Un joven asocial, maniático compulsivo y cuya una preocupación es centrarse en su trabajo informático, debe formar parte de una operación del FBI para detener al mayor criminal de todos los tiempos. Nada será fácil, aún menos teniendo que simular otra persona totalmente opuesta a él, y para colmo, parece que alguien dentro de la red mafiosa sabe quién es... Acompañen a Lucas en su intento de conseguir pruebas para detener a Baltazar Ivanov y no morir en el intento, y quizás, a conocer el amor por primera vez...
«La bolsa vuelve a tener enormes pérdidas en esta jornada de martes. ¡Qué gran noticia para empezar el día queridos oyentes!.
El partido de anoche fue una mejor noticia para todos los seguidores de los locales, que consiguieron un enorme triunfo sobre...».
Con un gesto casi mecánico y tan habitual en el joven que aparcaba su coche en la plaza habitual como cada día, apagó la radio y resopló para darse ánimos, como cada día. Así daba inicio a un nuevo día de trabajo.
Era un chico de costumbres, que no solía variar nunca; Levantarse exactamente a las seis de la mañana en punto, una ducha rápida mientras hacía el café y una tostada de mantequilla y mermelada una vez salía. Luego cepillarse los dientes mientras ojeaba las noticias más destacadas del día en la prensa online, coger el coche rápidamente y tras darle tres golpes al capó se dirigía al trabajo.
Usaba siempre la misma ruta, oía la misma emisora y aparcaba en el mismo aparcamiento una y otra vez.
El joven, de veinte años de edad, de tez morena y pelo negro peinado hacia atrás, había sido considerado un súper dotado en el mundo de la informática desde que, a los quince años de edad, consiguió hackear una página cuya seguridad hasta el momento apenas había podido ser destripada. No fue un delito, ni mucho menos. Dicha página retaba a sus usuarios a conseguir acceder a sus archivos y descubrir el mensaje secreto que entre cientos de gigas de información se escondía.
De ese modo fue como consiguió el premio oculto; trabajar para la empresa desarrolladora del cortafuegos, y aunque al aparecer por primera vez, y ver a un joven de tan solo quince años generaron dudas de la falsedad de aquello, pues pensaban que otra persona había sido el artífice de aquella maravillosa jugada informática.
Comprobaron al ponerle de nuevo la misma prueba que no solo podía acceder por segunda vez, sino que en el lapso de un mes desde el primer acceso, había mejorado sus habilidades y consiguió penetrar aún más en la privacidad de los clientes.
Ese detalle decidieron no contarlo a la prensa, que se encontraba atónita y emocionada a partes iguales. Todos querían la exclusiva de la entrevista a aquél joven desconocido que había optado a un puesto de trabajo de los que solo uno de cada millón consiguen.
Decidió dejar sus pensamientos en ese punto, mientras entraba en el enorme edificio de más de veinte plantas de altura, de las cuales las diez primeras eran enteramente de su empresa.
Con paso rápido y hábil, subió al ascensor que le llevaría a la planta octava, donde se encontraba su despacho. Mientras subía, se alisó la camisa, se colocó la corbata hasta que quedara perfecta, y se metió una pastilla mentolada en la boca.
En ocasiones ser tan perfeccionista le traía problemas. Él era un maníaco con la limpieza, y entre sus muchos defectos, odiaba el contacto con la gente. Se sentía más cómodo ante un ordenador trabajando, creando nuevas herramientas. Sin embargo dado que no puede subsistir solo del aire, no pudo hacer otra cosa que trabajar, asistir a reuniones y a salidas de empresa cuando le era imposible negarse.
-Buenos días señor Mendoza -saludó cordialmente una chica de unos treinta y cabello cobrizo que subió al ascensor en el sexto piso-. ¿Cómo pinta el día?.
-Buenos días Karen. Todo bien, gracias
-Qué serio eres siempre. Deberías abrirte más a otras personas, no vamos a meterte un virus ni a formatear tu disco duro.
