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En mi lecho de muerte, el hospital olía a despedida, mis pulmones fallaban, no por enfermedad, sino por un desamor tan profundo que me consumió. Mi carrera como diseñadora, mis sueños, todo se había derrumbado por un solo hombre: Ricardo Gómez. Lo recordaba con amargura, aquel aspirante a chef que me convenció de entregarle mis ahorros, la beca a Milán, todo mi futuro, bajo la promesa de un restaurante "nuestro". "Mi amor, con ese dinero abrimos mi restaurante, será nuestro, te lo juro", me dijo, y yo, tonta de mí, le creí. Renuncié a Milán, trabajé lavando platos en "Sabor de Musas", su restaurante. Pero apenas llegaron las ganancias, él me echó a la calle; su nueva musa, Laura Sánchez, la chef pastelera, ocupó mi lugar en su cama y en su mesa. Los vi en revistas, exitosos y sonrientes, mientras yo me hundía en la miseria, el corazón roto y el alma hecha pedazos. La noche que colapsé, lo vi en televisión, declarando a Laura su "verdadera musa", y que yo solo había sido "un escalón". Esa última humillación me robó el aliento y la vida, sentí paz al partir, el pitido del monitor desapareciendo. Pero de repente, una luz cegadora y un ruido ensordecedor me devolvieron, abrí los ojos en un parque, con un joven Ricardo frente a mí. "Entonces, ¿qué dices, Sofi? ¿Me vas a apoyar? Es la oportunidad de nuestras vidas." El maldito día, la carta de Milán arrugada en mi mano. Había regresado, y esta vez, mi respuesta fue: "No, Ricardo, es tu futuro, no el mío." Él me miró con asombro, luego con una mezcla de sorpresa y enojo, y susurró: "No cometas el mismo error dos veces, Sofía." Él también lo recordaba.