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La mansión Alcocer, ahora un mausoleo de deudas, asfixiaba a mi familia con su aire pesado. Mi padre, que antes caminaba con altivez, ahora estaba encorvado, consumido por la inminente bancarrota. La única salida, según él, era un pacto con el diablo: Damián Montenegro. Su precio no era dinero. Él me quería a mí, Elena Alcocer, la hija de su archienemigo, como un trofeo para humillar y destruir. Acepté, con una sola condición: el estudio de mi difunta madre, su legado, debía permanecer intocable, un santuario en medio de la tormenta. La boda fue una farsa grotesca, un circo de miradas curiosas y sonrisas burlonas. Vestida de blanco, me sentía como un cordero en el matadero. Damián, cruelmente guapo, se inclinó, su aliento venenoso en mi oído: "Bienvenida al infierno, Elena Alcocer. Cada día desearás estar muerta". Luego, en mi mente, una voz helada que no era suya: "Esto es solo el comienzo. Pagarás por cada lágrima que mi madre derramó. Tu padre te usó para salvarse, y yo te usaré para destruirlo" . La pesadilla comenzó: me degradó a sirvienta, limpiando baños, comiendo sobras, todo para romperme. Mi propio cuerpo, sin que ellos lo supieran, ya se rendía a una leucemia avanzada, y ni mi padre ni mi hermano Leo mostraron la compasión que tanto anhelaba. Un dolor inmenso, la traición de la familia, y la enfermedad que me consumía parecían sellar mi destino. Pero no moriría en vano.