28 de jun
que no todo depende de nosotros, que las circunstancias personales que nos rodean se mezclan y diluyen con las otras: las ambientales y las hist
ómo habrían sido las cosas en ese mismo instante ya pasado, al menos eso creía. Me fascinaba pensar que los diferentes episodios de la historia que
iferentes eslabones que, generación tras generación, habían conformado la naturaleza de mi familia. Pensaba más bien en mis antepasados, a los que, por la diferencia temporal que nos separaba, jamás conocería. Aun así, experimentaba una curiosa sensación de cercanía. Si bien éramos e
iembros de nuestra familia. La mansión, ahora maltratada por el tiempo y el abandono, aún dejaba adivinar en sus viejas paredes las huellas de un pasado imperturbable. Se encontraba casi en ruinas, tenía la fachada ennegrecida por el paso del tie
rocoso que escondía una inmensa cavidad valiéndose de este promontorio como poderoso
der del tiempo y la fuerza del agua, convirtiéndola en una enorme cavidad en la que quizás, cupiera la propia casa si un día le diera por esconder sus enormes paredes en el interior de la tierra. No obstante todo eran vanas especulaciones y leyendas familiares, rumores que habían pasado de una generación a otra sin saber si se trataba de una suposición sin importancia o de un hecho verídico. Lo que sí era constatable es que, al parecer, aquel río subterráneo, que la casa escondía en
la casa, habían sido fruto de una antigua disputa con el cercano Monasterio de Veruela, y cómo esa situación, había
ejo edificio en mis recuerdos de la niñez, cuando el abogado de la familia me llamó
e más tarde se convertiría en mi compañero de vida. El psiquiatra me había bajado la dosis de los ansiol
dad? -preguntó el psiquiatra detrás de
er por devolver a la vida a todos los familiares que habían ido desapareciendo. Dejaba pasar mi existencia impasib
ro e ido con ellos, pero si algo tenía claro es que a mis veintiocho años q
da por naturaleza, ahogaba mis penas con la rutina solitaria de una existencia monótona, sin demasiado ánimo de hacer nuevas amistades. Solo
ncontrarme con los viejos fantasmas del pasado, quizás despedirme de ellos
ravesar la verja del jardín sentí que el propio edificio me acogía en su regazo como una madre que espera ansiosa la vuelta de algún vástago perdido; me sentía como la hija pródiga que vuelve años más tarde con la madurez de quien ha vivido y aprendi
le invitaba a subir al piso de arriba. Después de todo, por dentro no daba la impresión de la decadencia exterior. Recorrí con lentitud el pasillo principal entrando en cada estancia. Lo recordaba todo tal como e
del que siempre fue mi dormitorio. Se trataba de la habitación
a y a todos los escuchaba con avidez: un reloj de arena, una antigua brújula que desvelaba la orientación de la casa, candelabros con aire fantasmal por las telarañas de años, libros antiguos, lámparas de aceite..., todo tenía un aspecto irreal. Hubo algo que me
a luz en una superficie reflectante me deslumbró y durante unos segundos estuve sin poder ver nada. Recuperada ya de mi transitoria ceguera, pude percatarme de que la pequeña réplica se encontraba rodeada de diferentes espejos dispuestos, de tal modo, que reflejaban la casa desde distintos ángulos, multiplicándose hasta el infinito. El efecto óptico, casi mágico, sobre la réplica del edificio, me fascinó. Aquella caja trasparente que protegía la pequeña mansión tenía una base de madera con una enigmá
l viejo edificio. Ellos parecieron asentir satisfechos. Las miradas de mis ancestros, perdidas en la oscuridad y rescatadas por un instante por la l
que había sido don Diego Borau, junto con su mujer de origen francés, el responsable de la construcción de la mansión en la que me encontraba. También contaba que aquel adinerado a
irpe se mostraban con un apellido diferente: Borao. Alguien me explicó que habían tenido que cambiarlo durante la Guerra de la Independencia para que no diera confusión alguna con ningún apellido de origen francés. Así pues, consideraron que cambiar la "u" por la "o" era una forma práctica de "españolizarlo". Contiguo a este se desvelaba otro r
. Una extraña expresión delataba la especial predilección de la mujer por aquellos antepasa
ta guerra!", mascullab
ado, en el que el alzhéimer, traicionero, le hacía confabular intentando llenar el vacío de unos recuerdos perdidos por otros inventados, y supuse, que a pesar
ía especular con el parecido y la posibilidad de si serían hijos o nietos de los anteriores. Todo se confundía con una amalgama de rostros de niños,
a en mi niñez, me encontraba sumida en el más absoluto silencio. ¡Quién sabe!, quizás los fantasmas
raba ver la esfera blanca, sabía que era noche de luna llena y que el cielo estaba despejado. Se podían distinguir con facilidad varios ramilletes de estrellas y planetas cercanos. En el horizonte, Venus se alzaba con sus deste
ca -musité-, p
ni, y así lo haría. Una lágrima furtiva surcó parte de mi mejilla y me la sequé con avidez, como quien no quiere ser
a hacer s