Dijo esa última frase mirando hacia sus partes masculinas. Era sabido que había chicas en la empresa interesadas por él, pero sin sentir el menor interés, optó desde un principio por simplemente ignorarlas para no ser descortés, pues aún así le habían enseñado a ser amable con las damas.
-Lo siento Karen, ya sabes que prefiero mi espacio y estar aislado del mundo siempre que pueda. Luis parece estar muy interesado en usted, podría pedirle salir.
-¿Luis? -Soltó una sorona carcajada a la par que el ascensor llegaba a su destino-. Lo primero, no me hables de usted, ni que fuera una anciana. Segundo, Luis será muy simpático pero no es mi tipo.
Salió del ascensor unos pasos por delante del joven, andando como una modelo de pasarela, para dejarle al chico una buena panorámica de su trasero, cosa que ni se molestó en mirar, pues cuando las puertas del ascensor se cerraron ya se encontraba tecleando a gran velocidad en la habitación donde trabajaba.
En aquel lugar, las horas se convertían en segundos. Se sentía un dios con el poder de crear de la nada las más sofisticadas y poderosas herramientas para la seguridad de los millones de clientes alrededor del mundo. No necesitaba protocolos de educación, mantener conversaciones que para él serían aburridas, incluso tediosas. Sólo el y su ordenador era lo que aquella habitación necesitaba para sentirse en armonía con el mundo.
Sobre la mesa donde trabajaba, vio un pequeño sobre rojo, intrigado por el extraño color, dejó sus procesos y sus análisis de sistema y cogió aquel mensaje.
En tinta negra, con letra pulcra y perfecta, estaba el nombre del joven: «Gabriel Lucas Mendoza».
Extrajo rápidamente el contenido; una pequeña hoja de papel escrita a ordenador donde le citaba para el despacho del director. No podía imaginar que quería de él aquel hombre, siempre ocupado con clientes, jugando al golf, o mirando casas para su mujer. La señora Norris amaba gastar; cuanto más caro, más lo quería. Y vivir en la misma casa durante más de tres años le parecía de gente pobre y sin vida.
Decidido a terminar con su trabajo antes de presentarse ante el señor Norris, la guardó rápidamente en su bolsa y, hasta caída la noche, y ya preparando su ropa para el día siguiente, traje azul o negro y camisa blanca «como cada día», no reparó de nuevo en aquel sobre rojo.
«Mañana iré antes de empezar a trabajar y veré qué quiere». Pensó mientras miraba su reloj. Marcaban las diez en punto de la noche, la hora de dormir, como siempre.
A la mañana siguiente, Lucas continuó con su rutina diaria, hasta llegar a la oficina, en el octavo piso. En vez de meterse en la primera puerta a la derecha, siguió hacia delante, cruzando por entre las dos largas hileras de mesas de tele operadores que se encargaban de atender las llamadas de los usuarios que, utilizando su antivirus de escritorio, encontraban dudas de su funcionamiento.
Karen, la chica que el día anterior se encontró en el ascensor, había faltado ese día a trabajar pues su silla se encontraba vacía. Le pareció extraño pues nunca faltaba sin avisar al menos unos días antes.
Se sorprendió a sí mismo al verse preocupado por alguien, pero se quitó la idea de la cabeza mientras llegaba a la puerta que le interesaba, aquella puerta de roble y letrero dorado donde se leía; «James G. Norris. Director»
Llamó tres veces exactamente, como siempre que toca alguna puerta, y sin esperar respuesta, abrió lo justo para asomar la cabeza y pedir permiso para entrar.
El hombre sentado tras la gigantesca mesa, que parecía más una reliquia de algún museo, le dio paso con un gesto de cabeza. Estaba hablando por teléfono, y aunque al principio pensó que sería algún cliente, segundos después comprendió que era su mujer quien al otro lado, gritaba histérica.
«Ya lo sé amor, aquella casa a los pies de la playa te gustó mucho, era enorme y cara... Pero ese es el problema».
Por los gritos, Lucas sintió que la señora Norris no estaría satisfecha con la negativa de su marido, el que intentaba calmarla diciendo que encontrarían otra mejor.
