser tranquilo pero puede convertirse en

implacable sin que uno se lo espere. Una insoportable mezcla de sex

symbol y bad boy.

¡Deja de pensar y habla!

-Dije «hola», insiste para hacerme reaccionar arrugando sus

impacientes ojos azules.

-Qué bien, por fin alguien logró enseñarte modales, intento provocarlo

para que deje de mirarme así.

-Y al parecer a ti tu padre todavía no te ha enseñado a vestirte... ¿Sí

sabes que aquí estamos en Florida? ¿No en París? Nadie se pone

pantalones de mezclilla en julio en las Keys, se burla estudiándome de

arriba a abajo.

-Tu pequeña clase de geografía es realmente interesante, replico

poniendo los ojos en blanco. Pero si pudieras entrar y cerrar la puerta

tras de ti, tal vez podría retomar mi vida y hacer como si no estuvieras

aquí.

Él se inclina para tomar a Harry entre sus brazos, sin dejar de mirarme,

y el pequeño se prenda automáticamente de él como si sus dos cuerpos

conocieran esta posición de memoria: las piernas del niño alrededor de la cintura de su hermano, sus brazos alrededor del cuello, su pequeño

rostro acomodado detrás del hombro de Tristan y con Alfred el

cocodrilo colgando de la pata que está dentro de su boca.

-Escúchame bien, hermanito, se pone a susurrar lo suficientemente

fuerte para que lo escuche. Si una chica esconde sus piernas aunque

haya un calor de treinta y dos grados afuera, es principalmente por una

de dos razones: o no se ha rasurado y teme que lo notes, o tiene un

problema de autoestima y tiene miedo de que le parezcas demasiado

gorda o demasiado flaca. Y en cualquiera de los dos casos, si tiene

miedo es porque le gustas.

-¡En tus sueño, Quinn! Le digo, lista para salir corriendo cuanto antes.

-¡De hecho, Sawyer! Responde mientras comienzo a subir las

escaleras. Gracias por haberme abierto la puerta, se regocija sacando

las llaves de su bolsillo y haciendo bailar el anillo alrededor de su índice.

Me detengo en medio de las escaleras, tan sorprendida por su audacia,

tan irritada por su actitud y tan frustrada por haberlo dejado ganar, que

ya no puedo avanzar. Estoy buscando algo, lo que sea, que pueda

lanzarle a la cabeza. Pero con todas las amas de llaves contratadas por

Sienna para limpiar su magnífica villa, jamás hay nada fuera de su

lugar. Me conformo con inhalar profundamente antes de decir, sin

siquiera mirar a Tristan:

-Llevas cinco minutos aquí y ya me hartaste. ¿Podemos solamente

ignorarnos hasta el final del verano?

-Iba a proponerte lo mismo, pronuncia su voz grave con un tono

finalmente serio. Y cuando te dije que eras mi hermanastra hace rato,

estaba bromeando. No somos nada el uno del otro, Sawyer. Y quiero que

así sigamos, agrega frotándose la nuca.

-Estoy de acuerdo contigo, asiento sosteniendo su mirada.

Una incomodidad me invade y es él quien desvía la mirada, por primera

vez, como si estuviera igual que yo. Regreso a subir las escaleras y voy a

encerrarme en mi habitación. Al fin sola. Al fin libre de ese pantalón que

me oprime. Y de ese aire sofocante que llena la atmósfera cada vez que

me encuentro en la misma habitación que él.

Y hoy más que todas las veces anteriores juntas.

Tengo que vivir con Tristan Quinn desde hace tres años -cuando mi

padre y su madre tuvieron la genial idea de empezar a salir, de vivir

juntos y después de casarse-, y siempre he logrado evitar su presencia

al máximo. Ya sea que él se quedara en el internado, hasta los fines de

semana -sin duda para evitar a su madre a la que odia casi tanto como

yo-, o que yo huyera de la casa para quedarme con mi abuela, solo

durante las vacaciones, cuando él no tenía más opción que quedarse allí. Pero esta vez, ambos terminamos el bachillerato, no tengo ni idea

de lo que piensa hacer el año que entra y yo tampoco estoy tan segura

de mi propio futuro. Con un poco de suerte, iré a la universidad -si me

aceptan en alguna de las que apliqué, a pesar de mi historial tan soso-

y jamás volveré a ver su cara de ángel diabólico. Si no, ya encontraré

otra solución. Mientras tanto, nos queda todo un verano soportándonos.

Vuelvo a pensar en mi emoción, hace seis años, cuando mi padre me

propuso dejar París para mudarnos a Key West, su ciudad natal, la

última isla del archipiélago de las Keys, en Florida. Pensaba encontrar

ahí un paraíso terrenal y poder escapar a mi existencia banal. Mis

padres se divorciaron cuando yo tenía 2 años. Mi padre, americano de

nacimiento y de corazón, se había quedado en Francia solo para no

alejarse de mi madre, parisina con un instinto maternal por debajo del

nivel del mar. Pero cuando cumplí 12 años, tanto ella como yo dejamos

de fingir y mi padre consideró que ya era lo suficientemente grande

como para escoger dónde quería vivir. En la contaminación y la vida

gris de París, en medio de 2 millones de personas anónimas. O en una

pequeña isla del sur de los Estados Unidos, entre Cuba y Miami, con un

clima tropical, aguas turquesa, 20 000 habitantes que se pasean

principalmente en bicicleta, y un ambiente caribeño. Tomar una decisión

me llevó menos de un segundo.

Pero este paraíso sin nubes solo duró tres años. Conocí a mi adorada

abuela materna, me hice de algunos escasos pero muy buenos amigos,

descubrí cada rincón de Key West y me enamoré de su naturaleza

salvaje, de todos esos animales que viven casi en libertad entre la ciudad

y la playa del ambiente bohemio que reina entre artistas, escritores,

bailarines, músicos, pescadores, marines, ecologistas y gays sin

complejos que escogieron por domicilio esta isla mágica. Luego mi

padre, agente inmobiliario de gran éxito, le vendió una villa de lujo a

una tal Sienna Lombardi, madre de un chico de mi edad, que acababa

de enviudar y de dar a luz a otro bebé. ¡Todo un caso! Cualquier otro

hombre habría salido corriendo excepto mi padre, quien tiene una

bondad fuera de lo común, una voluntad sin fallas y que no retrocede

frente a ningún obstáculo que la vida ponga en su camino.

Sí, amo y admiro a mi padre. Y lo peor es que ni siquiera me avergüenza

decirlo.

No sé si el encanto de la italiana con fuerte personalidad tuvo su efecto

o si mi padre sintió el deber de ayudar a esa mujer en pleno drama con

solo 35 años, pero todo sucedió muy rápido entre ellos. Para mi gran

desesperación. Mi padre y yo, que habíamos vivido solos desde siempre,

dejamos nuestra casa para instalarnos en esta inmensa villa victoriana

con fachada azul pastel y suficientes habitaciones y baños para todos

nosotros. Y hasta una piscina. Pero en lugar de formar la linda familia

recompuesta que uno ve en las películas de Hollywood, nosotros

permanecimos siendo dos clanes viviendo bajo el mismo techo, los

Sawyer de un lado y los -Quinn Lombardi del otro- aun cuando mi

habitación está al lado de la de Tristan, jamás hemos compartido nada

que no sea una pared.

Creo que Sienna es incapaz de vivir sola, sin un hombre en su vida, pero

sin llegar a depender de él. Ella y mi padre son más bien independientes

-y muy trabajadores-, lo cual hace que finalmente no se vean tan

seguido. En todo caso, ella jamás le ha pedido que juegue al padre con

Harry, quien nunca conoció al suyo. Así todo el mundo quedó en su

lugar: marido y mujer, madrastra e hijastra, padrastro e hijastro.

Toda esta historia casi podría haber resultado bien si Tristan y yo no

tuviéramos una relación tan difícil, desde el día en que nos conocimos.

Llevamos tres años conviviendo a fuerzas, nuestras escasas pláticas

comienzan siempre con una provocación y terminan forzosamente con

una pelea. El simple hecho de encontrarnos en el mismo lugar produce

chispas. Si Dios quisiera jugar con nosotros, no habría podido crearnos

tan diferentes. Él es ruidoso, social, seductor, extrovertido, apuesto,

deportivo, jovial, creativo y nada lo detiene. En una palabra,

insoportable. Resulta ser que a mí me encanta el silencio, la soledad, la

naturaleza y la calma. Que no me importan los chicos, las fiestas, la

ropa, la música ni nada de lo que le apasiona a las otras chicas. Y no es

que esté de mal humor todo el tiempo, al contrario de lo que a él le

encanta reprocharme, es solo que no sonrío tan fácilmente. Mucho

menos frente a sus ojos azules hermosos. Y no es que no me gusten las

personas, al contrario de lo que él dice, es solo que a él lo detesto.

Por ejemplo, odio lo que está haciendo: tocar la guitarra en medio de la

sala y cantar idioteces para hacer reír a su hermano. Quien pide más y

aplaude. No, Alfred el cocodrilo no es un buen tema para una canción.

No, Harry el superhéroe no hace reír a nadie. Y sobre todo no, Liv no es

un buen nombre para un unicornio. Si escucho esa voz ronca y esa

actitud lancinante un segundo más, voy a tener una crisis de nervios. Me

pongo una playera de algodón, meto mi celular y mis llaves en mi

morral, me quedo con las sandalias en la mano para no hacer ruido en

la escalera e intento salir de la casa sin hacerme notar.

En el primer escalón, hasta arriba, Tristan levanta la mirada hacia mí e

interrumpe su cuento para cambiar la letra:

-Listo, Liv se decidió, Liv se depiló, sigue cantando con la misma

actitud y la misma sonrisa socarrona en la voz.

-¡Cállate, Quinn! Digo lanzándole por reflejo uno de mis zapatos y

bajando la escalera corriendo.

Con un gesto sutil, a la vez preciso e indolente, Tristan se lleva la

guitarra al rostro para detener el proyectil y Harrison no deja de reír.

