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Fui vendida a los diez años. Mi destino: cuidar a Mateo de la Vega, el heredero enfermizo de una rica hacienda. Durante una década, soporté sus burlas y su desprecio, viviendo a su sombra, convencida de que era solo "la chica" o "la parásita" sin valor. Pero el verdadero horror no llegó hasta mi vigésimo cumpleaños. Descubrí que Mateo, en un acto cruel de humillación hacia un humilde luthier, me había apostado y perdido en una partida de cartas. Mi precio: dos míseros pesos. De la noche a la mañana, mi existencia se redujo a una simple mercancía, un objeto intercambiable y desechable. La verdad me golpeó: él nunca me vio como un ser humano, sino como una posesión más, ahora vendida por una suma irrisoria. ¿Dos pesos? ¿Eso era todo lo que valía la que dedicó su juventud y su alma a cuidarlo? Un vacío inmenso me invadió, pero no hubo lágrimas, solo una calma inquietante y una certeza amarga. Con mi pequeño saco al hombro y un velo bordado por mi madre, enfrenté la puerta de la hacienda. Atrás dejé la servidumbre, el desprecio y la certeza de mi nulo valor. No sabía lo que me esperaba con mi "nuevo dueño", pero esta vez, iría a buscarlo yo misma, decidida a que mi vida no sería definida por su descarte.