Arcel Qwindong es un abogado cubano que planea emigrar a los Estados Unidos de América y para que se le haga fácil la tarea adquiere la ciudadanía Jamaicana, a la que tiene derecho por su ascendencia paterna de aquel país. Entonces viaja para conocer a sus parientes de allá, pero su estancia en la isla caribeña se complica de un modo alarmante, de tal manera que sus planes de emigrar y aun su vida se ven comprometidos seriamente. Basado en una historia real.
Capítulo 1. La señora Etienne
Un sol vivificante y prometedor amaneció el sábado seis de enero del año dos mil dieciocho, cual anuncio del anhelado punto de giro hacia una mejor suerte. Ese día el corcel de mi destino finalmente se dignaría a separarse, a puro golpe de riendas, de la terca ruta hacia la catástrofe por donde galopaba. No importa si es pésimo el giro poético. La imagen ilustra la secuencia completa de mis veinte seis años de vida. Una vida, como la de muchos coterráneos, con más esperanza que sustancia, en medio de una crisis de todo que no solo nos había partido en pedazos el orgullo de ser cubanos, sino que también mucho nos había entontecido, como para que no diéramos con la salida y, como pueblo, solo giráramos en círculos, sin idea de qué hacer realmente.
Y el tal punto de giro comenzó con una notificación, recibida quince días atrás desde la embajada de Jamaica en La Habana, donde me confirmaban que ya había concluido mi proceso de adopción de la ciudadanía de aquel país, trámite en que había estado involucrado largos meses y al que tenía derecho gracias a mi ascendencia por línea paterna, originaria de aquella isla.
Quizás al lector despistado le resulte extraño que yo me alegrara de semejante noticia, que suena, a la verdad, como a cambiar de bando o renunciar a mi origen nacional. Pero aquellos que viven conectados con mi tierra pueden entenderlo. Digo, con gran respeto hacia mis ancestros, que la ciudadanía jamaicana me hubiese importado un pepino, si no fuera porque el otorgamiento de un pasaporte de aquella nación-por mucho superior en alcance a mi restringido pasaporte cubano-mejoraba de modo radical mis posibilidades de salir del país por la vía legal y fijar mi residencia a voluntad en alguna otra parte del mundo, lo cual era un sueño largamente acariciado.
Luego, el sueño estaba cumplido. Yo me sentía como el pájaro al que se le abre su jaula casualmente. Como el que se ahogaba y de pronto descubre que da pie. Como el pasto seco que recibe de pronto un aguacero. No es bastante decir. Salir de Cuba, no ya en una balsa a cruzar el estrecho, no ya hacia un país del sur desde el cual tendría que cruzar mil fronteras y peligros, ni a través de una misión de colaboración del gobierno en los «países necesitados», sino por libre y soberana voluntad, era el máximo de fortuna y buena suerte que se podía esperar.
Porque oyendo y mirando entre los ciudadanos del mundo, que ninguno de ellos o muy pocos tenían esas fatales limitaciones nuestras y que cada quien de ellos, tan solo en dependencia de sus recursos monetarios, podía salir y entrar de su país a su antojo, se sentía uno como nada.
Conociendo además la triste verdad, que para ser mirados con algo de respeto en nuestro propio territorio patrio y tener derecho a un trato deferente solo se necesitaba un pasaporte extranjero y algo de billetes convertibles, se comprenderá así el significado de lo logrado. Yo, Arcel Qwindong Miranda, hijo de la costurera Marta Miranda y del estibador Rogelio Qwindong; yo, el abogadillo camagüeyano a quien nadie le auguraba ninguna dicha, podía ahora pavonearme entre los míos con orgullo. Ser descendiente de jamaicanos y tener un visado permanente a Jamaica era de pronto cosa de rango social (irónica vuelta de la historia, pues en los tiempos pasados, según cuentan, era como un estigma, motivo de burlas maliciosas) y hasta me habría puertas a nuevas simpatías.