Lástima, le había atinado...

Al menos la música se detuvo.

¡Mierda, ahora solo tengo una sandalia!

Le lanzo la segunda, por orgullo, y voy a refugiarme en la entrada

mientras que Sienna grita desde su oficina:

-¿Pueden dejar de hacer tanto ruido? Liv, espero por tu bien que

Harrison no haya roto nada.

Abro la puerta de la casa para huir antes de tener una crisis de nervios,

tomo sin pensarlo los tenis de Tristan, que dejó tirados, me los pongo

cojeando, me doy cuenta de que calza del 42,5 y yo del 39, amarro

rápidamente las agujetas al abrigo de las miradas y retomo mi carrera

por la villa para atravesar el portón. Detrás de mí, escucho la ventana

de la sala abriéndose y la insoportable voz grave de Tristan gritándome:

-¡Lindas piernas, Sawyer! ¡Te ves mejor sin pantalones! ¡Y lindos

zapatos también!

No sé qué me enoja más cuando me volteo para mirarlo y lanzarle una

seña obscena: sus brazos musculosos y bronceados cruzados detrás de

su cabeza, su guiño insolente, su sonrisa de orgullo o su hoyuelo que no

pude evitar notar. Pero la lista de lo que me mortifica se alarga más

cuando me veo a mí misma. Ya no sé si lo peor es llevar zapatos dos

veces más grandes y seguramente ridículos, el hecho de que Tristan me

haya visto con sus tenis, o simplemente no poder correr para escapar de

su mirada sobre mí.

Camino lo más rápido posible, sin rumbo fijo, y le envío un mensaje a mi

mejor amiga para citarla donde sea, donde quiera, mientras sea de

inmediato y en un lugar con poca gente para que nadie pueda mirar mis

pies. Le hubiera pedido que me trajera zapatos de verdad, pero no está

en su casa y no quiero esperar a que vaya y regrese. Tendré que

sacrificar mi dignidad.

Me veo con Bonnie en Dog Beach, una playa rocosa y salvaje sin

turistas pero llena de personas que pasean a sus perros -la única playa

donde estos son aceptados-. Desde que nos conocemos, tenemos la

costumbre de venir a aislarnos aquí después de las clases. Nos sentamos

en la arena seca y observamos a los perros corriendo cerca del agua

preguntándonos cuál escogeríamos si nuestros padres nos dejaran tener

uno.

Lo cual nunca ha sucedido ni sucederá.

-¿Qué te pasa? Me pregunta Bonnie mirándome de soslayo, con esa

actitud indignada que le encanta tomar.

-Nada, tuve que correr, es todo, digo escondiendo mis mejillas sin duda

rojas por el esfuerzo.

-No hablo de tu piel de Blanca nieves que no aguanta nada, me

responde poniendo los ojos en blanco.

Ah sí, Bonnie es negra. Aquí le llaman afroamericana. Ella está muy

orgullosa de su color pero no tanto de su verdadero nombre, Ebony

«negro ébano» en español. Dice que hubiera sido mejor que sus padres

la llamaran directamente Blacky para anunciar su color. Y para ser más

justos, los míos debieron haber escogido Porcelana. Bonnie es capaza de

hacerme reír con cada frase. Y si Tristan tuviera la cuarta parte de su

humor, vería que soy capaz de abrir los labios para otra cosa que no sea

mandarlo al diablo.

-Quisiera que hablemos de esa elección de zapatos, se impacienta mi

amiga mientras que mi mente divaga. Sé que adoras a tu padre y que se

han fusionado un poco, ¡pero tienes derecho a escoger tus propias

cosas!

-Son de Tristan. Le lancé los míos a la cara.

-Ah, ¿ya regresó el doble de Chace Crawford?

A Bonnie le encanta encontrarle parecido con los actores que adora. Y

no me atrevo a contradecirla con mi teoría de Brad Pitt...

-Así es, suspiro echándome sobre la arena caliente.

-¿Y sigue igual de apuesto? Me interroga con una voz exageradamente

suave.

-¡Igual de idiota, será! Con el cabello un poco más largo. Una sonrisa

un poco más irritante. Un hoyuelo inútil en la mejilla izquierda. Y su voz

de cantante de góspel con la que le inventa canciones a Harry.

-¡Qué bien canta! Se admira mi amiga, fan de la música. Sé bien

cuánto lo odias, pero no puedes decir lo contrario. ¿Crees que su grupo

vuelva a dar conciertos este verano? ¿Crees que pueda intentar ser su

corista? Se emociona ella empezando a vocalizar y a chasquear los

dedos.

-¡Vales más que eso, Beyoncé! Intento disuadirla. Y tenemos que

encontrar un verdadero trabajo de verano. No puedo pasar un día más

en esa villa.

-¡Yo sí quiero! Si tengo acceso ilimitado a la piscina y una vista directa

hacia Tristan Quinn en traje de baño...

-¡Basta, tengo náuseas! Le digo levantándome bruscamente para

volver a sentarme. Me enoja, me exaspera, me asquea, repito como una

letanía balanceándome hacia el frente.

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