nada digno de mención. Sin embargo, a la mañana siguiente al bajar a de
nte -dijo Washington-, pues no me ha fa
hora se había avivado el interés de toda la familia; el señor Otis comenzó a sospechar que había sido demasiado dogmático al negar la existencia de fantasmas; la señora Otis expresó su intención de afiliarse a la «Sociedad Psíquica», y Washingto
ar maíz tierno, tortitas de alforfón y bizcochos de maíz molido aun en las mejores casas inglesas; la importancia de la ciudad de Boston en el desarrollo del espíritu universal; las ventajas del sistema de facturación de equipajes en los viajes en tren; y la dulzura del acento neoyorquino en contraste con el deje lento y cansino de Londres. No se hizo referencia alguna a lo sobrenatural, ni se aludió, ni siquiera indirectamente, a sir Simon de Canterville. A las once se retiró la familia, y pasada media hora todas las luces se habían apagado. Poco tiempo después el señor Otis se despertó a causa de un extraño ruido en el pasillo, fuera de su cuarto. Era un sonido de golpes metálicos
ciente de Tammany». Tiene fama de ser completamente eficaz con una sola aplicación; de ello hay en el envoltorio varios testimonios de algunos de los
ó el frasco en una mesa de mármol, y, c
ectando una cadavérica luz verdosa. Justo al llegar a lo alto de la gran escalinata de roble, se abrió una puerta de golpe, y aparecieron dos personajillos en camisón blanco; y una almohada salió volando, ¡casi rozand
o de la chimenea, leyendo su diario, había tenido que guardar cama durante seis semanas, presa de un ataque de fiebre cerebral; y cuando se puso buena, hizo las paces con la Iglesia y dejó de relacionarse con aquel notorio escéptico, monsieur Voltaire[9]. También se acordó de aquella terrible noche en que hallaron en su vestidor al malvado lord Canterville asfixiándose, con la sota de diamantes atravesada en su garganta; confesó, antes de morir, que había timado a Charles James Fox 50.000 libras esterlinas en Crockford, haciéndole trampas con esa misma carta, y juró que el fantasma le había obligado a tragársela. Todas sus actuaciones maestras le pasaron por la memoria, desde el mayordomo que se pegó un tiro en la despensa, al ver una mano verde tamborileando en el cristal de la ventana, hasta la bella lady Stutfield, que se vio obligada a llevar siempre una cinta de terciopelo negro alrededor del cuello, para ocultar las marcas