-Mujeres -suspiraba una vez colgó-. Empiezan pidiéndote un pequeño anillo de diamantes y acaban sacándote casas, barcos privados, y si les dejas, hasta una isla.
-Con los debidos respetos señor, dudo que así sean todas.
-Si, tienes razón. Sólo me desahogo. Bueno ya pensé que no vendrías, te esperaba para ayer.
-Mucho trabajo y no tuve el tiempo. Hoy también tengo mucho que hacer, así que espero que entienda si le digo que sea breve.
El señor Norris miró a aquel joven de tan solo veinte años sentado ante él. En lo más profundo de su alma sentía envidia. El jamás había sido capaz de destacar en nada, siquiera tiene una idea real de qué hace cada uno de sus empleados. Sólo sabe que ese negocio da dinero, y gracias a una herencia recibida veinte años atrás, fue capaz de montar aquella empresa para beneficiarse de un negocio que estaba en pleno auge. En cambio, Lucas, podría llegar no solo a su puesto, sino a tener una empresa aún mayor, más poderosa y con más ingresos. Eso no le gustaba. Le había acogido en su empresa con tan solo quince años y se sentiría engañado si algún día fundase la competencia. Aunque esas ideas de poco iban a servir en aquel momento, pues el motivo de que le citara no era precisamente para felicitar sus labores.
-Siempre estás así Lucas. Eres un adolescente, o un joven tal vez, que no bebe, no fuma, no tienes amigos. Dime, ¿Qué esperas de la vida?. Deberías estar disfrutando de ella y no todo el día metido en una habitación sin ventana, sin nada más que un ordenador y millones de dólares invertidos en las herramientas que creas y pruebas.
-Señor, mi vida personal no creo que tenga relevancia en esta conversación. Me dedico cien por ciento a lo que fui contratado; asegurar la seguridad y la protección de los datos personales de los clientes. Evitar que cualquier pirata sea capaz de atravesar todas las defensas que tanto yo como los demás miembros de este equipo van implantando y creando.
-Pero tienes veinte años... Tú eres la cabeza de ese equipo. Todo lo que crean los demás acaba llegando a tus manos y siempre lo acabas mejorando o desechando si descubres cómo romper esas defensas. Tienes un sueldo el doble de alto que ellos, y sin embargo vives como si subsistieras con un sueldo mínimo. ¿Has visto tu coche? Vamos chico, un poco más antiguo y es en blanco y negro.
Su tono de voz cada vez se elevaba más. Cómo si no comprendiera que por no derrochar dinero ya sería alguien extraño, y aunque pudiera serlo, era cosa de él.
-Señor, ¿Sería tan amable de decirme cuál es el motivo de esta conversación?. Tengo un día de trabajo por delante que no quiero perder.
Lucas comenzaba a sentirse incómodo, no le agradaban las conversaciones tan largas, y aún le frustraba más que no fueran directos al motivo.
-Mira, aunque trabajas muy bien y eres parte importante de esta empresa, por diversos motivos me tengo que ver obligado a no depender de tus servicios.
-¿Qué está queriendo decir? -Se incorporó de la silla y miraba a su jefe con semblante serio. Estaba prestando atención a aquella conversación como nunca antes-. ¿Me estás despidiendo?.
-Últimamente nuestros activos han bajado mucho-Comenzó a excusarse-. La salida a bolsa tampoco nos está dando muchos resultados. El resto de la cúpula dirigente está de acuerdo en que podríamos cambiarte por otra persona más experimentada y que cobraría menos...
-Si es por dinero, bajarme el sueldo -Lucas comenzaba a perder la compostura, y en ese momento no le importaba-. Llevo aquí cinco años y desde mi llegada la empresa no sólo ha doblado la cantidad de clientes, sino que además los ataques e intentos de hackeos han bajado casi a cero. Nadie hasta mi llegada a sido capaz de romper las defensas que con tanto esfuerzo y tiempo he creado.