La otra gran significación del hecho provenía del lado espiritual. Cuando solo tenía días malos y no hallaba alivio a mis frustraciones comencé a pensar que me había metido en un mal destino; aludí explicaciones diversas tales como «Dios me odia», o que «ando con un chino detrás» - refrán este, por cierto, que ya cambió de sentido y significa actualmente éxito económico, crédito monetario, alta tecnología-y ese pensamiento destructivo se aceleró en mi de tal modo que aún los eventuales disfrutes los miraba con sospecha, al creerlos solo un preámbulo de ulteriores desgracias.
Yo tenía un salario de cuatro cifras como abogado y asesor legal de una empresa importante, pero eso era nada frente al costo de las cosas básicas, cuyos precios, de por si astronómicos, siempre tendían al alza. También había conseguido casa propia, después de casi una vida conviviendo con mis padres. Pero Yanelis, mi esposa, a quien amaba y con quien pretendía construir una familia en cuanto tuviésemos un respiro, me había abandonado, pretextando que yo «no tenía sangre para luchar en la vida».
Y como era de esperar de quien así se expresa, se unió a otro hombre con más solvencia económica. Anonadado por ese golpe y queriendo en principio demostrarle que yo si podía abrirme paso, pese a todo y sin entrar en cosas delictivas como su nuevo marido, comencé el proceso de la ciudadanía jamaiquina, a expensas de mi abuelo Philip Qwindong, que en paz descanse, quien había llegado a Cuba a principios del siglo veinte y formó una familia allí. Logré mi propósito, al costo de innumerables gestiones con amigos, sobornos y meses de tensa espera. Quedé endeudado hasta los huesos, pero obtuve lo que necesitaba.
Aun así, era tal mi inseguridad al momento de recibir la anhelada buena nueva, que después de saltar de alegría hasta casi partirme el cráneo con las vigas del techo, me sobrevino un ataque depresivo. Emergió en mi mente la idea paranoica de que todo era falso, no más que una treta engañosa del destino avieso. Como tantas otras veces, me dije: «No te confíes», pese a que la buena fortuna asomaba su cabeza y me indicaba que estaba allí, frente a mí. Pero yo temía que era apenas para atraerme, embarrancar mis emociones y hacerme correr tras ella, para luego esfumarse. Así de trágicas eran mis dudas.
No podría alegrarme de verdad hasta no verme con los pies pisando el suelo de Jamaica. Esa sería mi seguridad concreta, porque entretanto podían surgir obstáculos insuperables e irse todo al carajo. Esta era la agonía de mis últimos años: una risible alternancia de esperar y decepcionarme, tomar impulso y perderlo.
«Quién sabe si de pronto cambian las leyes, si empieza una guerra, o se acaba el mundo; si el maldito destino sólo está creándome una distracción, un espejismo, para que el golpe me tome desprevenido», gemía yo en el colmo de mi zozobra, a punto de enloquecer.
Por suerte, mis parientes, los Qwindong de Jamaica, resultaron ser en extremo bondadosos y afectivos. Se pusieron a mi orden para los gastos y preparativos del viaje. Me enviaron dinero suficiente, con el cual compré primeramente un teléfono móvil, para dejar tendido y firme el puente de comunicación familiar y en segundo lugar algo de ropa decente para el viaje. Así cuando llegó a la fecha del vuelo, yo contaba con recursos bastantes y un plan de estancia bien definido.
Veintiún relatos sobre temas inquietantes de la realidad social: el rechazo, la culpa, la discriminación, el temor a asumir o a decir las verdades, las conspiraciones y la locura.
Cuando la humanidad deje atrás sus egoísmos podrá construir un mundo edénico. La muerte será burlada, por cuanto cambiaremos de cuerpo cuando el que tengamos se vuelva inservible. Las leyes del matrimonio no serán necesarias. El crecimiento poblacional no será un problema. El trabajo NO será una obligación y nuestras necesidades básicas serán cubiertas por un sistema tecnológico que lo dominará todo, llamado INGEVERSO. Sin embargo esta sociedad super-civilizada del futuro se siente frustrada por cuanto el ser humano ha descubierto que no puede alejarse del Planeta madre, pues nuestra psiquis está atada al campo magnético terrestre, como por un invisible cordón umbilical y alejarse demasiado hace caer a los astronautas en un estado cataléptico. También otros peligros inéditos pondrán a este mundo del futuro al borde del colapso.
Rhonda era una chica que amaba demaisado. Después de que su novio de varios años perdiera su trabajo, ella no dudó en apoyarlo económicamente. Incluso lo mimó, para que no se sintiera deprimido. ¿Y qué hizo él para devolverle el favor? ¡Engañó a Rhonda con su mejor amiga! Ella estaba tan devastada. Para hacer que su ex infiel pague, aprovechó la oportunidad para casarse con un hombre que nunca ha conocido. Eliam, su esposo, era un hombre tradicional. Él le dijo que él sería responsable de todas las facturas de la casa y que ella no tendría que preocuparse por nada. Rhonda se rio de él y concluyó que era uno de esos hombres a los que les gusta presumir de su habilidad. Pensó que su vida de casada sería un infierno. Al contrario, Eliam resultó ser un esposo cariñoso, comprensivo y hasta un poco pegajoso. Él la animó a ascender en la escala profesional. Además, la ayudaba con las tareas del hogar y le daba carta blanca para decorar su hogar. No pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a apoyarse mutuamente como un verdadero equipo. Eliam sabía cómo resolver los problemas de la vida. Nunca dejaba de acudir en ayuda de Rhonda cada vez que ella estaba en un aprieto. A primera vista, parecía un hombre común, por lo que Rhonda no pudo evitar preguntarle cómo podía poseer tantos conocimientos acerca de diferentes áreas. Pero Eliam siempre ha logrado esquivar esta pregunta. En un abrir y cerrar de ojos, Rhonda alcanzó la cima de su carrera gracias a la ayuda de su esposo. La vida les iba bien hasta que un día, Rhonda encontró una revista de negocios global. ¡El hombre de la portada se parecía exactamente a su marido! ¡Qué significaba eso! ¿Eran gemelos? ¿O le estaba ocultando un gran secreto todo este tiempo?
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Peter Wang, el ex soldado de las fuerzas especiales, tenía la tarea de servir como guardaespaldas de Bella Song, la hermosa dueña de una de las empresas más grandes de la ciudad. Como luchador que sobrevivió a la agotadora vida en el ejército, pensaba que el trabajo era simple. Sin embargo, descubrió que estaba totalmente equivocado. En el corazón de una ciudad aparentemente tranquila, Peter se encontró con pandillas y gánsteres atroces mientras se ganaba el amor de varias mujeres hermosas en el camino: la esquiva Bella, la dulce Elaine, la joven Shelly, la gentil Lisa y más. ¿Quién podrá vencer a nuestro Rey de Soldados? Venga y descúbralo por sí mismos.
Sólo hace falta un segundo para que el mundo de una persona se derrumbe. Este fue el caso de Hannah. Durante cuatro años le entregó todo su amor a su marido, pero un día él le dijo fríamente: "Divorciémonos". Hasta ahora se dio cuenta de que todos sus esfuerzos de los últimos años fueron en vano. Su marido no la amó. Mientras ella procesaba la noticia, la voz indiferente continuó: "Deja de fingir que estás sorprendida. Nunca dije que te amaba. Mi corazón siempre ha pertenecido a Eliana. Sólo me casé contigo para apaciguar a mis padres". El corazón de Hannah se rompió en un millón de pedazos cuando firmó los papeles del divorcio, marcando el final de su reinado como esposa devota. La mujer fuerte que tenía dentro rápidamente se manifestó. En ese momento, juró no volver a depender de un hombre nunca más. Su aura era extraordinaria cuando se embarcó en el viaje por encontrarse a sí misma y dominar su propio destino. Cuando regresó, había madurado mucho y era completamente diferente de la esposa dócil que todos conocieron. "¿Qué estás haciendo aquí, Hannah? ¿Es tu truco para llamar mi atención?", preguntó su arrogante exmarido. Antes de que pudiera responder, un CEO autoritario apareció de la nada y la tomó en sus brazos. Él le sonrió y, en tono de amenaza, dijo: "Sólo para advertirle, señor, ella es mi amada esposa. ¡Aléjese de ella!". El exmarido no podía creer lo que oía. Él pensó que ningún hombre se casaría jamás con Hannah, pero ella le demostró que estaba equivocado. Pensó que ella nunca lograría nada. No sabía que habría aún más sorpresas por venir...