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La música ensordecedora del rancho apenas lograba ocultar el eco de mi corazón roto. Aquí estaba yo, Sofía Ramos, la "esposa legal", observando cómo Ricardo, mi esposo, celebraba el bautizo de su hijo con Elena García, la viuda de su hermano y mi examiga. Y el niño no era mío. Mi hija Camila, de solo cinco años, se aferraba a mi mano, fantasmas en nuestra propia casa, ignoradas por todos mientras ellos posaban para las fotos, la imagen de la familia perfecta. Elena se acercó, su sonrisa dulce para los demás, pero helada para nosotras. "Sofía, querida, asegúrate de que Camila no moleste a los invitados", dijo, y discretamente, clavó sus uñas en la mano de mi pequeña. Un quejido ahogado de Camila, sus ojitos llenos de lágrimas, y una rabia hirviente me recorrió. Pero el mundo se detuvo cuando el caos estalló: gritos, disparos. Los enemigos de Ricardo nos emboscaban. Y él, sin dudarlo, empujó a Elena y a su hijo detrás de él, protegiéndolos. Luego, me miró, y en sus ojos, vi la decisión. Sin decir una palabra, corrió hacia la casa con ellos, dejándonos a Camila y a mí solas, a merced de su enemigo. Fui arrastrada, golpeada, torturada por un año, preguntándome cada día si mi hija seguía viva, si ella también sufría. Cuando por fin escapé, débil y marcada, lo único que deseaba era volver a casa, a la hacienda, con mi hija. Pero al encontrarla, el infierno no había terminado, solo había cambiado de forma. Mi pequeña Camila estaba en una jaula, en las perreras, sucia, desnutrida, sus ojos vacíos, comiendo sobras de un tazón de metal junto a perros salvajes. "¡Mami, sácame de aquí! Los perros me muerden. Elena me pega. Siempre tengo hambre", su llanto, un lamento animal, me desgarró el alma. La furia me consumió, una rabia primal que me dio la fuerza. Rompí la jaula. Y en ese mismo instante, escuché risas. Ricardo y Elena celebraban, brindando por su aniversario. El aniversario de mi abandono. El aniversario del infierno de mi hija.