Aquel hombre, de cincuenta años, pelo canoso y de mirada fría, se sentía incómodo. Sabía que prescindir de Lucas podría significar una enorme vuelta atrás, pero la decisión había sido tomada.
-Lo siento mucho, sabes que no puedo hacer nada. Esta empresa no sólo la dirijo yo. Tenemos asociados, un comité directivo... Esto es lo mejor. Al menos un tiempo. Te prometo que se darán cuenta de su error y recapacitarán, pero hasta el momento agradecería que simplemente acates la decisión y esperes a que te llamemos de nuevo. Por supuesto podrás optar a las pagas del gobierno. Y si no quieres esperar yo personalmente te escribiré una carta de recomendación y hablaré con mis amigos. Son todos dueños de empresas, algunas hasta son mejores que estas que, en mi humilde opinión creció gracias a ti.
-Sus palabras de falso halago no significan nada. Esto no es por dinero o por decisiones. Es por envidia ¿verdad?. Siente envidia de que tenga más capacidad que toda su maldita empresa junta -dijo elevando la voz levemente-.Quiere seguir comprando casas, barcos, y más objetos materiales con el dinero que se ahorre por mi ausencia, que el día que se vaya al otro mundo, no le servirán de nada
La ira que sentía en ese momento le sacaban de sus casillas, pero tuvo la suficiente fuerza de voluntad para no gritar ni perder los estribos.
Salió del despacho de la forma más orgullosa que podía, intentaba tragarse todas las palabras hirientes y mal sonantes que quería gritar sobre todos, que allí plantados, le miraban, algunos sin saber que pasaba, otros con la palabra envidia pegada en la frente.
Lo sabía desde hacía tiempo. Su capacidad natural para destripar cada engranaje de la red global, su enorme habilidad de aprendizaje era algo que no pasaba inadvertido.
En las demás habitaciones, donde trabajaban sus "compañeros" hasta minutos antes, habían abierto las puertas, y todos le veían cruzar el pasillo hacia el ascensor. Ellos eran los primeros que no podían verle. Muchos superaban los treinta años, acercándose a los cuarenta, y no eran capaces de hacer la mitad de lo que él hacía sin cometer errores. Es humano la envidia, pues envidiamos aquello que queremos y no podemos obtener. Pero es una escusa muy fácil para ponerle algo de azúcar a una vida llena de sal. Sin esfuerzo nunca se conseguirá nada, y aquél al que le muestras tu envidia, consiguió lo que tiene gracias a sus esfuerzos.
Luego de recoger rápidamente sus pertenencias en su habitación de trabajo y llegar al coche, se sintió inútil, completamente vacío y sin nada que pudiera devolverle la cordura que sentía que iba perdiendo.
Su vida siempre había girado en una rutina casi automática, y ahora no sabía qué hacer, pues todas esas horas que le quedaban por delante, se suponía que las gastaría trabajando.
Allí se quedó sentado, sin arrancar el vehículo, durante lo que le parecieron horas, y resultaron ser tan solo quince minutos.
«cómo es el tiempo, siempre se mueve a la misma velocidad, pero lo sentimos diferente dependiendo de nuestro ánimo» pensó mientras se decidía a volver a casa. Allí ya pensaría que hacer, si buscar un nuevo trabajo, o esperar a que la empresa que le acababa de despedir colapsara por la ineptitud de los empleados que quedaban actualmente.
Tras pensar eso, una macabra idea le cruzó la mente. No iba a esperar a que otro hiciera lo que por derecho, debía hacer él; Atravesar las defensas que el mismo había creado, y demostrar cuanto le faltaban por mejorar. Se darían cuenta que sin él, no podrían seguir protegiendo los datos ni la seguridad de nadie, y volverían suplicando su regreso.
Aunque no era vengativo, necesitaba hacer una excepción en su vida, y con suerte, pues ni el despido había firmado aún, volvería como si nada hubiera pasado.
Y con esos pensamientos, y replanteando bien su estrategia, puso rumbo a casa, donde tendría largas horas de trabajo y planificación, lo que más le gustaba hacer.
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