a otras; pero cada familia infeliz tiene un
terarse de que su marido mantenía relaciones con la institutriz francesa
amilia. Todos, incluso los criados, sentían la íntima impresión de que aquella vida en común no tenía ya sentido
nglesa había tenido una disputa con el ama de llaves y escribió a una amiga suya pidiéndole que le buscase otra colocación; el cocinero se había ido dos días antes, precisamente a l
iva, como le llamaban en sociedad–, al despertar a su hora de costumbre, es decir, a las ocho de la
muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo,
ó, se sentó sobre el d
música americana... El caso es que Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido
rascos, que luego resu
laron alegremente al recordar aquel
cosas magníficas que, una vez despierto, no sa
te bordado en oro, que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como desde hacía nueve años
ba en su gabinete y no en la alcoba con su mujer; la
entó, acordándose de
errible; pensó en la violenta situación en que se encontraba y pensó,
ía, y, sin embargo, no soy culpable. ¡Eso es lo terrible del caso! ¡Ay, ay, ay!
a en las manos para su mujer, no la había hallado en el salón; asustado, la había buscado en su gabinete,
tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con el papel en
dices de esto? –pregu
n Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, si
en una situación demasiado vergonzosa: no supo ada
se, negar, disculparse
a ajena a su voluntad («reflejos cerebrales» , juzgó Esteban Arkadievich, que se interesaba muc
ajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre, anonadó a Stiva bajo un to
o, se había negado
Arkadievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar