ía de los astros que decoraban el cielo, con la Luna a la cabeza, sino que irradiaba del propio mundo, proveniente desde pequeños objetos dispuestos en toda la superficie del planeta. S
eblas del subconsciente del hombre, que no que¬ría creer que esa
varse sobre sus cabezas innúmeras columnas de vapor que seguían a las pequeñas cápsulas que se acercaban con arrebatado ímpetu a las nubes para luego atravesarlas y desaparecer al cruzar la delgada tela de luz que cubre de azul el cielo y que impide ver más allá de aquella cúpula máxima. Pero donde er
os quienes en la parte nocturna del mundo pernoctaban para descansar un poco de su mísera vida, y se unieron a quienes abandonaron sus labores de gente misera
se les hacían borrosas, pues las lágrimas les nublaban la vista. Mientras tanto, las horas del mediodía estaban a punto de llegar a París, bañadas las raídas avenidas de la otrora ciudad más romántica del mundo por una abrasadora radiación veraniega, a la vez que la mitad superviviente de la Torre Eiffel, oxidada y vieja, despedía lánguidamente a los que se iban; quedó pronto la ciudad env
d. Sin embargo, no podían dejar de sentirse afortunados a la vez, porque por lo menos no sufrirían los embates de aquella muerte tan terrible que padece¬rían de seguro los que quedaron atrás. Miraban por las pocas ventanas de las que disponían aquellos pequeños vehículos espa¬ciales, si el movimiento excesivo se los permitía, para dar un último vistazo al mundo que habían conocido, que ellos y sus ancestros
as un dejo de preocupación, pues se daban cuenta, no obstante su inocencia, de que sus ojos alegres contrastaban con los de sus furibundos padres, quienes, una vez más y esta vez de forma definitiva, comprendían que ellos, los marginales de la Tierra, serían de nuevo pasto de
eremos ir! ¡No nos
rno las luces huían. Sus hijos estaban aferrados a sus faldas y, aunque la brillante belleza de las luces en el horizonte les encantaba, no p
d! ¿Mi memoria no cuenta? -sollozaba un muchacho en India, de unos quince años, viendo a Bomb