discutir el tema del fantasma con cierto detenimiento. El ministro americano se mole
ndo en cuenta el tiempo que lleva en esta casa, no creo que sea cortés tirarle almohadas -co
l «Lubricante Sol Naciente», tendremos que privarle de las cadenas. Sería i
lor de la mancha también suscitó gran número de comentarios. Algunas mañanas era rojo, casi almagre, otras bermellón, a veces púrpura vivo, e incluso un día, cuando bajaron a rezar en familia, según el rito sencillo de la Iglesia Libre Reformada Episcopal Americana, la encontraron de un rabioso color verde esmeralda. Naturalmente que estos
s proyectiles con una puntería que sólo se puede conseguir a fuerza de practicar de continuo y con esmero con el profesor de caligrafía; al mismo tiempo el ministro americano le encañonaba con su revólver, y le gritaba, según las más puras normas de la etiqueta californiana: «¡Manos arriba!» Con un salvaje alarido de furor el fantasma se incorporó y se deslizó entre ellos cual neblina, apagando al pasar la vela de Washington Otis y sumiéndolos a todos en la más completa oscuridad. Al llegar a lo alto de la escalinata, se recuperó y se propuso obsequiarlos
e traído un frasco del específico del doctor Dobell. Si lo q
o el permanente estado de idiotez en que había caído el tío de lord Canterville, el honorable Thomas Horton. Sin embargo, el sonido de pasos que se aproximaban le hizo desistir de su de
mericanos se estremecerían al ver un espectro con armadura, aunque no fuera por mejor razón que el respeto a su poeta nacional, Longfellow[12], cuya delicada y atractiva poesía le había ayudado a matar el tiempo, cuando los Canterville se iban a la ciudad. Además se trataba de su propia armadura. La había lucido con éxito en el torneo de Kenilwo
on Otis, le farfullaría algo desde el pie de la cama y se daría tres puñaladas en el cuello al ritmo de una música lenta. Le tenía especial manía a Washington, ya que sabía perfectamente que tenía la costumbre de borrar la famosa mancha de sangre de los Canterville, con el «Superdetergente de Pinkerton». Tras reducir al temerario y atolondrado joven a un estado de abyecto terror, proseguiría hasta la habitación ocupada por el ministro y su esposa; y una vez allí, colocaría una viscosa mano sobre la frente de la señora mientras susurraba en la oreja de su tembloroso marido los horribles secretos del osario. En cuanto a la pequeña Virginia, no acababa de decidirse. Nunca le había faltado al respeto, y era bonita y amable. Pensó que sería más que suficiente con algunos gemidos ahogados desde el fondo del armario o, si eso no la d
y el de su asesinada esposa, se hallaban blasonados en oro y azur. Continuó arrastrándose silenciosamente, como una sombra maligna, y hasta la misma oscuridad parecía aborrecer su paso. Por un momento le pareció oír que le llamaban y se detuvo; pero sólo era el aullido de un perro de la Granja Roja, y prosiguió mascullando extraños juramentos del siglo XVI y, de cuando en cuando, blandiendo su enmohecida daga en el aire de la noche. Por fin, llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación del pobre Washington. Se detuvo allí un instante, mientras el viento agitaba los largos mechones grises que ceñían su cabeza y disponía en absurdos y fantásticos pliegues el espantoso sudario que llevaba puesto. Entonces el reloj dio las doce y cuarto, y creyó llegado el momento. Se rió para sus adentros, y dobló la esquina. Apenas lo hubo hecho, se desplomó h
terville, y se propuso ir a hablar con el otro fantasma en cuanto amaneciera. Así pues, cuando la aurora teñía de plata las colinas, volvió hacia el lugar donde había visto por primera vez la temible aparición, pensando que, al fin y al cabo, dos fantasmas eran mejor que uno, y que, con la ayuda de su nuevo amigo, podría enfrentarse con mayor seguridad a los gemelos. Al llegar al lugar, contempló una escalofriante escena. Era evidente que algo le había sucedido al espectro, pues la luz había desaparecido de sus cuencas vacías, la brillante cimitarra se le había c
NTASMA
ECTRO GENUIN
DE LAS I
MAS SON FALS
desdentadas encías y, elevando sus marchitas manos por encima de su cabeza, juró, según la pintoresca fraseología de la vieja escuela, que, cuand
el gallo, por algún extraño motivo, no volvió a cantar. Por fin, a las siete y media, la llegada de las doncellas le hizo desistir de su temible vigilia, y se encaminó hacia su cuarto, meditando sobre sus vanas e
o el día en el que, con mi fiel espada, le hubiera atravesado el gaz
modo ataúd de plomo, y all