y el d
ue creía una alucinación. Pero el animalito-o animalote- fue insistente en aparecérsele cada vez que daba la espalda, rogándole que no huyera de él, que solo quería hablar con alguien, pues estaba hastiado de muchas cosas. Augusto se detuvo al fin, persuadido por experiencia de lo difícil de v
los párpados agrisados de la bestezuela el cansancio de quien ha buscado largo tiempo, de quien ha llorado su suerte. Estuvieron horas platicando de lo humano y lo divi
do de su breve y famoso cuento, que yo a la verdad, a más leerlo, menos lo entendía. Y, sincero, le dije que aquel escrito me parecía el final de una larga narración, de esas que uno remienda y redu
uida comenzó a exponer, con noble parsimonia,
estaba, pero el dinosaurio, pa
gár
de los incrédulos era segura. Además, su prestigio en el vecindario caería de golpe. Sin embargo, la opción de pasar por alto lo sucedido y quedarse callada le resultaba insoportable. No había sido la visión ilusoria de un momento, sino como la cuarta o quinta vez que le sucedía. Y contaba también con el testimonio de Maidelis, la v
mática efigie. Era una de las cuatro gárgolas que adornaban el campanario de la Iglesia del Cristo Redentor, ubicada justo al frente de
íritus malignos y asustar a los pecadores con su apariencia grotesca. Y aquella que se erguía más cerca, a pocos pasos de su azotea, ciertamen
endió los ojos encendidos en llamas, el destello d
signado hacer algunas vigilancias de conjunto. Pusieron unas sillas frente a la torre de la iglesia y pasaban mucho rato en la azotea.
n grito de espanto y echó a un lado a Fidencio.
a, temblando como una hoja. Él mismo, al voltearse, había vislumbrado un destello,
rse el fenómeno. Como si el espíritu o demonio que lo ge
gola pareció despertar súbitamente y no solo la miró con fijeza, sino que comenzó a chillar de un modo espantoso. Y en su crisis de pánic
o, giró y pudo atinarle a las escaleras, por cuyas gradas descendió a saltos hasta log
ntro. No venía solo, por cierto. Ni tampoco era él quien gritaba. Traía asido por la nuca a un sujeto esmirriado, con atuendo de monaguil
gárgola!―gritó Fidencio, como para que lo oyera toda la
los brazos cubriéndose a duras penas los pechos desnudos y la mirada del m