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Maximiliano Santillana conoció a Marisa Altamirano en su peor momento, y al principio no entendió que su sobrina Mía se enamorara de ella, pero el tiempo le dio la respuesta, porque él también se enamoró.
Maximiliano Santillana conoció a Marisa Altamirano en su peor momento, y al principio no entendió que su sobrina Mía se enamorara de ella, pero el tiempo le dio la respuesta, porque él también se enamoró.
-¿Y Maruquita? -preguntó Marisa, llegando hasta la recepción del edificio que dirigía y no ver a la mujer que siempre se encontraba en la recepción, y a la que saludaba, como mínimo, cuatro veces al día: cuando llegaba a trabajar, cuando salía a comer, cuando volvía de comer y cuando se iba a su casa.
-Llamó hace un rato -respondió Alberto, joven secretario de dos de los abogados que trabajaban en las oficinas de Marisa Altamirano-. Tiene influenza, no va a venir.
-¿Influenza? -preguntó la joven, preocupada. La recepcionista del lugar, y su única empleada junto al guardia de seguridad y al velador que cuidaban del lugar, no era la persona más joven del mundo, así que esa enfermedad podría ser más preocupante de lo que todos pudieran pensar-. ¿Estará bien?
-Parece que sí -respondió el joven-, pero la tienen en reposo para evitar complicaciones, así que faltará un par de semanas.
Marisa hizo una cara medio graciosa de ver, luego de eso respiró profundo y decidió tomar el lugar que ese joven había estado cuidando por al menos una hora, porque ella había entrado a las nueve, y las oficinas solían estar en funcionamiento desde las ocho de la mañana, que algunos comenzaban a trabajar.
Marisa Altamirano había heredado un edificio de departamentos individuales en pleno centro de la ciudad, de parte de un tío abuelo que no había hecho una familia, y que solo había recibido ayuda de esa joven en sus últimos días de su vida.
Así que, en agradecimiento por su compañía y cuidados, la joven había recibido ese edificio, la casa de campo del hombre y la casa a las orillas de la ciudad, porque dinero no tenía mucho, sus propiedades, que en un inicio sí habían sido muchas, se habían ido vendiendo para cubrir sus gastos personales y médicos.
Luego de heredar, la chica vendió la casa de campo y decidió remodelar los departamentos para hacerlos oficinas, que decidió rentar a diversas personas, creando, sin querer, un espacio que proveía de diversos servicios, aunque ninguno de manera gratuita.
El edificio constaba de once oficinas, además de la de ella, la recepción, el estacionamiento, dos salas para reuniones y un salón multieventos, además de una vista espectacular en la azotea de ese edifico de cuatro pisos.
Al inicio, su idea fue algo raro, más que novedoso, como ella intentara que fuera; pero, con el tiempo, y tras que dos de los cuatro pisos se llenaran de especialista de la salud, comenzó a ganar popularidad.
La planta baja del edificio contaba con la recepción, el estacionamiento, la oficina de administración, que dirigía Marisa, y una sala de reuniones que, por lo general, se utilizaba como comedor para los empleados de las diversas oficinas.
El primer y el segundo tenían tres consultorios cada uno y que se habían llenado de especialistas de la salud: una dentista, una nutrióloga, un psicólogo clínico, un quiropráctico, una psicóloga infantil y una terapeuta del lenguaje.
El tercer piso, a diferencia de los otros pisos, contaba con cuatro oficinas; dos de las cuales estaban ocupadas por abogados que compartían secretario, un contador y un psicólogo organizacional.
Y en el cuarto piso se encontraba la otra sala de reuniones y el salón multieventos que, por lo general, no se rentaban al mismo tiempo. De esos dos, si uno se ocupaba, el otro no estaba disponible, para que no se interrumpieran mutuamente.
Pero había veces en que cosas inesperadas pasaban, por eso, cuando la joven revisó la agenda, se dio cuenta de que el salón estaba reservado toda la semana para un taller de arteterapia y que ese día una empresa local había solicitado la sala de reunión por un par de horas.
Viendo a la gente comenzar a subir al taller, sintió que su estómago se contraía porque en una hora estarían llegando las personas que habían solicitado la sala.
Apresurada, Marisa llamó a la empresa que limpiaba las oficinas a diario, para que limpiaran la sala de la planta baja, avisando a todas las secretarias y usuarios que estaría ocupada, para que, en lugar de bajar a desayunar, subieran a la sala del último piso, que era la que quedaría libre.
Ella era la responsable de pagar por la limpieza del primer y el cuarto piso, del resto cada uno de los profesionales establecidos en ese lugar pagaban su parte, y así, esa empresa de limpieza, que dirigía una amiga de Marisa, limpiaba todo el edificio.
La joven de cabello café oscuro, casi negro, rizado, de ojos cafés y tez clara iba a necesitar un reemplazo temporal para su recepcionista, quien trabajaba no solo para ella, también un poco para todos los profesionales que ocupaban las oficinas de la torre de profesionales, pues repartía tarjetas de ellos y comunicaba a clientes y pacientes con los secretarios de los respectivos profesionales; además de que administraba las rentas de las salas y el salón.
Mariel, por su parte, administraba el edificio, desde el pago de rentas, contratos y, sobre todo, mantenimiento del lugar. Ese era su trabajo principal, porque además tenía un segundo trabajo, uno que le daba para uno que otro gusto lujo, porque era extra a sus entradas regulares, que le mantenían a ella y a esa enorme casa que pronto cambiaría para una más pequeña, pues era mucho gasto y desperdicio de lugar, teniendo en cuenta que vivía sola.
Ella era publicista, una especialista en mercadeo digital que trabajaba desde su oficina en el edificio en que su tío le había heredado, y trabajaba en ello más por amor al arte que por ganar dinero. Es decir, un contrato le podía dar dinero por algunos meses, pero, si no llegaba a obtenerlo, ella podría estar sin ganancias durante ese tiempo, y no era algo fácil de hacer.
No le iba del todo bien como publicista, al menos no todo el tiempo, pero no necesitaba preocuparse demasiado cuando lo que la mantenía a flote era el edificio "Professional tower" del que era dueña y administraba.
María Aragall tenía mala suerte, estaba segura de ello y, aunque en algún momento de su vida no lo creyó de esa manera, tarde se dio cuenta de que lo peor que le había pasado era haberse topado con ese chico guapo, agradable y millonario que sumaría a su vida una nueva historia con final triste y desesperanzador, ¿o no?
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Papá siempre estaba ocupado y de mal humor hasta que ella apareció; yo no la conozco, pero, por alguna razón, la quiero, y ella nos necesita, así que, por el bien de todos, solo me queda pedirle a Airam que si quiere ser mi mamá.
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