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Ricardo Mendoza se encontró observando la firma de Laura Soler en el acuerdo de divorcio, la misma caligrafía que una vez llenó cartas de amor santificadas. De repente, su mundo se hizo pedazos. En los últimos meses, su vida se había desmoronado: acusado de infidelidad, presionado a aceptar el hijo de otro hombre como suyo, abandonado en la nieve hasta casi morir, y humillado públicamente por su propia esposa y su familia política. Cada traición, cada mentira, lo golpeaba sin piedad, dejándole un dolor tan profundo que le costaba respirar. ¿Cómo pudo Laura, la mujer que solía prometerle amor eterno, la que alguna vez se preocupó por cada detalle de su vida, convertirse en una extraña, cómplice de su verdugo? Así, con el corazón destrozado y el alma purificada por el dolor, decidió que ya era suficiente. Se iría lejos, a un lugar donde el mar sanara sus heridas y el pasado no pudiera alcanzarlo, listo para comenzar de nuevo y encontrar la paz que tanto anhelaba.